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Authors: Marguerite Duras

Tags: #Drama, Clasico

El Amante (6 page)

BOOK: El Amante
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A menudo hablo de mis hermanos como de un conjunto, como lo hacía ella, mi madre. Digo: mis hermanos, también ella, fuera de la familia, decía: mis hijos. Siempre hablaba de la fuerza de sus hijos de manera insultante. Para los de fuera de casa, no pormenorizaba, no decía que el hijo mayor era mucho más fuerte que el segundo, decía que era tan fuerte como sus hermanos, los labradores del Norte. Estaba orgullosa de la fuerza de sus hijos, como lo había estado de la de sus hermanos. Como su hijo mayor, despreciaba a los débiles. De mi amante de Cholen decía lo mismo que mi hermano mayor. No escribo las palabras que utilizaba. Eran palabras que había sacado de las carroñas que se encuentran en los desiertos. Digo: mis hermanos, porque era así cómo yo lo decía también. Después de llamarlos de otra manera, mi hermano pequeño creció y se convirtió en mártir.

En nuestra familia no sólo no se celebraba ninguna fiesta sino que tampoco había árbol de Navidad, ni ningún pañuelo bordado, ni ninguna flor, nunca. Pero tampoco ningún muerto, ninguna sepultura, ninguna memoria. Ella sola. El hermano mayor seguirá siendo un asesino. El hermano menor morirá por ese hermano. Pero yo me marché, me desarraigué. Hasta su muerte, el hermano mayor la tuvo para él solo.

En esa época, la de Cholen, la de la imagen, la del amante, mi madre tiene un ataque de locura. No sabe nada de lo que ocurrió en Cholen. Pero noto que me observa, que sospecha de cualquier cosa. Conoce a su hija, esa niña, alrededor de esa niña flota desde hace un tiempo un aire de extrañeza, una reserva, diríamos, reciente, que llama la atención, su habla es aún más lenta que de ordinario, y, tan curiosa por todo, está distraída, su mirada ha cambiado, se ha convertido en espectadora incluso de su madre, de la desdicha de su madre, diríase que asiste a su acontecer. El súbito espanto en la vida de mi madre. Su hija corre el peor peligro, el de no casarse nunca, de no establecerse nunca en la sociedad, de hallarse despojada ante ésta, perdida, solitaria. En sus crisis, mi madre se arroja encima de mí, me encierra en la habitación, me pega puñetazos, me abofetea, me desnuda, se me acerca, huele mi cuerpo, mi ropa, dice que encuentra el perfume del chino, llega más lejos, mira si encuentra manchas sospechosas en la ropa y aúlla, la ciudad entera podría oírla, que su hija es una prostituta, que va a echarla fuera de casa, que desea verla reventar y que nadie querrá saber nada más de ella, que está deshonrada, una perra vale más. Y llora preguntando qué puede hacer sino echarla fuera de casa para que no la infeste.

Detrás de las paredes de la habitación cerrada, el hermano.

El hermano contesta a la madre, le dice que tiene motivos para pegar a la niña, su voz es sigilosa, íntima, mimosa, le dice que es preciso saber la verdad, a no importa qué precio, es preciso saberla para evitar que esa chiquilla se pierda, para evitar que la madre se desespere. La madre golpea con todas sus fuerzas. El hermano pequeño grita a la madre que la deje en paz. Va al jardín, se esconde, tiene miedo de que me mate, tiene miedo, siempre tiene miedo de ese desconocido, nuestro hermano mayor. El miedo del hermano pequeño calma a mi madre. Llora por el desastre de su vida, su hija deshonrada. Lloro con ella. Miento. Juro por mi vida que nada ha ocurrido, nada, ni un beso. ¿Cómo?, digo, ¿cómo con un chino? ¿Cómo quieres que haga eso con un chino, tan feo, tan escuchimizado? Sé que el hermano mayor está clavado en la puerta, escucha, sabe lo que hace mi madre, sabe que la pequeña está desnuda, que la golpean, le gustaría que eso durara más y más, hasta el peligro. Mi madre no ignora ese designio de mi hermano mayor, oscuro, terrorífico.

