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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (11 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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—El soplete lo compré en una tienda, y el martillo, la linterna y las otras cosas las cogí de mi casa. No sé dónde pueden estar.

Al día siguiente, Daniel Espinosa repitió su confesión ante el juez de instrucción de Navalcarnero, pero matizó algunas de sus palabras:

—Todas las personas que trataban con los marqueses más íntimamente eran víctimas de sus malas formas. Las maltrataban. Por eso decidí matar a mi suegro, porque era el más culpable de los dos. También quiero concretar otro dato. No puedo decir la hora exacta, pero José Luis Muriel me llevó a casa sobre las tres o tres y media de la madrugada, no antes. Allí recogí el soplete, el esparadrapo y el martillo. No saqué la pistola de mi casa y solo la tuve en mi poder durante dos o tres horas. Después de estar en mi casa unos quince minutos, tomé las llaves del coche de mi padre sin que él lo supiera; bajé a la calle, monté en el automóvil y me dirigí completamente solo hasta el chalé.

—¿Encendió la luz de la habitación de su suegro? —preguntó el juez.

—Siempre utilicé la linterna. Fui hasta el dormitorio de mi suegra porque ella había encendido la luz y preguntaba: «¿Quién anda ahí?». Disparé desde los pies de la cama. Todo fue tan rápido que no sé si me reconoció.

—¿Cómo explica que en el campo de tiro de la finca de la provincia de Soria se hayan encontrado algunos casquillos que también fueron disparados por la pistola utilizada para asesinar a los marqueses?

—Resulta inexplicable.

Dani no denunció a ninguno de sus cómplices. Los policías estaban satisfechos. Para ellos la clave continuaba siendo el arma del crimen y decidieron apretar las tuercas en esa dirección.

En una segunda comparecencia tras la detención de su hijo, Manuel Espinosa declaró que le habían regalado una pistola de tiro de precisión, marca HI Standard, del calibre 22, hacía año y medio aproximadamente, y que la tenía en su casa porque pensaba legalizarla en la Federación de Tiro.

—Me di cuenta de que me faltaba esa pistola —dijo— unos dos meses antes de la muerte violenta de mis consuegros. No he vuelto a verla ni sé dónde puede estar.

—¿Es posible que Borja de la Fonte viera el arma en alguna de las visitas que hizo a su casa, acompañando a su hijo?

—Es muy posible.

—¿Eran buenos amigos?

—No lo sé. Por las facturas de las conferencias telefónicas que he tenido que pagar, he podido comprobar que, antes de la muerte de los marqueses, mi hijo llamó por teléfono varias veces a su cuñado, que se encontraba en Londres.

—¿Odiaba su hijo Daniel a los marqueses de Urbina? ¿Había dejado ver alguna vez ese odio?

—Odio no. Pero en varias ocasiones había mostrado públicamente su amargura y cierta animosidad hacia sus suegros, a quienes señalaba como los causantes de su fracaso matrimonial y como los culpables de la vida que llevaba en los últimos tiempos.

En su tercera declaración judicial, Manuel Espinosa matizó sus palabras y aseguró que la pistola HI Standard del 22 le había sido robada junto a otros objetos en diciembre de 1979, durante la mudanza que realizó desde La Moraleja hasta su domicilio actual. Y se desmintió:

—No creo que Borja de la Fonte pudiera ver en mi casa esa pistola, porque las armas las tengo guardadas en un armario. Quiero aclarar que la otra pistola Star del 22, con número de fabricación 219 444, se la vendí a una persona cuya identidad no puedo recordar.

El carnaval estaba en su apogeo.

Borja de la Fonte, décimo marqués de Urbina, se personó en el sumario como acusación particular «a efectos de ejecutar las acciones punitivas y de resarcimiento que corresponden. Al mismo tiempo que solicito que se entiendan conmigo las sucesivas actuaciones y se me dé vista de lo tramitado». Así eliminaba cualquier rastro de sospecha y conocía la marcha de las investigaciones. Acababa de levantarse el telón de un teatro del absurdo con ingredientes de vodevil.

Setenta días después de su confesión, asesorado por el letrado Ribas, Daniel Espinosa lo negó todo.

—Cuando la Policía me detuvo, me declaré culpable porque hice un pacto con ellos. Si decía que lo había hecho, dejarían a toda mi familia tranquila. Yo creía que, al ser inocente, a los cuatro días iba a estar en la calle. Como luego aquello se alargaba, pensé en rectificar… No es verdad que esté encubriendo a ninguna persona y no le tengo miedo a nada ni a nadie.

—¿Cómo es posible, entonces, que supiera que la luz de la habitación de su suegra estaba apagada cuando se encontraron los cadáveres? —preguntó el acusador particular contratado por Borja.

—Es fácil suponer que quien disparó apagó la luz después de cometer los asesinatos —contestó Dani, con soltura.

José Luis Muriel,
el Fotógrafo
, fue todavía más mentiroso y declaró que, debido al tiempo transcurrido, no podía recordar exactamente lo que había hecho el 31 de julio del año anterior.

