Ella, Betty Fernández, recibía, tenía un "día". Allá fuimos alguna vez. En una ocasión estaba Drieu la Rochelle. Padecía visiblemente de orgullo, hablaba poco para no condescender, con una voz forzada, en una lengua como traducida, penosa. Quizá también estuviera Brasillach pero no lo recuerdo, lo lamento. Sartre nunca estaba. Había poetas de Montparnasse pero ya no recuerdo ningún nombre, nada. No había alemanes. No se hablaba de política. Se hablaba de literatura. Ramón Fernández hablaba de Balzac. Le habríamos escuchado hasta el final de las noches. Hablaba con un saber casi olvidado por completo del que no debía quedar casi nada verificable. Daba pocos datos, más bien opiniones. Hablaba de Balzac como hubiera podido hacerlo de sí mismo, como si alguna vez hubiera intentado ser eso, Balzac. Ramón Fernández poseía una cortesía sublime incluso en la cultura, una manera esencial y a la vez transparente de servirse del conocimiento sin nunca hacer sentir su obligación, su peso. Era una persona sincera. Encontrarle por la calle, en un café, siempre era una fiesta, se sentía feliz de verte, y era verdad, le saludaba a uno con placer. Buenos días ¿todo bien? Así, a la inglesa, sin coma, riendo y mientras duraba esa risa la broma se convertía en la guerra misma, al igual que todo el sufrimiento necesario que se derivaba de ella, tanto la Resistencia como el Colaboracionismo, tanto el hambre como el frío, tanto el martirio como la infamia. Betty Fernández sólo hablaba de la gente, de quienes veía por la calle o de quienes conocía, de cómo iban, de cosas que quedan por vender en los escaparates, de los repartos de los excedentes de leche, de pescado, de tranquilizadoras soluciones a las escaseces, al frío, al hambre constante, siempre estaba en los detalles prácticos de la existencia, se limitaba a eso, siempre con una atenta amistad, muy fiel y muy tierna. Colaboracionistas, los Fernández. Y yo, dos años después de la guerra, miembro del P.C.F. La equivalencia es absoluta, definitiva. Es lo mismo, la misma piedad, la misma llamada de socorro, la misma debilidad de juicio, la misma superstición, digamos, que consiste en creer en la solución política del problema personal. También ella, Betty Fernández, contemplaba las calles vacías de la ocupación alemana, contemplaba París, las plazas de las catalpas en flor como esa otra mujer, Marie-Claude Carpenter. También tenía sus días de recepción.
La acompaña al pensionado en la limusina negra. Se detiene un poco antes de llegar al pensionado para que no le vean. Es de noche. Ella se apea, corre, no se vuelve hacia él. En cuanto cruza el portal ve que el gran patio de recreo aún está iluminado. En cuanto llega al pasillo la ve, estaba esperándola, ya inquieta, en pie, sin sonreír. Le pregunta: ¿dónde estabas? Dice: no regresé a dormir. No dice por qué y Hélène Lagonelle no se lo pregunta. Le quita el sombrero rosa y le deshace las trenzas para dormir. Tampoco has ido al instituto. Tampoco. Hélène dice que han telefoneado, por eso lo sabe, tiene que ir a ver a la inspectora general. Hay muchas chicas en la sombra del patio. Todas de blanco. Hay grandes focos en los árboles. Algunas salas de estudio aún están iluminadas. Hay alumnas que todavía trabajan, otras que se quedan en las aulas para charlar, o para jugar a cartas, o para cantar. No hay un horario para que las alumnas se acuesten, hace tanto calor durante el día que dejan correr la tarde un poco como cada cual quiere, como las jóvenes vigilantas quieran. Somos las únicas blancas de la pensión estatal. Hay muchas mestizas, la mayoría ha sido abandonada por su padre, soldado o marino o pequeño funcionario de las aduanas, de los puestos, de servicios públicos. La mayoría procede de la Asistencia pública. También hay algunas cuarteronas. Hélène Lagonelle cree que el gobierno francés las educa para convertirlas en enfermeras de los hospitales, o en vigilantas de los orfanatos, las leproserías, los hospitales psiquiátricos. Hélène Lagonelle cree que también las mandan a los lazaretos de coléricos y de apestados. Es lo que Hélène Lagonelle cree y llora porque no quiere ninguno de esos destinos, habla siempre de escaparse del internado.
