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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (35 page)

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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—Las reglas —dijo Rafael antes de atrapar su mirada.

Elena se apretó más contra él y siguió frotándose contra su durísima erección. Aquel día necesitaba el placer que Rafael podía proporcionarle. Y si había una pizca de crueldad sensual mezclada con el placer, la aceptaría.

—¿Sí?

El arcángel frenó sus movimientos con aquellas poderosas manos suyas.

—Hasta que esto acabe, seré tu único amante.

Los músculos de Elena se tensaron al percibir la rotunda posesividad de aquella afirmación.

—¿Hasta que acabe... el qué?

—El hambre.

El problema era que ella pensaba que aquella furia jamás acabaría, que se iría a la tumba deseando al Arcángel de Nueva York.

—Solo si tú aceptas una condición mía.

A él no le gustó aquello. La piel que cubría los huesos de su cara se puso tensa.

—Dime cuál.

—Nada de vampiras, humanas o ángeles para ti tampoco. —Le clavó las uñas en los hombros—. No pienso compartirte. —Tal vez fuera un juguete, pero era un juguete con garras.

La expresión masculina se relajó, y los ojos azul cobalto mostraron un inconfundible brillo de satisfacción.

—Trato hecho.

Elena había supuesto que tendría que discutir con él.

—Hablo en serio. Nada de amantes. Cortaré las manos de las que te tocaron y enterraré sus cuerpos donde nadie los encuentre jamás.

A Rafael pareció hacerle gracia aquella horripilante amenaza.

—¿Y a mí? ¿Qué me harías a mí? ¿Volverías a dispararme?

—No me siento culpable por eso. —Lo dijo, pero no era cierto. Se sentía un poquitín culpable—. ¿Te duele?

Él se echó a reír, y el placer que apareció en su cara fue como una caricia.

—Ay, Elena, eres toda una contradicción. No, no me duele. Ya estoy curado.

Quería mostrarse fuerte, pero aquella sonrisa suya le hacía cosas, la derretía por dentro.

—Bueno, ¿qué es lo que le pone cachondo a un arcángel?

—Una cazadora desnuda no está mal para empezar. —La aplastó con más fuerza contra su polla y la mantuvo inmóvil cuando Elena empezó a mecerse—. Las alas —le dijo antes de besarle el cuello. Había encontrado el punto más sensible, justo por encima de la clavícula.

—¿Las alas? —Mordisqueó los tendones de su cuello y sintió una oleada de languidez que subía por su cuerpo. Creía que deseaba un polvo rápido y salvaje que la volviera lo bastante loca para acabar con la sobrecarga de adrenalina, pero ahora que se encontraba entre sus brazos, le parecía mucho mejor un lento descenso hacia el olvido sensual.

Al ver que él no respondía, decidió averiguarlo por ella misma. Estiró un brazo y pasó la mano con firmeza sobre el borde superior de su ala derecha. Rafael se tensó contra ella; era una tensión expectante, del tipo de tensión que le decía que había hecho algo muy bueno o algo muy malo. Puesto que todavía palpitaba con fuerza bajo ella, Elena decidió que había sido algo bueno y repitió el movimiento. Esta vez, el arcángel se estremeció.

—¿Son sensibles a nivel sexual? —Entornó los párpados e introdujo una mano en su cabello antes de tirar de su cuello para acercarlo—. La Reina de las Zorras frotó sus alas contra las tuyas.

Rafael permitió que lo sujetara, aunque ambos sabían muy bien que habría podido liberarse en un segundo.

—Solo en ciertas situaciones. —Uno de aquellos largos dedos comenzó a trazar círculos en torno a sus pezones.

Ella lo apartó de un manotazo.

—No me lo trago.

Rafael deslizó el dedo hasta la parte anterior del codo, haciendo que se estremeciera.

—¿Este punto es sensible en condiciones normales?

—Pufff... —Le soltó el pelo y dejó que la besara como era debido.

