El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (32 page)

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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—¿Has encontrado señales de Uram?

—Sí. ¿Puedes sacar a Dmitri de aquí?

Una pausa.

—Ya se marcha.

—Gracias. —Finalizó la llamada. Si hubiera aguantado más, aquella voz se habría colado en su alma y se habría instalado allí. Puesto que no pensaba permitirlo, Elena alejó aquellos pensamientos, se concentró y comenzó a buscar de nuevo.

La esencia de Dmitri se disipaba a toda velocidad. A menos que pudiera correr muy rápido, estaba claro que tenía un vehículo. A ella le daba lo mismo. Lo único que le importaba era que había perdido el rastro... No, allí estaba. Giró a la izquierda y empezó a correr.

Había dejado atrás cinco bloques de edificios cuando algo le hizo levantar la vista. El cielo, que poco antes había estado despejado, comenzaba a ponerse gris y estaba lleno de nubes. No obstante, vio un relampagueo azul, una imagen que desapareció en un instante. Illium. ¿Estaba haciendo de guardaespaldas? Elena se desentendió del asunto y llegó a un punto muerto en una zona que parecía residencial en su mayor parte, aunque pudo ver una tienda de ultramarinos situada entre dos edificios de apartamentos.

El tráfico peatonal era mucho menos denso que en la zona de tiendas que había dejado atrás, pero aun así, era constante. Atrajo unas cuantas miradas nerviosas, y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía una de sus grandes dagas arrojadizas en la mano.

—Señora... —dijo una voz temblorosa.

No se dio la vuelta.

—Estoy de caza, oficial. Mi tarjeta del Gremio está en mi bolsillo trasero izquierdo. —Los cazadores tenían permiso para llevar todo tipo de armas. Y ella jamás iba a ningún sitio sin ellas.

—Ah...

Le mostró la mano izquierda vacía.

—Voy a cogerla, ¿vale? —Percibió un olor ácido en el aire. Sangre densa y oscura. ¡Joder, joder! Tenía que seguir aquel rastro, y no perder el tiempo con un poli novato que no sabía lo suficiente sobre los cazadores para estar en la calle. ¿Qué coño les enseñaban en la Academia de Policía hoy en día?

Se oyó el grito de una mujer que había por delante de ella y luego un relampagueo azul que barrió la calle. Elena observó al policía, descubrió que él miraba hacia arriba embobado y echó a correr. Sabía que no iría tras ella. Había visto la expresión de su cara. Shock angelical. Aproximadamente un cinco por ciento de la población nacía con susceptibilidad a aquel fenómeno. Según tenía entendido, habían creado una medicación para combatir aquel efecto, pero la mayoría de la gente no quería ser «curada».

«Cuando veo un ángel, veo perfección», había declarado un hombre en un documental recientemente. «El efímero instante de tiempo en el que quedo atrapado por su magia, la vida real deja de existir y el paraíso queda a mi alcance. ¿Por qué iba a renunciar a eso?»

Por un breve y doloroso momento, Elena había envidiado a los que sufrían el shock angelical. Ella había perdido la inocencia, la fe en un protector celestial, dieciocho años atrás. Sin embargo, cuando la cámara mostró una imagen del interlocutor en fase de shock, le habían entrado ganas de vomitar. Pura adoración, éxtasis y fascinación. Una devoción que convertía a los ángeles en dioses.

No, gracias.

Diez minutos después, la esencia era un dolor en su garganta, una capa de sarro en su lengua. Miró a su alrededor y descubrió que se encontraba en una de las zonas ricas de la ciudad, al este de Central Park. Era una zona muy, muy adinerada, comprendió al ver los elegantes edificios. Allí no había ningún enorme complejo de apartamentos. Tras un instante de pausa, la encontró; descubrió la localización. Después de decidir que Rafael se encargaría de solucionar las cosas si alguien la veía, trepó por las puertas de hierro forjado de la verja y aterrizó frente a un chalet individual. Descubrió un sendero estrecho a su derecha, y lo siguió para dar un rodeo por la parte posterior.

—Un parque privado. —Asombroso. No sabía que existiera algo así en Manhattan. La zona rectangular de hierba verde estaba bordeada en cada uno de sus lados por chalets similares, todos con un vago estilo europeo. Frunció el ceño y tocó la pared del que tenía más cerca, pero no percibió nada antiguo o viejo. Imitaciones, pensó con cierta decepción. Algún promotor había adquirido una carísima zona de terreno, había creado un complejo ajardinado de estilo inglés y se había forrado.

Los ángeles tenían dinero para aburrir, pensó.

Y la esencia era muy intensa en aquel lugar... pero no era fresca.

—Estuvo aquí, pero ya se ha marchado.

—¿Estás segura?

Dio un respingo, cuchillo en mano, y descubrió que Rafael estaba a su lado.

—¿De dónde coño has sal...? ¿Glamour?

Él no respondió a su pregunta.

—¿Dónde estaba Uram?

