El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (34 page)

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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—No permito que nadie rompa mis juguetes.

Aquello debería haberla cabreado, pero le provocó una sonrisa.

—Vaya, haces que me derrita por dentro.

—¿Con quién hablabas?

—¿Un ataque de posesividad?

Rafael le cubrió la mejilla con la mano mojada en un gesto intransigente.

—Tampoco comparto mis juguetes con nadie.

—Cuidado... —murmuró ella al tiempo que se retorcía en el asiento para poder poner el pie sobre la tierra empapada—. Podría decidir enfadarme. Tengo una pregunta que hacerte.

Silencio.

—¿Las chicas eran vírgenes?

—¿Cómo lo has sabido?

—La maldad es predecible. —Una mentira. Porque a veces la maldad era un ladrón traicionero que lograba escabullirse y robarte lo que más querías para dejar solo los ecos contra una pared vacía.

Una sombra delgada que se balanceaba casi con delicadeza. Como si estuviera en un columpio.

Rafael le frotó el labio inferior con el pulgar.

—Veo pesadillas en tus ojos una vez más.

—Pues yo en los tuyos solo veo sexo.

El arcángel se enderezó, tiró de ella para sacarla del coche y la dejó atrapada con la espalda contra el hueco de la puerta. Tras él, sus alas se extendieron, brillantes a causa de las gotas de lluvia. Su boca tenía un rictus sensual; había un matiz salvaje en su manera de sonreír.

Elena se inclinó hacia delante, le rodeó el cuello con los brazos y se permitió deleitarse con la fuerza que emanaba de su cuerpo. Aquel día iba a romper todas las reglas. Nada de acostarse con un vampiro; iba a subir directamente a lo más alto y a mandarlo todo al infierno.

—Bueno, ¿cómo se lo montan los arcángeles?

Una ráfaga de viento los azotó y se llevó sus palabras. Pero Rafael las había oído. El arcángel se inclinó hacia delante para acariciarle la boca con los labios.

—Todavía no he accedido.

Ella parpadeó, sorprendida. Y frunció el ceño al ver que él se apartaba.

—¿Qué, ahora piensas hacerte el estrecho?

Rafael se dio la vuelta.

—Vamos, Elena. Te necesito sana.

Tras maldecirlo entre dientes, ella cerró la puerta del coche (el interior ya estaba empapado) y caminó hacia la casa. Rafael era una presencia serena a su lado... pero no tranquila. No, poseía la calma de un jaguar. Era un peligro letal contenido temporalmente. Elena aún fruncía el ceño cuando llegaron a la puerta.

El mayordomo la mantenía abierta.

—He preparado el baño, señor. —Al mirarla, mostró una pizca de curiosidad—. Señora.

Rafael despidió a «Ambrosio» con una simple mirada y el mayordomo desapareció tras la puerta de madera.

—El baño está en la planta de arriba.

Elena empezó a subir la escalera casi a trompicones. Desde que se habían conocido, Rafael no había dejado de excitarla hasta ponerla al rojo vivo, pero en aquel momento, aquel día, cuando necesitaba de verdad el alivio, jugaba con ella. Justo lo que se hacía con los juguetes, se dijo. Muy bien, si quería que las cosas fueran así, se concentraría en el trabajo.

—¿Has podido confirmar si practicó sexo con las mujeres?

—Sí, pero solo en el chalet. Las víctimas del almacén estaban intactas en ese sentido... y eso es lo que nos hace creer que las demás también eran vírgenes antes de que las secuestrara. —Estaba a su espalda, siguiéndola lo bastante cerca para susurrarle al oído mientras subían—. Al final del pasillo, tercera puerta a la izquierda.

—Muchas gracias —dijo ella con sarcasmo al darse cuenta de que a la derecha solo había una barandilla y el vacío... como si el núcleo de la casa fuera un enorme espacio hueco.

—¿Eso tiene algún significado? Me refiero al contacto sexual.

—Podría ser. Pero los cuerpos no presentaban más marcas que las heridas mortales, así que tal vez esa parte fuera de mutuo acuerdo.

Los arcángeles eran seres carismáticos, atractivos e increíblemente persuasivos. Puede que Uram se hubiera convertido en un monstruo, pero lo más seguro era que su aspecto fuera tan atractivo como el del Arcángel de Nueva York. No, se dijo Elena de inmediato, Rafael era único en su especie.

—O tal vez ocurriera después de muertas —añadió él.

Estaba demasiado cansada para sentir repugnancia.

—Es posible. —Llegó a la tercera puerta y apoyó la mano sobre el picaporte—. Es posible que durante un tiempo haya utilizado el sexo para superar su necesidad de alimentarse, pero a partir de ahora solo se quedará satisfecho con la sangre. —Sus dedos se tensaron—. Van a morir más mujeres porque yo he perdido el rastro de su esencia.

—Pero menos de las que morirían si no hubieras nacido —señaló él con tono práctico—. He vivido muchos siglos, Elena. Dos o tres centenares de muertes es un bajo precio a pagar para detener a uno de los nacidos a la sangre.