Cuando se detuvieron para coger aire, Rafael dijo:

—Son sensibles, sí. Pero sensibles a nivel sexual tan solo en un contexto sexual... Algo que contigo parece ser siempre.

—Supongo que en un millar de años pueden aprenderse muchas cosas —dijo Elena contra sus labios. Unos labios perfectos. Labios que podría mordisquear durante horas—. Te excitas con cualquier cosa.

—Con una guerrera, quizá.

Elena estaba demasiado ocupada besándolo para responder de inmediato. Su cuerpo estaba concentrado en el de él, y tenía la piel tan sensible que parecía a punto de estallar.

—¿En la bañera?

Él hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Quiero verte en mi cama.

—Otra cazadora caída —murmuró ella—. ¿Dónde está el jabón?

Rafael extendió un brazo por encima del borde de la bañera y cogió una pastilla de jabón casi transparente. Después se enjabonó las manos y empezó a pasárselas a Elena por los hombros. Un aroma fresco que se parecía al del arcángel (agua, viento, bosque) empezó a envolverla.

—¿Han caído muchas? —quiso saber Rafael, que bajó las manos para enjabonar la parte expuesta de sus pechos.

Eso hizo que la entrepierna de Elena se tensara un poco más.

—Los vampiros son muy atractivos —bromeó—. Los ángeles, por lo general, son demasiado engreídos como para dignarse prestar atención a los humanos. Supuse que tú también eras demasiado altivo para disfrutar con las simples mortales.

Él la miró a través de unas pestañas oscurecidas por la humedad mientras sus manos descendían por debajo del nivel del agua para hacerle cosas que probablemente eran ilegales.

—En ese caso, esta noche te enseñaré algo.

Elena se movió sobre sus dedos, incitándolo a seguir.

—Sí, por favor.

El arcángel le pasó el jabón con una mano, pero mantuvo la otra donde estaba, acariciándola con una paciencia que la mayoría de los hombres no habrían tenido ni aunque hubieran vivido mil años.

—Vamos, cazadora, es tu turno de enseñarme algo.

—Lección número uno... —Una frase entrecortada—: siempre hay que darle a la cazadora lo que desea. —Lo miró a los ojos mientras él la llevaba cada vez más alto; luego se enjabonó las manos y comenzó a explorar el cuerpo de él. Músculos, tendones y fuerza. Era un ser delicioso en todos los sentidos—. ¡Aaah...! —Soltó el jabón y se aferró a sus hombros con manos resbaladizas cuando él le pellizcó el clítoris y amenazó con llevarla hasta el orgasmo—. Para... —susurró ella, y Rafael obedeció... solo para deslizar dos dedos dentro de ella.

—Déjate llevar —le dijo al tiempo que besaba la esbelta línea de su cuello—. Vamos, déjate llevar.

¿Que se dejara llevar? ¿Durante el sexo? No lo había hecho nunca, no desde la primera vez. En su inocencia, aquella vez se había aferrado con tanta fuerza a su amante que le había roto la clavícula. Sin embargo, Rafael no era humano: él no se rompería, no la llamaría «monstruo». Y en aquel instante, una descarga de placer tomó la decisión por ella. El arcángel se apoderó de su boca en un beso salvaje, en un duelo de labios y lenguas, mientras la penetraba con los dedos con embestidas rápidas y fuertes. Elena se corrió con un exquisito estallido y su cuerpo se contrajo hasta un punto rayano en el dolor.

Poco después se dio cuenta de que Rafael había terminado de enjabonarla. Cuando le dijo que se inclinara hacia atrás porque iba a lavarle el cabello, Elena lo hizo con una sonrisa maravillada. Podría acostumbrarse a aquello, se dijo, pero se negaba a pensar en el futuro. Porque lo cierto era que su vida no se parecía en nada a la de un humano normal y corriente. Para empezar, la vida de los cazadores corría un peligro constante. Y, además, ella estaba rastreando a un arcángel desquiciado.