—En la casa, creo —replicó mientras intentaba aplacar los latidos acelerados de su corazón. También tuvo que contener el impulso de clavarle el cuchillo en el corazón por haberle hecho algo así—. Creí que no te mostrabas en público.

—No me ve nadie. —Clavó la mirada en su cabello—. Todo el mundo está demasiado ocupado admirando las acrobacias de Illium.

Elena pasó por alto la expresión posesiva que había aparecido en sus ojos.

—Tenemos que entrar en la casa. —Pasó a su lado y estaba a punto de dirigirse hacia la puerta trasera cuando él le agarró el brazo.

Elena se quedó quieta, preparada para alejarlo de un empujón, pero se dio cuenta de que solo quería quitarle la pluma azul del pelo.

—Vale, muy bien... —murmuró—. ¿Ya estás contento?

Rafael aplastó la pluma entre sus dedos.

—No, Elena, no lo estoy. —Abrió la mano y un brillante polvo azulado flotó hasta el suelo.

Ella decidió no preguntarle cómo había hecho aquello.

—¿Te importaría que hiciéramos un pequeño allanamiento de morada?

—Veneno me ha dicho que dentro no hay latidos de corazón.

A Elena se le revolvió el estómago.

—¿Muerte? ¿Detecta el olor de la muerte?

—Sí. —Le soltó el brazo y empezó a caminar por delante de ella.

Elena echó un vistazo a la parte lateral de la casa y a la calle y descubrió a Veneno, inmóvil junto a la puerta cerrada (aunque ya no con llave) de la verja. Satisfecha al saber que él impediría que alguien los interrumpiera, siguió a Rafael hasta la puerta.

—Espera —dijo cuando el arcángel puso la mano sobre el picaporte—. Podríamos hacer saltar la alarma y llamar la atención.

—Ya nos hemos encargado de eso.

Elena recordó lo rápido que podían moverse algunos vampiros.

—¿Veneno?

Un breve asentimiento de cabeza.

—Es experto en esas cosas.

—¿Por qué no me sorprende? —murmuró ella, que tuvo que reprimir una arcada al percibir la esencia que emanaba de la casa—. Ufff...

Rafael abrió la puerta de par en par.

—Vamos, Elena. —Le ofreció la mano.

Ella la miró fijamente.

—Soy una cazadora. —Sin embargo, rodeó aquellos dedos con los suyos. Algunas pesadillas eran demasiado horribles para enfrentarse sola a ellas.

Atravesaron el umbral juntos, ya que las alas de Rafael pasaron sin problemas por el vano de la puerta.

—Ha sido construida para un ángel —señaló Elena al fijarse en el amplio diseño. No había paredes divisorias en toda la planta baja. La alfombra del salón era una de aquellas imágenes de Rorschach en rojo sobre blanco.

Debería haber visto una violenta explosión de color, pero en lugar de aquello había una extraña mezcla de grises sin forma, ya que las cortinas estaban corridas y la penumbra del lugar estaba cargada de sombras que parecían amortiguar los sonidos... y amplificar todo lo demás.

Decadencia. Acidez. Sexo.

Los sabores se mezclaron en su lengua, amenazando con hacerla vomitar.

—Practicó sexo con ellas.

Rafael contempló los cuerpos colgados de las vigas con un fuego azul en los ojos.

—¿Estás segura?

—Puedo olerlo. —Aunque la esencia de los vampiros era la única que podía rastrear, su sentido del olfato era mucho mejor que el de cualquier humano. Y, según parecía, mejor que el de un arcángel.

—No hay sangre.

Elena se fijó en las manchas de la alfombra.

—¿Y cómo lo llamarías a eso? —No pensaba volver a mirar hacia arriba, se dijo; no quería añadir más imágenes horribles a la lista que se había grabado a fuego en su cerebro.

Extremidades colgadas meciéndose al compás de la corriente creada por el aire acondicionado. Rostros atrapados en un rictus de terror. Piel pálida abierta en canal. Labios azulados. Cabello utilizado como nudo corredizo.

Rafael le apretó la mano para apartarla del tentador borde del abismo.

—No tomó su sangre. Las heridas son brutales, pero no hay ninguna señal de que se alimentara.

Elena sabía que ningún forense verificaría sus descubrimientos. Si quería tener alguna posibilidad de encontrar y detener a Uram, tendría que mirar, tendría que asegurarse. Era su trabajo.

—Bájalas de ahí. —Su voz era ronca—. Necesito ver sus heridas de cerca.

Él le soltó la mano.

—Déjame tu daga.

Elena la colocó en la palma de su mano y lo siguió con la mirada mientras caminaba hacia la explosión carmesí del salón con las alas ligeramente extendidas para que no le arrastraran por el suelo. Instantes después alzó el vuelo con una poderosa sacudida de las alas y creó una corriente de aire.

Los cadáveres se balancearon.

Elena corrió hacia la puerta y salió al jardín, donde empezó a echar todo lo que había comido por segunda vez aquel día. Su estómago se contrajo dolorosamente incluso después de haberse vaciado, y cuando alguien le ofreció la boquilla de una manguera, la cogió como si se tratara de un salvavidas, se lavó la boca y se humedeció la cara antes de engullir el agua con sabor a plástico como si fuera el más delicioso de los néctares.

