Read El asesinato de los marqueses de Urbina Online
Authors: Mariano Sánchez Soler
Tags: #Intriga, #Policíaco
Los tres cómplices se miraban agitados, como si acabaran de bajarse de una montaña rusa; con esa manera estúpida de creerse capaces de hacer lo que no habrían hecho jamás. Les gustó aquella experiencia excitante, pero estaban de alcohol hasta las cejas y, a la mañana siguiente, cuando descabalgaran de la euforia, sentirían la resaca del miedo.
Aquel sábado todo sucedió según lo previsto, aunque algunos espontáneos hicieron de las suyas para complicarlo todo. A las siete de la mañana, la cocinera se levantó y preparó el desayuno para el servicio. Le sorprendió no ver a la marquesa haciendo
footing
, como todos los días. Una hora más tarde, la cocinera, el chófer y la asistenta, que acababan de llegar a la mansión, desayunaron como de costumbre. Los marqueses no daban señales de vida. Se extrañaron. Solían servirles el desayuno a las nueve. Semejante calma resultaba insólita. Cuando la asistenta quiso airear los salones, encontró abierta la puerta que comunicaba con la piscina. La cerradura estaba quemada. El corazón se le aceleró al descubrir que la cristalera tenía un boquete y que por el suelo había esparcidos trozos de vidrio rotos. Llamó a la cocinera y al chófer, un hombre de ademanes bruscos, quien exclamó al llegar:
—¡Anda, está rota!
—No bromees —masculló la cocinera, con su cadencioso acento centroamericano—. Siempre estás de broma.
El chófer tomó en sus manos el teléfono interior de la mansión y marcó el número del dormitorio, pero sus patronos no respondieron a la llamada. Insistió, antes de sentenciar:
—A los marqueses, o los han secuestrado, o los han matado.
No lo pensó dos veces y avisó a uno de los guardias jurados de turno en la zona, quien, pistola en mano y seguido por el chófer, comenzó a registrar la mansión. Cuando llamó a la puerta del dormitorio del marqués, la falta de respuesta le decidió a entrar. Encendió la luz, vio el primer casquillo en el suelo, se acercó a Martín de la Fonte, le tomó el pulso y volvió a salir. Eran las nueve y veinticinco.
—¡Han matado al marqués y han secuestrado a la marquesa! —exclamó.
—¡La marquesa duerme en la otra habitación! —advirtió el chófer.
Cuando el guardia entró en la habitación de María Eugenia, la encontró empapada en sangre. Todo estaba en perfecto orden.
A las nueve y media, desde el escáner de la Policía, una voz monótona, con acento extremeño, ordenaba a un coche patrulla que se dirigiera al Camino Regio de Somosaguas, al tiempo que advertía al inspector de guardia de la comisaría de Pozuelo:
—Posible allanamiento o robo con homicidio. Han encontrado a los marqueses de Urbina muertos, cada uno en su dormitorio, según dice el guarda jurado de la finca. Al parecer los han asesinado. Sin más datos.
A partir de ese instante, desfilaría por allí el mayor espectáculo del mundo, con prestidigitadores, trapecistas y leones domesticados por el dinero. Todos los genios juntos: policías, forenses, el juez de guardia, el fiscal, familiares, amigos curiosos, empleados doloridos por la triste pérdida…
A las diez, el juez de Navalcarnero realizó la diligencia del levantamiento de los cadáveres y la inspección ocular.
… una vez dentro de la vivienda, la comisión judicial es conducida al dormitorio grande, donde, y sobre la cama, es hallado el cuerpo de un hombre en posición decúbito prono, inclinado ligeramente hacia el lado izquierdo en postura relajada y, dada orden al médico para su reconocimiento, previo juramento que presta en legal forma, dice que es cadáver, y este presenta herida de arma de fuego con orificio de entrada en región occipital derecha, sin orificio de salida; presenta síntomas de rigidez cadavérica avanzada.
Seguidamente se constituyó en el otro dormitorio pequeño, donde se observa, encima de la cama, el cuerpo de una mujer, también en posición decúbito prono y, dada al médico para su reconocimiento, se efectúa e informa que es cadáver y presenta dos heridas de arma de fuego con orificios de entrada, uno en región lateral derecha del cuello y el otro en mitad izquierda del labio superior; sin orificios de salida ninguno de los dos disparos. Ambos orificios presentan pigmentación tatuada de pólvora.
Acto seguido se procede a practicar reconocimiento e inspección del lugar, y se observa que la habitación donde es hallado el cuerpo del hombre está intacta, sin señales de violencia en muebles y ropas; que los cuerpos de los cadáveres se hallan cubiertos por los pijamas de dormir y camisón respectivamente, y tapados con la sábana superior de la cama. Se da orden a la Policía Judicial para que proceda a recoger huellas y demás fotografías para la identificación del posible autor o autores; afirman que lo harán rápido, lo que así se verifica.
Se procede a hacer un detallado reconocimiento de la vivienda. En la planta baja se observa que en una cristalera que da a una piscina cubierta se encuentra su cristal roto con un orificio suficiente para introducir la mano; al parecer rompieron el cristal apoyando algún paño de tela para amortiguar los ruidos; desde dicha puerta, por la piscina cubierta, se pasa a otra habitación, donde aparece la puerta que comunica con la vivienda en sí; la puerta está quemada en su mitad a la altura de los pestillos o cerradura, con un hueco por el que cabe una mano, hueco que al parecer se ha efectuado con soplete o aparato similar. Toda la casa, o sea, los objetos y enseres, están en completo orden. Al no hallarse nada más digno de constar, se da la presente por terminada, que firma su señoría y demás asistentes. Doy fe.
