Durante un año debió esperar rescatar su propiedad hipotecada. Se ha jugado los muebles de mi madre, uno a uno, los del guardamuebles, los budas de bronce, los objetos de cobre, y luego las camas y luego los armarios y luego las sábanas. Y luego un día no le queda nada, eso le ocurre, un día tiene el traje que lleva puesto, nada más, ni una sábana, ni un cubierto. Está solo. En un año nadie le ha abierto su puerta. Escribe a sus primos de París. Tendrá una habitación de servicio en Malesherbes. Y con más de cincuenta años tendrá su primer empleo, el primer sueldo de su vida, es ordenanza en una compañía de seguros marítimos. Duró, creo, quince años. Fue al hospital. No murió allí. Murió en su habitación.
Mi madre nunca habló de ese hijo. Nunca se quejó. Nunca habló del registrador de armarios a nadie. Esta maternidad fue como un delito. La mantenía oculta. Debía de considerarla ininteligible, incomunicable a cualquiera que no conociera a su hijo como ella lo conocía, ante Dios y solamente ante El. Decía de él trivialidades insignificantes, siempre las mismas. Que si hubiera querido habría sido el más inteligente de los tres. El más "artista". El más fino. Y también el que más había querido a su madre. El que, en definitiva, la había comprendido mejor. No sabía, decía, que podía esperarse eso de un hijo, tal intuición, una ternura tan profunda.
Volvimos a vernos una vez, me habló del hermano menor, muerto. Dijo: "Qué horror esa muerte, es abominable, nuestro hermano pequeño, nuestro pequeño Paulo".
Queda una imagen de nuestro parentesco: es una comida, en Sadec. Los tres comemos en la mesa del comedor. Ellos tienen diecisiete y dieciocho años. Mi madre no está con nosotros. El mira cómo mi hermano menor y yo comemos, y luego deja el tenedor, sólo mira a mi hermano menor. Le mira muy largamente y luego le dice de repente, muy calmadamente, algo terrible. La frase se refiere a la comida. Le dice que debe ir con cuidado, que no debe comer tanto. El hermano menor no contesta. El otro sigue. Le recuerda que los trozos grandes de carne son para él, que no debe olvidarlo. Si no, dice. Pregunto: ¿por qué para ti? Dice: porque es así. Digo: ojalá te mueras. No puedo seguir comiendo. El hermano menor tampoco. El espera a que el hermano menor se atreva a pronunciar palabra, una sola palabra, sus puños cerrados están prestos encima de la mesa para destrozarle la cara. El hermano menor no dice nada. Está muy pálido. Entre sus pestañas, el inicio del llanto.
Cuando muere es un día triste. De primavera, creo, de abril. Me telefonean. Nada, no me dicen nada más. Lo han encontrado muerto, en el suelo, en su habitación. La muerte llevaba ventaja sobre el final de su historia. En vida ya estaba acabado, era demasiado tarde para que muriera, era un hecho desde la muerte del hermano pequeño. Las palabras subyugantes: todo está consumado.
Ella pidió que los enterraran juntos. Ya no sé dónde, en qué cementerio, sé que en el Loira. Están los dos en la tumba, sólo los dos. Es justo. La imagen es de un esplendor intolerable.
El crepúsculo caía a la misma hora durante todo el año. Era muy corto, casi brutal. Durante la estación de las lluvias, durante semanas, el cielo no se veía, estaba cubierto por una niebla uniforme que ni siquiera la luz de la luna atravesaba. Durante las estaciones secas por el contrario el cielo estaba desnudo, despejado en su totalidad, crudo. Incluso las noches sin luna eran luminosas. Y las sombras se dibujaban por igual en los suelos, en las aguas, en los caminos, en los muros.