—Salí con Dani y con otro amigo llamado Toni, en el Seat Ranchera de mi tía; fuimos hasta El Chascarrillo, en la calle Viriato, donde nos reunimos con Francisco,
el Sastre
, y con otros conocidos.

—¿Puede decir sus nombres?

—No sé cómo se llaman. Eran amigos del Sastre. Yo solo los había visto alguna vez por allí.

—¿Y qué hicieron? ¿De qué hablaron?

—De chorradas, como otras veces. Comentamos la situación del país, lo mal que le va al Real Madrid sin Santiago Bernabéu…, sin Franco. —Su sonrisa daba pena; era una mueca con la que pretendía aplacar los nervios—. Cosas sin importancia, para pasar el rato. Tomamos unas copas, salimos y fuimos con el Seat Ranchera a un bar donde ponen música brasileña… Dani y yo nos marchamos por nuestra cuenta y le dejé en su casa. Él se quedó allí sobre las 2.15 o 2.30 de la madrugada.

—¿Estuvo en la finca de los Espinosa en Tiermes antes del crimen? ¿Ha practicado tiro o ha visto practicarlo en ella?

—Antes de que murieran los marqueses estuve allí una vez, y después en una o dos ocasiones más. Pero en ninguna de ellas he visto practicar ejercicios de tiro con armas de fuego. Yo, por mi parte, nunca he disparado.

—Usted fue socio de Daniel Espinosa y copropietario del pub Claqué, ¿no es cierto?

—Los dos arrendamos un local, una planta baja en la calle General Álvarez de Castro, número 21. Para montar el pub y acondicionar el local, que estaba muy mal, tuvimos que poner cada uno trescientas mil pesetas, que conseguimos mediante dos préstamos del Banco Urbina, donde los dos teníamos cuenta corriente.

—Durante la tarde o la noche del 31 de julio, ¿sabe si Daniel Espinosa efectuó alguna llamada telefónica?

—No lo recuerdo. Pero no puedo asegurar si recibió o hizo alguna llamada telefónica sin que yo me diera cuenta.

—¿Dónde durmió la noche de autos?

—¿La noche de qué?

—La noche del crimen. Aquella noche.

—En casa de mi hermana Laura.

—¿A qué hora llegó?

—Alrededor de las tres de la madrugada.

—¿Qué viajes ha realizado después de la muerte de los marqueses de Urbina?

—A Sitges en varias ocasiones. Allí tengo una casa. La semana pasada viajé a Ámsterdam por motivos de trabajo.

—¿Y después de que Daniel Espinosa fuera detenido?

—Su detención me impresionó tanto que, al día siguiente, decidí tomar un avión para Londres, donde estaba mi amiga Patricia, que es azafata de Iberia. Pero no la encontré porque le habían cancelado el vuelo. Permanecí el resto de la tarde, la noche y parte del día siguiente en Londres, y volví a Madrid.

—¿Durmió en algún hotel? ¿Tiene alguna factura?

—Pasé la noche deambulando, esperando a Patricia en el recibidor del hotel Europa.

—¿Habló con alguien allí?

—Sí, con una azafata, para preguntarle por ella.

—¿Cómo se llama?

—No lo sé. Era la primera vez que la veía.

—¿Qué otros amigos suyos, o de Daniel, han visitado el chalé de la familia Urbina?

—No lo sé.

—¿Y usted?

—Dos o tres veces.

—¿Fue solo?

—Con Borja.

—¿Sabe si Daniel Espinosa sufre algún tipo de anomalía psíquica?

—Es un chico normal. —Y titubeó, antes de añadir—: Aunque algunas veces, sin venir a cuento, pasa de la tristeza a la euforia.

Problemas con el sheriff

Estaba acodado en la barra del Fandango's, con una cerveza en la mano y el cerebro en Babia, cuando puso los ojos sobre aquel periódico abandonado por algún cliente aficionado a los crucigramas. «Daniel Espinosa en el banquillo. Será juzgado el 26 de junio. El fiscal pide sesenta años por el asesinato de los marqueses de Urbina». Tomó aire. Desde su regreso no había pisado Madrid, pero ahora tendría que romper la regla. Necesitaba comprobar con sus propios ojos cómo estaba el tema, ahuyentar el peligro, saldar las cuentas y salir airoso. «Nunca he dejado un trabajo sin terminar», se dijo.

Las chicas bailaban aburridas con los pechos al aire; la música machacona apenas se escuchaba y en el local había menos movimiento que en un panteón de poetas ilustres.

—Tenemos que pararle los pies —dijo el Proveedor.

—Como si fuera tan fácil —replicó el Letrado, mientras cerraba su maletín—. Estamos hablando del gran Gúmer.

—Con Jessy se ha pasado. Teníamos un acuerdo. Si no tomamos las riendas, acabaremos trabajando para él.

Cuando el Letrado se marchó con el rostro convulso, Fierro comprendió que su jefe había tomado una decisión drástica. Todo estaba escrito en sus ojos afilados y en ese pequeño silencio tan suyo.

—Ven, acércate —le ordenó—. Vas a entrar en faena.