Voy a ver a la vigilanta de servicio, también ella es una joven mestiza que nos observa mucho a Hélène y a mí. Dice: no has ido al instituto ni has dormido aquí esta noche, tendremos que avisar a tu madre. Le digo que no he tenido más remedio pero que a partir de ahora, en lo sucesivo, intentaré regresar cada noche a dormir en el internado, que no vale la pena avisar a mi madre. La joven vigilanta me mira y me sonríe.
Reincidiré. Avisarán a mi madre. Vendrá a ver a la directora delpensionado y le pedirá que por las noches me deje libre, que no controle las horas a las que regreso, que no me obligue a ir de paseo con las pensionistas los domingos. Dice: es una niña que siempre ha sido libre, sin eso se escaparía, ni yo misma, su madre, puedo hacer nada contra eso, si quiero conservarla debo dejarla libre. La directora aceptó porque soy blanca y porque, para la reputación del pensionado, necesita algunas blancas entre la masa de mestizas. Mi madre también dijo que yo estando libre trabajaba bien en el instituto y que lo que le había sucedido con sus hijos era tan terrible, tan grave, que los estudios de la pequeña eran la única esperanza que le quedaba.
La directora me dejó vivir en el pensionado como en un hotel.
Pronto tendré un diamante en el dedo de pedida. Entonces las vigilantas dejarán de hacerme observaciones. Sospecharán que no estoy prometida, pero el diamante es muy caro, nadie dudará de su autenticidad y nadie tendrá ya nada que decir debido al precio del diamante que le han regalado a la chiquilla.
Vuelvo junto a Hélène Lagonelle. Está tendida en un banco y llora porque cree que voy a dejar el pensionado. Me siento en el banco. Estoy extenuada por la belleza del cuerpo de Hélène Lagonelle tendido contra el mío. Ese cuerpo es sublime, libre bajo el vestido, al alcance de la mano. Los senos son como jamás los he visto. Nunca los he tocado. Hélène Lagonelle es impúdica, no se da cuenta, se pasea completamente desnuda por los dormitorios. Entre las cosas más bellas creadas por Dios, está ese cuerpo de Hélène Lagonelle, incomparable, ese equilibrio entre la estatura y la manera en que el cuerpo sostiene los senos, fuera de él, como algo aparte. Nada más extraordinario que esa redondez exterior de los senos sostenidos, esa exterioridad dirigida hacia las manos. Incluso el cuerpo de pequeño culí de mi hermano menor se eclipsaba frente a ese esplendor. Los cuerpos masculinos tienen formas avaras, recluidas. Tampoco se echan a perder como las de Hélène Lagonelle que quizá sólo duren un verano, calculando largo, nada más. Hélène Lagonelle procede de las altiplanicies de Dalat. Su padre es funcionario del puesto. Llegó hace poco tiempo, en pleno curso escolar. Tiene miedo, se te pone al lado, se queda ahí sin decir nada, llorando con frecuencia. Tiene la tez rosada y morena de la montaña, destaca, aquí, donde todas las niñas poseen la palidez verdosa de la anemia, del calor tórrido. Hélène Lagonelle no va al instituto. Hélène Lagonelle no sabe ir a la escuela. No aprende, no retiene. Asiste a los cursos primarios del pensionado pero eso no sirve para nada. Llora contra mi cuerpo, y acaricio sus cabellos, sus manos, le digo que me quedaré con ella en el pensionado. Ignora que Hélène Lagonelle es hermosa. Sus padres no saben qué hacer con ella, intentan casarla. Lo más deprisa posible. Hélène Lagonelle encontraría todos los novios que quisiera, pero no los desea, no desea casarse, desea volver con su madre. Ella. Hélène L. Hélène Lagonelle. Al final hará lo que su madre quiera. Es mucho más hermosa que yo, que la del sombrero de clown, calzada de lamé, infinitamente más casable, Hélène Lagonelle, Hélène, pueden casarla, instalarla en la conyugalidad, asustarla, explicarle lo que le da miedo y no comprende, ordenarle esperar ahí, esperar.