Recuerdo mal los días. La luminosidad solar empañaba los colores, aplastaba. De las noches me acuerdo. El azul estaba más lejos que el cielo, estaba detrás de todas las densidades, recubría el fondo del mundo. El cielo, para mí, era esa estela de pura brillantez que atraviesa el azul, esa fusión fría más allá de cualquier color. A veces, en Vinhlong, cuando mi madre estaba triste, hacía enganchar el tílburi e íbamos al campo a ver la noche de la estación seca. Tuve esa suerte, la de esas noches, la de esa madre. La luz caía del cielo en cataratas de pura transparencia, en trombas de silencio y de quietud. El aire era azul, se cogía con la mano. Azul. El cielo era esa palpitación continua de la brillantez de la luz. La noche lo iluminaba todo, todo el campo a cada orilla del río hasta donde alcanzaba la vista. Cada noche era particular, cada una podía denominarse según el tiempo de su duración. El sonido de las noches era el de los perros del campo. Aullaban al misterio. Se contestaban de pueblo a pueblo hasta la total consumación del espacio y del tiempo de la noche.
En las avenidas del patio las sombras de los manzanos caneleros son de tinta china. El jardín está totalmente petrificado en una inmovilidad de mármol. La casa igual, monumental, fúnebre. Y mi hermano menor que caminaba a mi lado y que ahora mira con insistencia hacia el pórtico abierto a la avenida desierta.
Un día no está delante del instituto. El chófer está solo en el coche negro. Me dice que el padre está enfermo, que su joven señor ha regresado a Sadec. Que él, el chófer, ha recibido órdenes de quedarse en Saigón para llevarme al instituto y acompañarme al pensionado. El joven señor regresó al cabo de unos días. De nuevo estaba en la parte trasera del coche negro, el rostro vuelto para no ver las miradas, siempre con el miedo. Nos besamos, sin pronunciar palabra, abrazados, ahí, hemos olvidado, delante del instituto, abrazados. En el beso lloraba. El padre seguiría viviendo. Su última esperanza se desvanecía. Se lo había pedido. Le había suplicado que le dejara retenerme con él contra su cuerpo, le había dicho que debía comprenderle, que también él debía haber vivido al menos una vez una pasión como ésa en el transcurso de su larga vida, que era imposible que hubiera sido de otro modo, le había rogado que le permitiera vivir, a su vez, una vez, una pasión semejante, esa locura, ese amor loco de la chiquilla blanca, le había pedido que le dejara el tiempo de seguir amándola antes de volver a mandarlo a Francia, de dejársela aún, aún un año quizá, porque no le era posible dejar ya ese amor, era demasiado nuevo, demasiado fuerte todavía, todavía demasiado en su violencia naciente, que todavía era demasiado terrible separarse de su cuerpo, y más teniendo en cuenta, el padre lo sabía perfectamente, que eso nunca más volvería a producirse.
El padre le había repetido que prefería verlo muerto.
Nos bañamos juntos con el agua fresca de las tinajas, nos besamos, lloramos y volvió a ser algo para morirse, pero esta vez, ya, de un inconsolable goce. Y después le dije. Le dije que no había que arrepentirse de nada, le recordé lo que había dicho, que me iría de todas partes, que no podía decidir mi conducta. Dijo que incluso eso le daba igual en lo sucesivo, que todo se había desbordado. Entonces le dije que yo era de la misma opinión que su padre. Que me negaba a seguir con él. No aduje razones.