Para garantizar su seguridad, Fierro trabajaba en exclusiva para el Proveedor desde hacía casi dos años, siempre en asuntos discretos, de aliño, hasta que acabara su mala racha torrencial. Desde Guadalajara, actuaba solo en la periferia metropolitana de Madrid, principalmente en el Corredor del Henares, donde su jefe tenía el centro de operaciones. A los toques de cirugía con que salió de África, había añadido algunos detalles: se había dejado crecer el bigote y llevaba el cabello muy corto y canoso. Ahora muchos le apodaban Pedernal, por lo duro que resultaba tratar con él. Pero nadie conocía su verdadera identidad, y su eficacia era el mejor antídoto frente a las indiscreciones.

Sin embargo, esta vez se trataba de Gumersindo Gutiérrez,
el Sheriff
, el mandamás de la comarca, jefe de la Policía Municipal de Coslada, con una vasta experiencia en la sombra. Era un Wyatt Earp de pueblo, con deje murciano, que exprimía los bares, restaurantes, puticlubs y antros de
su
ciudad; con barra libre, derecho de pernada y el diez por ciento de las operaciones mercantiles. Todos sabían cómo se las gastaba el Sheriff. En una ocasión, un incauto quiso cobrarle un gin-tonic. «Yo no pago en ningún sitio. Te vas a acordar de mí toda tu puta vida», le contestó Gúmer. Y así fue, porque a partir de entonces llovieron sobre el desgraciado inspecciones continuas, revisiones del permiso de apertura, multas por ruido, acusaciones de superar el aforo…, hasta que, al final, alguien llegó por la mañana, le encañonó en la sien y le advirtió: «O dejas el bar, o te damos la definitiva». Evidentemente, se acabó lo que se daba.

Nada se movía sin que Gúmer cobrara su parte. Mandaba a veinte chulos uniformados, con botas de campaña, tatuajes en los brazos, espaldas como paredones y ningún escrúpulo en el alma. Era el Sheriff y los garitos le pagaban religiosamente para no tener problemas.

—Nunca me las había visto con un jefe de Policía —dijo Fierro.

—Siempre hay una primera vez para todo —contestó el Proveedor—. Te vas a encargar del Venus.

—En ese local tuve algunos problemas con aquellos burros del Sheriff —respondió sobresaltado—, recuérdalo.

—Por eso mismo. Así comprenderá que no le tengo ningún miedo.

—Si me reconocen, me darán un trato preferente.

—Tendrás refuerzos si eso pasa. El Letrado te está preparando los papeles del traspaso. Vas a ser su próximo administrador.

—Estaba deseando montar un bar —bromeó Fierro, con cierta amargura—. Voy a necesitar varios días de permiso para un asunto personal —añadió.

—En cuanto te hagas cargo —respondió su jefe.

A la semana siguiente, Fierro ya estaba controlando la caja registradora con la avaricia de un hostelero primerizo y con la fidelidad de una barra de hierro forrada en cuero, regalo de Jessy, discretamente camuflada junto a los barriles de cerveza. De momento, prefería dejar la automática en casa, y apenas tenía un plan. Era cuestión de esperar a que llegaran los problemas, que no tardarían demasiado en aparecer. La pobre Jessy había sido trasladada después de que el Sheriff se la tirara en la trastienda a cañón tocante.

—Si no pagas lo que pido, me voy a cobrar la diferencia en especies —le había advertido entre carcajadas—, y te voy a mandar a toda mi tropa por turnos. Luego, si quieres, vienes al cuartel y nos presentas la denuncia, que allí también te daremos.

En la compañía del Proveedor todos estaban escandalizados y furiosos por el ultraje de Jessy. En el fondo eran unos moralistas. El Sheriff había roto la regla de la decencia. A Fierro le dolía de verdad. Para él era una canallada contra la que había que aplicar la ley del talión.

Coslada era una ciudad dormitorio con ochenta mil almas y veinte desalmados; un antiguo pueblo que en una década había crecido descontroladamente. Era un sitio como cualquier otro de las afueras de Madrid; una población sin historia, sin monumentos, con calles estrechas y laberínticas entre bloques de edificios apelmazados; sin parques, sin memoria, con asfalto recalentado por los tubos de escape y coches aparcados sobre las aceras o en los parterres maltrechos. Una ciudad emergente, con habitantes que solo iban a dormir, y un territorio perfecto para los negocios rápidos, sin testigos y sin problemas. Gúmer lo había comprendido desde el principio, cuando aquella ciudad no era más que un poblacho bien comunicado. Llegó con treinta años y muchos contactos en las cloacas, sacó las oposiciones a policía municipal y terminó convertido en el auténtico jefe, capaz de controlar las andanzas de los alcaldes de turno; rodeado por una guardia pretoriana creada a su medida, seleccionada personalmente por él y encuadrada en un grupo de choque compuesto por macarras violentos vestidos de comando. Todos los llamaban la Unidad.

Ya desde el primer día dejaron claro a Fierro cómo funcionaban las cosas. El local estaba en su apogeo cuando un coche patrulla aparcó ante la fachada y dos gorilas uniformados se apostaron en la puerta y comenzaron a pedir la documentación.

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