Hélène Lagonelle, ella, Hélène, todavía no sabe lo que yo sé. Sin embargo, ella, Hélène, tiene diecisiete años. Como si lo adivinara, nunca sabrá lo que yo sé.
El cuerpo de Hélène Lagonelle es torpe, aún inocente, qué dulzura la de su piel, como la de ciertos frutos, está a punto de no ser percibida, un poco ilusoria, es demasiado. Hélène Lagonelle inspira deseos de matarla, incita al maravilloso sueño de matarla con sus propias manos. Lleva sus formas de flor de harina sin ninguna sabiduría, las exhibe para que sean amasadas por las manos, para que la boca las coma, sin retenerlas, sin conocerlas, sin conocer tampoco su fabuloso poder. Me gustaría comer los senos de Hélène Lagonelle como él come mis senos en la habitación de la ciudad china donde cada tarde voy a profundizar en el conocimiento de Dios. Ser devorada por esos senos de flor de harina que son los suyos.
Mi deseo de Hélène Lagonelle me extenúa.
Mi deseo me extenúa.
Quiero llevarme a Hélène Lagonelle, allí donde cada tarde, con los ojos entrecerrados, me hago dar el placer que hace gritar. Me gustaría entregar Hélène Lagonelle a ese hombre que hace eso encima de mí para que, a su vez, lo haga encima de ella. En mi presencia, que ella lo haga según mis deseos, que se entregue allí donde yo me entrego. El rodeo del cuerpo de Hélène Lagonelle, la travesía de su cuerpo, es el medio por el que alcanzaría el placer de él, entonces definitivo.
Para morirse.
La veo como participando de la misma carne que ese hombre de Cholen pero en un presente irradiante, solar, inocente, en una eclosión repetida de sí misma, en cada gesto, en cada lágrima, en cada uno de sus fallos, en cada una de sus ignorancias. Hélène Lagonelle, ella es la mujer de ese siervo que me proporciona el goce tan abstracto, tan intenso, ese hombre sombrío de Cholen, de China. Hélène Lagonelle es de China.
No he olvidado a Hélène Lagonelle. No he olvidado a ese siervo. Cuando me marché, cuando le dejé, estuve dos años sin acercarme a ningún otro hombre. Pero esa misteriosa fidelidad debía de ser a mí misma.
Sigo estando en esta familia, es ahí donde habito con exclusión de cualquier otro lugar. En su aridez, en su terrible dureza, en su malignidad siento la más profunda seguridad en mí misma, en lo más profundo de mi esencial certidumbre, sé que más tarde escribiré.
Ese es el lugar donde agarrarme más tarde, una vez ido el presente, con exclusión de cualquier otro lugar. Las horas que paso en el apartamento de Cholen hacen aparecer ese lugar envuelto en una luz fresca, nueva. Es un lugar irrespirable, rayana la muerte, un lugar de violencia, de dolor, de desesperación, de deshonra. Y tal es el lugar de Cholen. Al otro lado del río. Una vez cruzado el río.
No he sabido qué fue de Hélène Lago-nelle, si murió. Fue ella la primera en dejar el pensionado, mucho antes de mi viaje a Francia. Regresó a Dalat. Su madre le pidió que volviera a Dalat. Creo recordar que para casarla, que debía encontrar un novato llegando de la metrópoli. Quizá me equivoque, quizá confunda lo que creía que le sucedería a Hélène Lagonelle con esa partida obligada, reclamada por su madre.