—Levántate.

Elena se puso en pie. Rafael hizo lo mismo. Una chispa de asombro apareció en los ojos de él.

—¿Cuánto tiempo durará este estado de sumisión?

—Espera y verás. —Dejó que la condujera hasta la ducha, donde él le quitó los últimos restos de jabón antes de coger una enorme toalla de color azul celeste. Elena se la arrancó de las manos y se secó, ansiosa por ver cómo él hacía lo mismo con movimientos eficientes que le decían que el arcángel no tenía ni la menor idea del efecto que provocaba en ella. Y aquello la intrigaba.

Estaba claro que Rafael sabía muy bien lo hermoso que era, lo mucho que afectaba a las mortales. Pero al verlo así, Elena se dio cuenta de que bajo toda su arrogancia no había ni pizca de vanidad... y, bien pensado, tenía sentido. Libre de todas las capas de civilización, él era, en el fondo, un guerrero, y su apariencia no era sino otra herramienta de su arsenal.

Sin previo aviso, el arcángel sacudió las alas y la salpicó con un millón de gotitas.

—¡Oye! —exclamó, aunque ya se había enrollado la toalla alrededor del cuerpo y había cogido otra para secarle las alas.

Rafael la observó mientras se acercaba a él.

—Se secarán sin ayuda.

—Pero no será tan divertido, ¿o sí? —Elena echó un vistazo a su erección y pasó el suave tejido de la toalla sobre sus alas con muchísimo cuidado.

—Date prisa, Elena. —La electricidad de color cobalto había regresado a sus ojos—. Ya estoy listo para embestirte hasta hacerte olvidar todo lo demás.

Ay...

Elena arrojó la toalla al suelo, lo obligó a agachar la cabeza y lo besó con frenesí. A Rafael le gustó, si su reacción podía tomarse como una muestra. Tras deshacerse de la toalla que la envolvía, la alzó para que lo rodeara con las piernas. Rompió el beso y comenzó a caminar para salir del baño.

—Mi turno, cazadora.

32

R
afael la dejó caer con suavidad sobre la cama.

—Qué agradable... —Elena suspiró al sentir las maravillosas sábanas contra la piel. Tenía los ojos clavados en los del arcángel. Su mirada era tan varonil, tan posesiva, que se preguntó por un breve instante si no habría cometido un error. ¿Y si él planeaba quedarse con ella?—. ¿Alguna vez has tenido una esclava? —inquirió.

Él sonrió, pero la diversión del gesto estaba atemperada por la necesidad sexual.

—Muchas. —Le sujetó los tobillos y le separó las piernas—. Todas ansiosas por servirme... de todas las maneras posibles.

Elena trató de soltarse sacudiendo las piernas, pero él tiró de ella para acercarla. Tenía una expresión hambrienta de sexo.

—Algunas de ellas habían pasado años aprendiendo a llevar a un hombre al éxtasis. Los vampiros tienen centenares de años para practicar.

—Cabrón... —Un insulto, pero tenía un nudo de anticipación en el estómago, y sentía los pechos ardiendo.

—No obstante —Rafael la alzó un poco para hundirse en ella con una poderosa embestida—, ninguna de ellas me prohibió tener otras amantes.

Elena arqueó la espalda en un intento por asimilar el impacto de la penetración. Se sentía llena por completo, cerca del éxtasis. Cuando por fin pudo respirar, abrió los ojos y lo encontró en la misma posición, como si él también luchara por contenerse.

—Me parece que tú no eres de los que comparte. —Su voz sonó ronca.

—No. Si una de ellas se iba con otro hombre... —empezó a retirarse con lenta y cuidadosa deliberación—... había docenas dispuestas a ocupar su lugar. Me daba igual.

Elena estaba a punto de perder la cabeza; todo su ser estaba concentrado en el punto donde sus cuerpos se unían. Y el poco razonamiento que le quedaba se colapsó bajo la fuerza seductora y embriagadora de sus palabras.