—Gracias. —Soltó la manguera y levantó la vista.

Veneno sonrió. Era una sonrisa lánguida y burlona.

—Una cazadora grande y fuerte que se asusta al ver un poco de sangre. —Cerró el grifo—. Mis ilusiones se han hecho añicos.

—Pobrecito... —dijo ella mientras se pasaba una mano por la cara.

El vampiro le enseñó los dientes, blanquísimos en contraste con su exótico rostro.

—¿Te sientes mejor? —La pregunta no era sincera ni por asomo.

—Muérdeme el culo. —Le dio la espalda y se obligó a dar los pasos que la llevarían de nuevo hacia el matadero.

—Eso pienso hacer. —Se trataba de un comentario lleno de segundas intenciones—. El culo y todo lo demás.

Elena lanzó una daga en su dirección sin mirar, y tuvo la satisfacción de oír cómo soltaba un juramento cuando él la cogió por el lado equivocado y la hoja le abrió un corte en la palma de la mano. Una vez que recuperó las fuerzas, volvió a atravesar el umbral.

Rafael estaba en el salón, dejando el último de los cuerpos sobre la alfombra. Sujetaba a la mujer con delicadeza, acurrucada contra su pecho. Cuando la dejó de espaldas al final de la fila de cadáveres, Elena tragó saliva y se acercó a él.

—Lo siento. —No dio explicación alguna; no podía contarle la verdad. No en aquel tema.

Él levantó la mirada.

—No lo sientas. Es un privilegio sentir horror.

Eso la intrigó.

—¿Tú no lo sientes?

—Muy poco. —Una oscuridad arcana barrió su rostro—. He presenciado demasiada maldad, tanta que incluso la pérdida de inocencia apenas logra conmoverme.

Semejante falta de humanidad hizo que a Elena se le encogiera el corazón.

—Háblame de ello —dijo al tiempo que se arrodillaba—. Cuéntame los horrores que has visto para que yo pueda olvidarme de esto.

—No. Tú ya tienes demasiadas pesadillas en la cabeza. —Rafael se enfrentó a su mirada—. Venga, rastrea a Uram. Esto puede esperar.

A sabiendas de que él tenía razón, salió al exterior y pasó los diez minutos siguientes intentando descubrir la ruta de escape de Uram. Regresó a la casa con la frustración reconcomiéndole las entrañas.

—Salió de aquí volando.

Rafael señaló los cadáveres con un gesto de la cabeza.

—En ese caso, tendremos que examinar los cuerpos para ver si pueden decirnos algo.

Elena hizo un breve gesto afirmativo y se arrodilló junto al primer cadáver.

—A esta la abrieron desde el cuello hasta el ombligo con una hoja desafilada. —Los órganos internos de la chica ya no estaban en su cuerpo—. ¿Has encontrado lo que falta?

—Sí. Hay... una colección en el rincón que tienes a la espalda.

Elena sintió una nueva arcada, pero apretó los dientes y siguió adelante.

—No hay marcas de mordiscos, ni señales de que la abriera con algo distinto a un cuchillo. —Cuando pasó al siguiente cadáver, se dio cuenta de que no se había fijado en el rostro de la chica. Y eso era un error. Uram podría haber tomado la sangre de su boca. Una vez había visto un cuerpo al que habían dejado seco mediante un beso.

Con un espasmo doloroso en el estómago, se dispuso a examinar el rostro, pero se detuvo.

—Necesito guantes.

—Dime lo que necesitas ver. —Las alas de Rafael bloquearon su campo de visión cuando él se colocó al otro lado del cadáver.

—No seas estúpido —murmuró ella, que le apartó la mano al ver que pensaba tocar el cadáver. Había olvidado que había sido él quien lo había descolgado—. Podría estar infectada con algún virus humano, o quizá Uram la haya infectado con lo mismo que temías que tuviera la superviviente.

Los ojos azules se clavaron en los suyos.

—Soy inmortal, Elena. —Un sutil recordatorio que la aplastó con la fuerza de un martillazo. Por supuesto que era inmortal. ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado?

—La boca —dijo al tiempo que apartaba la mirada de aquellos rasgos que no podían pertenecer a ningún mortal, por más agraciado que este fuera—. Ábrele la boca.

Rafael hizo lo que le había pedido con meticulosa eficiencia. Por suerte, el rigor había pasado y no fue necesario que le partiera la mandíbula a la chica, aunque Elena sabía que para él habría sido un juego de niños hacerlo. Sacó una pequeña linterna de uno de los bolsillos laterales de sus pantalones e iluminó el interior de la boca de la mujer.

—No hay mordiscos.

Examinaron los demás cadáveres con precisión metódica. Todos habían sido desgarrados con un cuchillo, aunque algunos con más piedad que otros. La primera víctima estaba viva cuando le arrancaron las entrañas; la última, ya estaba muerta.

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