¡¿Dos o tres centenares de muertes?!

—No pienso dejar que la cosa llegue tan lejos. —Abrió la puerta... y se adentró en una fantasía. Se quedó sin aliento en cuanto entró en la estancia.

Las llamas ardían en la chimenea que había a su izquierda, y su resplandor dorado quedaba acotado por bloques de piedra negra con brillantes vetas plateadas. Frente a la chimenea había una gigantesca alfombra blanca, tan mullida que Elena deseó rodar sobre ella... desnuda. Era pura decadencia.

En el lado opuesto de la habitación había una puerta que parecía dar a un cuarto de baño. Logró atisbar varios accesorios de porcelana y una encimera fabricada con el mismo tipo de mármol que la chimenea. Sabía que dentro la aguardaba un baño caliente, un baño que sus huesos helados necesitaban con desesperación. Sin embargo, se quedó donde estaba.

Porque entre la chimenea y el tentador baño había una cama. Una cama mucho mayor que cualquiera que hubiera visto en su vida. Una cama que podría albergar a diez personas sin que se tocaran entre sí. Estaba situada a cierta altura del suelo, pero no tenía cabecero ni pie. No era más que una suave extensión de colchón cubierta por lujosas sábanas de color azul medianoche que prometían rozar su piel con exóticas y deliciosas caricias. Las almohadas estaban dispuestas en el extremo opuesto al de la puerta, pero podrían haber estado sin problemas en aquel lado.

—¿Por qué...? —Tosió para aclararse la garganta—. ¿Por qué tan grande?

Él le puso las manos en las caderas y la empujó hacia delante.

—Por las alas, Elena. —Extendió las alas al máximo con un golpe seco y luego cerró la puerta que había tras ellos.

Estaba a solas con el Arcángel de Nueva York. Frente a una cama creada para acomodar sus alas.

31

S
u cuerpo eligió aquel momento para empezar a temblar.

La carcajada de Rafael sonó ronca, varonil, de una forma que demostraba que era consciente de que la había atrapado.

—El baño primero, creo.

—Creí que pensabas hacerte el estrecho.

Él le acarició el cuello con un dedo e hizo que se estremeciera de nuevo, aunque aquella vez por una razón muy diferente.

—Solo quiero dejar claras las reglas antes de hacer esto.

Elena obligó a sus pies a avanzar hacia el baño.

—Conozco las reglas. No debo esperar nada más que un revolcón entre las sábanas, nada de miraditas embobadas y bla, bla, bla... —Las palabras eran insolentes, pero había sentido un vuelco en el corazón. No, se dijo, horrorizada. Elena P. Deveraux nunca sería tan estúpida como para entregarle su corazón a un arcángel—. ¿Vas a hablarme de es...? ¡Joder! —Había entrado en el baño—. ¡Es más grande que el dormitorio!

No tanto, pero casi. La «bañera» tenía casi el tamaño de una piscina pequeña, y el vapor que salía de ella era una sensual tentación. Había una ducha a su derecha, pero no tenía mamparas de cristal; lo único que delimitaba su área era una extensa zona de baldosas con motas doradas. Una bombilla se apagó por encima de su cabeza.

—Alas... —susurró—. Todo está hecho para acomodar esas hermosas alas.

—Me alegro de que te gusten.

El ruido de algo húmedo que caía sobre las baldosas blancas del suelo hizo que Elena mirara hacia atrás.

La camisa de Rafael estaba en el suelo, y al ver su torso estuvo a punto de babear. Basta, se dijo a sí misma. Sin embargo, resultaba difícil no quedarse embobada al mirar el cuerpo más hermoso que hubiera visto jamás.

—¿Qué estás haciendo? —Su voz se había puesto ronca de repente.

Él enarcó una ceja.

—Voy a darme un baño.

—¿Qué pasa con las reglas? —De algún modo, sus dedos encontraron por iniciativa propia la parte inferior de su camiseta y se prepararon para sacársela por la cabeza.

Rafael se quitó las botas con los pies sin dejar de observar cómo ella retiraba la camiseta para dejar al descubierto el discreto sujetador deportivo que llevaba debajo.

—Podemos discutirlas en la bañera. —Su voz contenía la promesa de sexo, y cuando Elena miró hacia abajo, descubrió por qué. La lluvia había convertido el sujetador negro en una segunda piel, y el tejido marcaba sus pezones a la perfección.

—Por mí, vale. —Incapaz de mirarlo y pensar al mismo tiempo, le dio la espalda y se deshizo de las botas y los calcetines antes de quitarse el sujetador. Ya tenía los dedos en la cinturilla de los pantalones cuando sintió el calor de otro cuerpo tras ella. Un segundo después, Rafael le quitó la goma del pelo. Por increíble que pareciera, fue cuidadoso, así que no le hizo daño. Los mechones húmedos cayeron sobre su espalda unos instantes después.

Labios sobre su cuello. Cálidos. Pecaminosos.

Elena se estremeció de nuevo y notó que se le ponía la piel de gallina.

—No hagas trampas.