Es una de las largas avenidas de Vinhlong que termina en el Mekong. Es una avenida siempre desierta por la noche. Esa noche, como casi cada noche, hay una avería eléctrica. Todo empieza ahí. En cuanto llego a la avenida, el portal cerrado a mis espaldas, sobreviene de inmediato la avería de la luz. Corro. Corro porque tengo miedo de la oscuridad. Corro cada vez más deprisa. Y de repente creo oír otra carrera detrás de mí. Y de repente tengo la seguridad de que alguien corre tras mis pasos, detrás de mí. Sin dejar de correr me vuelvo y miro. Es una mujer muy alta, muy flaca, flaca como la muerte y que ríe y que corre. Va descalza, corre detrás de mí para alcanzarme. La reconozco, es la loca del puesto, la loca de Vinhlong. La oigo por primera vez, habla por la noche, duerme de día, y a veces ahí, en esta avenida, delante del jardín. Corre gritando en una lengua que no conozco. El miedo es tal que no puedo gritar. Debo de tener ocho años. Oigo su risa aulladora y sus gritos de alegría, seguro que se divierte conmigo. El recuerdo es de un miedo central. Decir que ese miedo supera mi entendimiento, mi fuerza, es poco decir. Lo más aproximado es el recuerdo de la certeza de saber a ciencia cierta que si la mujer me toca, aunque ligeramente, con la mano, pasaré a mi vez a un estado mucho peor que el de la muerte, el estado de la locura. Llegué al jardín de los vecinos, la casa, subí las escaleras y me desplomé en la entrada. Después estoy muchos días sin poder contarnada de lo que me ha sucedido.
Tarde en mi vida sigo con el miedo de ver agravarse un estado de mi madre —sigo sin dar nombre a ese estado— que la pondría en situación de ser separada de sus hijos. Creo que me corresponderá a mí saber lo que ocurrirá llegado el día, no a mis hermanos, porque mis hermanos no sabrán calibrar ese estado.
Era unos meses antes de nuestra separación definitiva, era en Saigón, tarde por la noche, estábamos en la gran terraza de la casa de la Rue Testard. Estaba Dô. Miré a mi madre. La reconocí mal. Y luego, en una especie de desvanecimiento repentino, de caída, brutalmente dejé de reconocerla del todo. Hubo de pronto, allí, cerca de mí, una persona sentada en el lugar de mi madre, no era mi madre, tenía su aspecto, pero jamás había sido mi madre. Tenía un aire ligeramente alelado, miraba hacia el parque, determinado lugar del parque, acechaba al parecer la inminencia de un acontecimiento del que yo nada sospechaba. Había en ella juventud en los rasgos, en la mirada, una felicidad que reprimía debido a un pudor que por costumbre había hecho suyo. Era hermosa. Dô estaba a su lado. Dô parecía no haberse percatado de nada. El terror no provenía de lo que digo de ella, de sus rasgos, de su aspecto de felicidad, de su belleza, provenía de que estuviera sentada allí donde estaba sentada mi madre en el instante en que se produjo la sustitución, de que yo sabía que nadie más que ella estaba allí en su lugar, pero de que precisamente esta identidad que no podía ser reemplazada por ninguna otra había desaparecido y de que yo no disponía de medio alguno para hacer que ella volviera, que empezara a volver. Nada ya se proponía para habitar la imagen. Me volví loca en plena razón. El tiempo de gritar. Grité. Un grito débil, una llamada de auxilio para que se rompiera aquel espejo en el que permanecía mortalmente fija toda la escena. Mi madre se volvió.
Con esa mendiga de la avenida poblé toda la ciudad. Con todas las mendigas de las ciudades, de los arrozales, de las pistas que bordean el Siam, de las orillas del Mekong, poblé a la que me dio miedo. Vino de todas partes. Siempre llegó a Calcuta, de donde quiera que viniera. Siempre durmió a la sombra de los manzanos caneleros del patio de recreo. Mi madre siempre estuvo a su lado, para curarle el pie roído por los gusanos, cubierto de moscas.
A su lado, la niña de la historia. La lleva a lo largo de dos mil kilómetros. Ya no quiere saber nada de ella, la da, vamos, toma. Basta de niños. Ningún niño. Todos muertos o tirados, eso forma una masa al final de la vida. Esa que duerme bajo los manzanos caneleros aún no está muerta. Es la que vivirá durante más años. Morirá en el interior de la casa, vestida de encajes. Será llorada.