—Si tú te entregas a otro amante, Elena —volvió a hundirse en ella, haciéndola jadear—, lo que le haré a ese hombre será una pesadilla que quedará grabada en los anales de la humanidad. —Y después de aquello, se acabaron las palabras. Solo hubo movimientos: el deslizamiento suave de cuerpo contra cuerpo, las embestidas y retiradas de él y de ella, y la erótica y sensual explosión del éxtasis.

Lo último que Elena recordaba haber pensado era que había subestimado la potencia de la pasión combinada de ambos.

Se despertó al notar que estaba durmiendo sobre algo suave, cálido y sedoso. Extendió los dedos y descubrió que acariciaba algo...

—¡Ay! —Se incorporó de golpe, horrorizada. Un enorme brazo volvió a tumbarla.

—Tus alas... —susurró mientras deslizaba la mano por el esplendor de una de ellas.

—Son fuertes. —Un comentario de él lánguido, lleno de... algo.

Estaba a punto de darse la vuelta para mirarlo cuando vio cómo estaba su propio cuerpo.

—¡Oh, no, no puedes haberme hecho esto! —Brillaba de la cabeza a los pies. El polvo de ángel llenaba cada uno de sus poros, sus pestañas, su boca. Y era la «mezcla especial».

Rafael le acarició la cadera con la mano antes de pasar a la curva de su cintura y subir hasta su pecho.

—No fue... no fue a propósito.

¿Era vergüenza lo que detectaba en su voz? Elena frunció el ceño y lamió parte de las motitas brillantes que tenía en los labios. El polvo le provocó una cálida sensación de hormigueo por todo el cuerpo... como si ardiera de dentro afuera.

—¿No te parece que esto es como... empezar antes de tiempo?

Él le dio un apretón con el brazo con el que había rodeado su cintura.

—¿Alguna queja?

Elena esbozó una sonrisa al darse cuenta de que no se había equivocado: el arcángel había perdido el control.

—Claro que no. —Se retorció entre sus brazos para poder mirarlo a la cara. Su sonrisa se desvaneció—. Pareces... diferente. —No era nada que pudiera explicar, nada que pudiera tocar. Pero...

La expresión de Rafael se volvió sombría.

—Me has hecho un poco más humano.

Destellos de recuerdos. Rafael sangrando a causa de un disparo.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. —Su beso estaba lleno de pasión, y se había metido dentro de ella antes incluso de que Elena se diera cuenta. Fue un polvo rápido, furioso y absolutamente magnífico.

Mucho, mucho tiempo después, cuando se enfrentaron a la promesa del nuevo día, Elena intentó librarse del polvo de ángel en la ducha, pero solo tuvo un éxito parcial. Su piel seguía brillante, aunque ya no se notaba tanto. Y, por suerte, aquella cosa no brillaba en la oscuridad.

—Si alguien probara esto... —le dijo a Rafael mientras él observaba cómo se vestía desde su lugar frente a la chimenea—... ¿querría meterse en mi cama?

—Sí. —Sus ojos brillaban—. Así que no dejes que nadie lo pruebe.

Elena se quedó quieta al percibir la amenaza implícita en aquella orden.

—No quiero que mates a nadie por mi culpa, Rafael.

—Hiciste tu elección.

Acostarse con un arcángel.

—Creo que el colocón sexual comienza a desaparecer —murmuró mientras se ponía unos pantalones limpios de color caqui y una camiseta negra. También se puso un suéter negro. Era la primera hora de la mañana, y fuera todavía estaba oscuro. La temperatura había bajado mucho con la lluvia—. Lo digo en serio, Rafael, si vas por ahí matando a gente inocente, te daré caza. —No se molestó en ocultarle sus armas (ni siquiera la pistola especial) cuando las sacó de la bolsa de viaje y empezó a esconderlas en su cuerpo.

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