Somos aún muy pequeños. Regularmente estallan batallas entre mis hermanos, sin pretexto aparente, salvo el clásico del hermano mayor, que dice al pequeño: fuera de aquí, molestas. Dicho esto, pega. Se golpean sin una palabra, se oye sólo sus respiraciones, sus quejidos, el sordo ruido de los golpes. Mi madre como en toda ocasión acompaña la escena con una ópera de gritos.

Están dotados de idéntica facultad para la cólera, para esas cóleras ciegas, asesinas, que no se han visto en nadie salvo en los hermanos, las hermanas, las madres. El hermano mayor sufre por no ejercer libremente el mal, por no regentar el mal, no sólo aquí sino en todas partes. El hermano menor por asistir impotente a este horror, a esta predisposición del hermano mayor.

Cuando se pegaban teníamos igual miedo por la muerte de uno que por la del otro; la madre decía que siempre se estaban pegando, que nunca habían jugado juntos, que nunca habían hablado juntos. Que lo único que tenían en común era ella, su madre, y, sobre todo, esta hermanita, sólo la sangre.

Creo que sólo de su hijo mayor mi madre decía: mi hijo. A veces lo llamaba de este modo. De los otros dos, decía: los pequeños.

De todo eso nada contábamos a los de fuera de casa, ante todo habíamos aprendido a callar lo esencial de nuestra vida, la miseria. Y después, también todo lo demás. Los primeros confidentes, la palabra parece excesiva, son nuestros amantes, nuestros conocidos fuera del puesto, en las calles de Saigón al principio y, luego, en los paquebotes de línea, los trenes, y luego en todas partes.

Mi madre, eso le da de repente, hacia última hora de la tarde, sobre todo durante las estaciones de sequía, hace lavar la casa de arriba abajo, para limpiar, dice, para sanear, para refrescar. La casa está construida en un terraplén que la aísla del jardín, de las serpientes, de los escorpiones, de las hormigas rojas, de las inundaciones del Mekong, de las que siguen a los grandes tornados del monzón. Esta elevación de la casa sobre el suelo permite lavarla con grandes cubos de agua, regarla por entero como un huerto. Todas las sillas están encima de la mesa, toda la casa chorrea, el piano del saloncito tiene las patas en el agua. El agua desciende por las escalinatas, invade el patio hacia las cocinas. Los criados jovencitos sesienten felices, estamos todos juntos, con ellos, se riega, y después el suelo se enjabona con jabón de Marsella. Todo el mundo va descalzo, la madre también. La madre ríe. La madre no tiene nada que decir en contra de nada.

La casa entera huele, despide el olor delicioso de la tierra mojada después de la tormenta, es un olor que enloquece de alegría, sobre todo cuando va unido a otro olor, al del jabón de Marsella, el de la pureza, el de la honestidad, el de la ropa blanca, el de la blancura, el de nuestra madre, de la inmensidad del candor de nuestra madre. El agua desciende hasta las avenidas. Vienen las familias de los criados, las visitas de los criados también, los niños blancos de las casas vecinas. La madre está feliz con ese desorden. A veces la madre puede ser muy feliz, el tiempo del olvido, el de lavar la casa puede resultar conveniente para la dicha de la madre. La madre va al salón, se sienta al piano, toca las melodías que sabe de memoria, que aprendió en la Normal. Canta. A veces toca, ríe. Se levanta y baila sin dejar de cantar. Y cada cual piensa, y ella, la madre, también, que se puede ser feliz en esta casa desfigurada que de repente se convierte en un estanque, un campo a orillas de un río, un vado, una playa.

Son los dos más pequeños, la hijita y el hermano menor, los primeros en acordarse. De repente, dejan de reír y se dirigen hacia el jardín donde cae la tarde.