Diré también lo que era, cómo era. Es así: roba a los criados para ir a fumar opio. Roba a nuestra madre. Registra los armarios. Roba. Juega. Antes de morir mi padre había comprado una casa en Entre-deux-Mers. Era nuestra única posesión. Juega. Mi madre la vende para pagar las deudas. No es suficiente, nunca es suficiente. Joven, intenta venderme a los clientes de la Coupole. Es por él por quien mi madre quiere seguir viviendo, para que siga comiendo, para que duerma abrigado, para que siga oyendo pronunciar su nombre. Y la propiedad que le compró cerca de Amboise, diez años de ahorros. Hipotecada en una noche. Ella pagó los intereses. Y todo el fruto de la tala de árboles que ya he mencionado. En una noche. Robó a mi madre moribunda. Se trataba de alguien que registraba armarios, que tenía buen olfato, que sabía buscar bien, descubrir las buenas pilas de sábanas, los escondrijos. Robó las alianzas, cosas así, mucho, las joyas, el sustento. Robó a Dô, a los criados, a mi hermano menor. A mí, mucho. La hubiera vendido a ella, a su madre. Cuando muere la madre hace venir al notario, enseguida, en mitad del transtorno de la muerte. Sabe aprovecharse del trastorno de la muerte. El notario dice que el testamento no es válido. Que la madre ha favorecido demasiado al hijo mayor a mis expensas. La diferencia es enorme, risible. Es preciso que yo acepte o renuncie con pleno conocimiento de causa. Certifico que acepto: firmo. He aceptado. Mi hermano, con los ojos bajos, gracias. Llora. En medio del trastorno de la muerte de mi madre. Es sincero. Durante la liberación de París, perseguido sin duda por actos de colaboracionismo en el Sur, no sabe adonde ir. Viene a mi casa. Nunca lo he sabido muy bien, huye de un peligro. Quizás entregara a gente, judíos, todo es posible. Es muy dulce, afectuoso como siempre después de sus asesinatos o cuando necesita de tus servicios. Mi marido ha sido deportado. Se compadece. Se queda tres días. Lo he olvidado, cuando salgo no cierro nada. Registra. Guardo el azúcar y el arroz de mis cupones para cuando mi marido regrese. Registra y coge. Sigue registrando un armario pequeño, en mi habitación. Encuentra. Coge todos mis ahorros, cincuenta mil francos. No deja ni un solo billete. Deja el apartamento con sus hurtos. Cuando vuelva a verle no le hablaré del asunto, para él la vergüenza es tan grande que no podré hacerlo. Después del falso testamento, el falso castillo Luis XIV fue vendido por un mendrugo de pan. La venta estuvo trucada, como el testamento.
Después de la muerte de mi madre está solo. No tiene amigos, nunca tuvo amigos, a veces tuvo mujeres a las que hacía "trabajar" en Montparnasse, a veces mujeres a las que no hacía trabajar, al menos al principio, a veces hombres pero que le pagaban, ellos. Vivía en una gran soledad. Eso aumentó con la vejez. Era simplemente un golfo, sus causas eran pobres. Creó el miedo a su alrededor, no más allá. Con nosotros perdió su verdadero imperio. No era un gángster, era un golfo de familia, un registrador de armarios, un asesino sin armas. No se arriesgaba. Los golfos viven como él vivía, sin solidaridad, sin grandeza, en el miedo. Tenía miedo. Después de la muerte de mi madre llevó una existencia extraña. En Tours. Sólo conoce a los camareros para los "soplos" de las carreras y a la clientela vinosa de los pockers de trastienda. Empieza a parecérseles, bebe mucho, se le han pegado los ojos inyectados, la boca torva. En Tours ya no le queda nada. Liquidadas las dos propiedades, nada. Durante un año vive en un guardamuebles alquilado por mi madre. Durante un año duerme en un sillón. Consienten en dejarle entrar. Quedarse allí un año. Y luego lo echan a la calle.