Unas manos grandes y cálidas ascendieron por su torso hasta sus pechos. Dio un respingo ante aquel movimiento tan descarado y soltó un gemido.

—Ya vale. Tengo frío.

Aunque lo cierto era que Rafael estaba haciendo un buen trabajo para calentarla...

Más besos en el cuello.

Elena colocó las manos sobre las de él e inclinó la cabeza hacia un lado para proporcionarle un mejor acceso. Rafael trazó un sendero descendente con la lengua para capturar una gota de agua que se había deslizado desde su cabello. Siguió hacia la nuca y por encima del hombro antes de apartarse. Cuando se incorporó, enganchó los pulgares en la cintura de su pantalón.

—De eso nada —dijo ella al tiempo que se apartaba—. Las reglas primero.

—Sí, las reglas son muy importantes.

Esperó a que se colocara frente a ella. Pero no lo hizo. Elena esbozó una sonrisa. Y pensó que, puesto que había decidido vivir peligrosamente, podía llegar hasta el final. Se quitó los pantalones y las braguitas a un tiempo antes de apartarlos de una patada. Después echó un vistazo por encima del hombro.

Los ojos del arcángel estaban llenos de relámpagos azul cobalto. Estaban vivos. Vivos de una forma que proclamaba su inmortalidad. Elena se quedó sin aliento, pero sabía que si quería enredarse con aquella criatura en particular, tendría que ser firme. Le dirigió una sonrisa pícara y subió los escalones que había a un lado de la bañera antes de meterse en el agua.

—Ooohhh... —Calor líquido. El paraíso. Se hundió bajo el agua y emergió con la cabeza hacia atrás para apartarse el cabello de la cara.

Rafael seguía donde lo había dejado, observándola con aquellos ojos imposibles. Sin embargo, esta vez Elena no se quedó fascinada. No cuando tenía su maravilloso cuerpo desnudo para deleitarse. El arcángel tenía una constitución de ensueño, un pecho esculpido con los músculos de un hombre que era capaz de soportar el peso de su propio cuerpo (y más) en pleno vuelo.

La mirada de Elena acarició las líneas de su torso, de su abdomen y bajó aún más. En aquel instante respiró hondo y se obligó a volver la vista hacia arriba.

—Ven aquí.

Rafael alzó una ceja, pero luego, para el más absoluto asombro de Elena, obedeció su orden. Cuando se metió en la bañera, ella no pudo evitar comerse sus muslos con los ojos... ¿Cómo sería tener toda esa fuerza a su alrededor mientras él se hundía en su interior? Se le encogió el estómago. Jamás había deseado tanto a un hombre, jamás había sido tan consciente de su propia femineidad. Rafael podría partirla en dos como si de una ramita se tratara. Y para una mujer que había nacido cazadora, aquello no era una amenaza... sino la más oscura de las tentaciones.

Apretó la mano en un puño bajo el agua al recordar cómo la había obligado a cortarse. No lo había olvidado, no albergaba fantasías románticas de que aquel ser fuera a cambiar, de que llegara a ser más humano. No, Rafael era el Arcángel de Nueva York, y ella estaba preparada para aceptarlo en su cama tal como era. El agua le golpeó los pechos cuando él se situó en el lado opuesto, con las alas plegadas a la espalda y el cabello medio rizado a causa del vapor.

—¿Por qué tanta espera? —le preguntó después de haber comprobado la enorme evidencia de su excitación.

—Cuando uno ha vivido tanto tiempo como yo... —empezó a decir. Tenía los ojos entrecerrados, pero clavados en ella—, se aprende a apreciar las sensaciones nuevas. Son muy escasas en la vida de un inmortal.

Elena descubrió que se había acercado a él. Rafael le rodeó la cintura con un brazo y tiró de ella hasta que estuvo sentada a horcajadas sobre sus caderas, al borde del agua, con las piernas alrededor de su cintura.

La apretó con fuerza contra su cuerpo.

Tras respirar hondo, ella dijo:

—El sexo no es algo nuevo para ti. —Empezó a mover la parte más caliente de su cuerpo contra la exquisita erección del ángel. Ni siquiera sabía cómo describir lo que sentía. Cómo lo sentía a él.

—No. Pero tú sí.

—¿Nunca has estado con una cazadora? —Sonrió antes de morderle el labio inferior.

Pero él no le devolvió la sonrisa.

—Nunca he estado con Elena. —Las palabras fueron pronunciadas con voz ronca. La miraba con tanta intensidad que Elena se sintió como un objeto de su propiedad.

Le rodeó el cuello con los brazos y se echó hacia atrás para poder mirarlo a la cara.

—Y yo nunca he estado con Rafael.

En aquel momento, algo cambió en el aire, en su alma.

Después, Rafael extendió las manos sobre la parte baja de su espalda y la sensación desapareció. No había sido nada, se dijo Elena, nada salvo el producto de una imaginación hiperactiva. Estaba agotada, frustrada... Deseaba demasiado a aquel inmortal que no intentaba ocultar el hecho de que, la deseara o no, todavía no había decidido si la mataría.

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