Recuerdo, en el instante mismo en que escribo, que nuestro hermano mayor no se hallaba en Vinhlong cuando la casa se lavaba a fondo. Estaba en casa de nuestro tutor, un cura de pueblo, en el Lot-et-Garonne.

El, a veces, también reía, pero nunca tanto como nosotros. Me olvido de todo, me olvido de decir eso, que mi hermano menor y yo éramos niños reidores, reidores hasta perder el aliento, la vida.

Veo la guerra bajo los mismos colores que mi infancia. Confundo el tiempo de la guerra con el reinado de mi hermano mayor. Se debe sin duda al hecho de que fue durante la guerra cuando murió mi hermano pequeño: el corazón, como ya he dicho, cedió, abandonó. Al hermano mayor, en realidad, creo no haberle visto durante la guerra. Ya no me importaba saber si estaba vivo o muerto. Veo la guerra como él era, propagarse por todas partes, penetrar por todas partes, robar, encarcelar, estar por todas partes, unida a todo, mezclada, presente en el cuerpo, en el pensamiento, en la vigilia, en el sueño, siempre, presa de la pasión embriagadora de ocupar el territorio adorable del cuerpo del niño, el cuerpo de los menos fuertes, de los pueblos vencidos, porque el mal está ahí, a las puertas, contra la piel.

Volvemos al apartamento. Somos amantes. No podemos dejar de amarnos.

A veces no regreso al pensionado, duermo a su lado. No quiero dormir en sus brazos, en su calor, pero duermo en la misma habitación, en la misma cama. A veces falto al instituto. Por la noche vamos a cenar a la ciudad. Me ducha, me lava, me enjuaga, adora, me maquilla y me viste, me adora. Soy la preferida de su vida. Vive en el temor de que encuentre a otro hombre. Nunca temo algo parecido. También experimenta otro temor, no por el hecho de que sea blanca sino porque soy tan joven, tan joven que si nuestra historia se descubriera él podría ir a la cárcel. Me propone seguir mintiendo a mi madre y sobretodo a mi hermano mayor, no decir nada a nadie. Sigo mintiendo. Me río de su miedo. Le digo que somos demasiado pobres para que mi madre pueda entablar un proceso, que, por otra parte, todos los procesos que ha entablado los ha perdido, los entablados contra el catastro, contra los administradores, contra los directores, contra la ley, no sabe llevarlos a cabo, conservar la calma, esperar, seguir esperando, no puede, grita y arruina sus oportunidades. Con esto sucedería lo mismo, no vale la pena tener miedo.