Está en los declives de los arrozales que bordean la pista, grita y ríe a voz en cuello. Tiene una risa dorada, capaz de despertar a los muertos, de despertar a cualquiera que preste oídos a la risa de los niños. Permanece delante del bungalow durante días y días, en el bungalow hay blancos, lo recuerda, dan de comer a los mendigos. Después, una vez, bien, se despierta al amanecer y empieza a caminar, un día se va, a saber por qué, tuerce hacia la montaña, atraviesa la selva y sigue los caminos que corren a lo largo de las crestas de la cordillera de Siam. A fuerza de ver, quizá de ver el cielo amarillo y verde del otro lado de la planicie, pasa. Empieza a descender hacia el mar, hasta el final. Desciende las pendientes de la selva con su largo paso seco. Atraviesa, atraviesa. Son las selvas pestilentes. Las regiones más cálidas. No hay viento salubre del mar. Hay el estrépito estancado de los mosquitos, los niños muertos, la lluvia diaria. Y luego ahí están los deltas. Son los deltas más grandes de la tierra. Son de limo negro. Están hacia Chittagong. Ha dejado las pistas, las selvas, las rutas del té, los soles rojos, ve ante sí las bocas de los deltas. Coge la dirección del torbellino del mundo, la siempre remota, envolvente, del Este. Un día está frente al mar. Grita, ríe con contenida y milagrosa risa de pájaro. Debido a la risa, en Chittagong encuentra un junco que la cruza, los pescadores acceden a llevarla, atraviesa acompañada el golfo de Bengala.
Empieza, enseguida se la empieza a ver cerca de los vertederos de basuras, en las afueras de Calcuta.
Y luego se pierde. Y luego se la vuelve a encontrar. Está detrás de la embajada de Francia de esta misma ciudad. Duerme en un parque, saciada de un alimento infinito.
Allí está, durante la noche. Después, al amanecer, en el Ganges. El humor alegre y burlón, siempre. Ya no se va. Aquí come, duerme, la noche es tranquila, se queda ahí en el parque de las adelfas.
Un día voy, paso por allí. Tengo diecisiete años. Es el barrio inglés, los parques de la embajada, sopla el monzón, los tenis están desiertos. A lo largo del Ganges, los leprosos se ríen. Hacemos escala en Calcuta. Una avería del paquebote de línea. Visitamos la ciudad, para pasar el tiempo. Volvemos a partir al día siguiente, por la noche.
Quince años y medio. El asunto se sabe rápidamente en el puesto de Sadec. Tan sólo esa vestimenta implica ya la deshonra. La madre no tiene sentido de nada, ni el de la manera de educar a una niña. La pobre. No crea, ese sombrero no es inocente, ni tampoco el carmín de labios, todo eso significa algo, no es inocente, tiene un significado, es para atraer las miradas, el dinero. Los hermanos, unos golfos. Dicen que es un chino, el hijo de un millonario, la quinta del Mekong, de azulejos azules. En lugar de sentirse honrado, ni siquiera él la quiere para su hijos. Familia de golfos blancos.
La llaman la Dama, procede de Savannakhet. Su marido, destinado a Vinhlong. No se la ha visto en Vinhlong durante un año. A causa de ese joven, administrador adjunto en Savannakhet. No pueden seguir amándose. Entonces él se pega un tiro y se mata. La historia llega hasta el nuevo puesto de Vinhlong. Una bala en el corazón, el día de su partida de Savannakhet con destino a Vinhlong. En la plaza del puesto, a pleno sol. La mujer le había dicho que debían terminar, por sus niñas y por su marido destinado a Vinhlong.
Eso sucede en el barrio de mala fama de Cholen, cada tarde. Cada tarde esa pequeña viciosa va a hacerse acariciar el cuerpo por su sucio chino millonario. Va también al instituto donde van las niñas blancas, las pequeñas deportistas blancas que aprenden crowl en la piscina del Club Deportivo. Un día les ordenarán que no dirijan la palabra a la hija de la directora de Sadec.