Marie-Claude Carpenter. Era americana, era, creo recordar, de Boston. Los ojos eran muy claros, de un gris azulado. 1943. Marie-Claude Carpenter era rubia. Apenas marchita. Más bien hermosa, creo. Con una sonrisa ligeramente breve que se cerraba muy deprisa, desaparecía como un relámpago. Con una voz que de repente vuelvo a oír, baja, un poco discordante en los agudos. Tenía cuarenta y cinco años, ya la edad, la edad misma. Vivía en el sexto, cerca de Alma. El apartamento era el último y vasto piso de un edificio que daría al Sena. Se iba a cenar a su casa en invierno. O a almorzar en verano. Las comidas se encargaban a los mejores establecimientos especializados de París. Siempre decentes, casi, a penas, insuficientes. Siempre la vi en su casa, nunca fuera. Había, a veces, un mallarmeano. Había también, con frecuencia, dos o tres literatos, iban una vez y no se les volvía a ver. Nunca supe dónde los encontraba, o dónde los había conocido ni por qué los invitaba. Nunca he oído hablar de ninguno de ellos ni nunca he leído ni he oído hablar de sus obras. Las comidas duraban poco. Se hablaba mucho de la guerra, Stalingrado, al final del invierno del 42. Marie-Claude Carpenter escuchaba mucho, se informaba mucho, hablaba poco, a menudo se extrañaba de que se le escapasen tantos acontecimientos, reía. Muy deprisa al final de las comidas se excusaba por tener que marcharse tan rápidamente pero tenía que hacer, decía. Jamás decía qué. Cuando éramos muchos permanecíamos allí una o dos horas más después de su partida. Nos decía: quédense el tiempo que deseen. En su ausencia, nadie hablaba de ella. Por otra parte, creo que nadie hubiera sido capaz de hacerlo porque nadie la conocía. Nos marchábamos, regresábamos siempre con la sensación de haber atravesado una especie de pesadilla blanca, de regresar de haber pasado unas horas en casa de desconocidos, en presencia de invitados que estaban en el mismo caso, e igualmente desconocidos, de haber vivido un instante sin mañana alguno, sin motivación alguna ni humana ni de otra índole. Era como haber atravesado una tercera frontera, haber hecho un viaje en tren, haber esperado en las salas de espera de médicos, en hoteles, en aeropuertos. En verano se comía en una gran terraza que miraba al Sena y se tomaba el café en el jardín que ocupaba todo el tejado del edificio. Había una piscina. Nadie se bañaba. Contemplábamos París. Las avenidas vacías, el río, las calles. En las calles vacías, las catalpas en flor. Marie-Claude Carpenter. La observaba mucho, casi todo el tiempo, a ella le molestaba pero yo no podía evitarlo. La observaba para descubrir, descubrir quién era, Marie-Claude Carpenter. ¿Por qué estaba allí y no en otra parte, por qué era de un lugar tan lejano, de Boston, por qué era rica, por qué no se sabía absolutamente nada de ella, nadie, nada, por qué esas reuniones como forzadas, por qué, por qué en sus ojos, muy lejos dentro, al fondo de la mirada, esa partícula de muerte, por qué? Marie-Claude Carpenter. Por qué todos sus vestidos tenían un no sé qué que escapaba, que hacía que no fueran del todo suyos, que igual hubieran podido cubrir otro cuerpo. Vestidos neutros, estrictos, muy claros, blancos como el verano en mitad del invierno.

Betty Fernández. El recuerdo de los hombres nunca surge con esa deslumbrante luminosidad que acompaña al de las mujeres. Betty Fernández. Extranjera también. En cuanto se pronuncia el nombre, aquí está, camina por una calle de París, es miope, ve muy poco. Frunce los ojos para acabar de reconocer, saluda con una mano liviana. Buenos días, ¿todo bien? Ahora muerta desde hace mucho tiempo. Desde hace treinta años quizá. Recuerdo su gracia, ahora es demasiado tarde para olvidarla, nada alcanza aún la perfección, nada alcanzará la perfección, ni las circunstancias, ni la época, ni el frío, ni el hambre, ni la derrota alemana, ni la evidencia del Crimen. Ella siempre cruza la calle por encima de la Historia de esas cosas, por terribles que sean. Aquí los ojos también son claros. El vestido rosa es viejo, y polvorienta la capelina negra al sol de la calle. Es delgada, alta, perfilada en tinta china, un grabado. La gente se detiene y contempla maravillada la elegancia de esta extranjera que pasa sin ver. Majestuosa. De entrada nunca se sabe de dónde procede y luego uno se dice que sólo puede proceder de otra parte, de allá. Es hermosa, hermosa de esta incidencia. Va vestida con viejos pingos de Europa, con restos de brocados, con viejos trajes pasados de moda, con viejas cortinas, con viejas ruinas, con viejos retales, con viejos andrajos de alta costura, con viejos zorros apolillados, con viejas nutrias, su belleza es así, desgarrada, trémula, sollozante, y de exilio, nada le sienta bien, todo es demasiado grande para ella, y es hermoso, flota, demasiado delgada, no casa con nada, y sin embargo es hermoso. Está hecha así, su cabeza y su cuerpo, cualquier cosa que la toca participa en el acto, indefectiblemente, de esta hermosura.

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