Fierro se duchó con calma, guardó en una bolsa toda la ropa de la noche anterior, cargó su Nikon, comprobó la grabadora y metió en el bolsillo posterior del vaquero su acreditación como corresponsal de prensa internacional. Ni siquiera se afeitó, pero cambió su aspecto ligeramente. Un peinado algo distinto hacia atrás, unas gafas de concha con cristales sin graduación, una calculada dejadez indumentaria, vaqueros, sandalias veraniegas… Era en apariencia un periodista más, sorprendido a contramano por un suceso imprevisible durante el primer día de las vacaciones.
Alquiló un coche en Avis y se desplazó tranquilamente hasta Somosaguas.
Antes de aparcar en otra calle, comprobó que el teatro ya estaba montado en la puerta del chalé. Varios fotógrafos y algunos periodistas de verdad, controlados por dos policías de uniforme gris, esperaban en la acera de enfrente. Tres coches patrulla cortaban el paso mientras el edificio vivía la agitación de las colmenas. Gente con bolsas negras y maletines que entraban y salían; dos ambulancias con las puertas abiertas de par en par; visitantes estremecidos que se identificaban en la puerta… y, por fin, los de Homicidios. Se los reconocía a simple vista por la mariconera en la que metían durante el verano la Star PK reglamentaria… o por ese bulto bajo el pantalón, a la altura de la pantorrilla, que denotaba la existencia de un arma de pequeño calibre, sin registrar. «La pistola del muerto», que utilizarían llegado el caso. Ellos eran así: hombres de acción, templados, pero sin ninguna de las virtudes deductivas de Sherlock Holmes. Habría que ayudarlos un poco.
Fierro se colgó al cuello la tarjeta de prensa concedida por el Ministerio del Interior y se mezcló con sus otros «colegas».
—¿Se sabe algo?
—Dicen que ha podido ser ETA —contestó un listillo cargado de cámaras. Y ante la incredulidad general, añadió—: Hombre, indicios hay. El marqués estaba amenazado por no pagar el impuesto revolucionario… —Y apostilló, con sorna—: ¿Quién haría una cosa así en un día como este?
Su razonamiento resultaba tan convincente como la realidad. ¿Quién se iba a creer que el frágil Daniel Espinosa era un frío y calculador asesino múltiple? ¿Así, de repente? ¿Después de haber sido durante toda su vida el payaso que se llevaba todas las bofetadas?
Fierro se mantuvo apostado durante todo el día. Solo el fiscal José Antonio Zarzalejos, encargado del caso, declaró a los informadores después de su inspección:
—Es inexplicable. No se ha apreciado indicio de robo. Tampoco ha funcionado la alarma. Hay un cristal roto en la planta baja, en una ventana sin rejas. En la casa se encontraban una muchacha de servicio y un perro.
Ante la tribu de periodistas desfilaron demasiados funámbulos de la mentira: Alicia, la hija mayor de los marqueses, acompañada por su amante, David Connors; el administrador de la finca, Damián Fernández Ferreira, vestido de luto; el mayordomo, Vicente, que se contoneaba como un abanico; personalidades poderosas que descendían de coches blindados, bajo la protección de escoltas policiales y guardaespaldas a sueldo…
Alguien advirtió que faltaba Borja, el heredero del título nobiliario, pero un periodista de Pyresa aseguró que estaba en Londres, que habían hablado con él por teléfono y que volvería en el primer avión.
Al mediodía, dos furgones trasladaron los cuerpos de los marqueses hasta el Instituto Anatómico Forense.
Media hora más tarde, bajo el control de varios agentes de la Policía, dejaron entrar a los periodistas y los agruparon en el salón. Aquel hombre distinguido, amigo personal de algunos preclaros padres de la patria, sentado en el extremo de una gran mesa de caoba, se dirigió a los presentes con solemnidad y en nombre de la familia:
—Siéntense, por favor.
Casi todos los periodistas, bloc en ristre, permanecieron de pie; los fotógrafos ajustaron sus cámaras; un equipo de Televisión Española se abrió paso con dificultad. Un foco amarillo, insoportable, cegó por un instante el rostro de aquel hombre.
—Apaguen ustedes esa luz —ordenó, molesto.
La cámara de Fierro comenzó a tabletear como una ametralladora.
—Fotos no, por favor —añadió, al fin—. Yo no soy importante en esta tragedia.
Al levantar la mirada, aquel hombre tan discreto palideció de repente mientras se presentaba:
—Soy Jacobo Castellar de Urbina, primo de los marqueses…
—Y presidente del Banco Interamericano —susurró alguien al lado de Fierro.
—Y amigo íntimo del rey —dijo otro, a su espalda—. Estudiaron juntos, y vete a saber si no compartieron hasta alguna novia.
Castellar hizo una pausa, miró a todos con cierto desprecio y esperó a que el silencio fuera total.
—Bien, prosigamos. La familia Urbina me ha elegido como portavoz en estos momentos tan trágicos para todos, y voy a leerles el siguiente comunicado…
—Don Jacobo… —le interrumpió un periodista calvo, de la vieja escuela, con un cuaderno de notas en una mano y un bolígrafo Bic en la otra.
—No contestaré ninguna pregunta.
—Pero la Policía dice…
—Compréndanlo ustedes. Y usted especialmente. Es de la Agencia Efe, ¿verdad? Hemos coincidido en otras ocasiones. —El periodista asintió—. Sean comprensivos: el dolor de la familia es inmenso y la investigación no ha hecho más que empezar. La Policía me ha prohibido expresamente que haga comentarios o que facilite cualquier dato o detalle que pudiera entorpecer su trabajo. Los Urbina estamos conmocionados ante esta terrible desdicha. Les rogamos que nos respeten en una jornada como esta y que nos permitan, mañana, enterrar a nuestros seres queridos en paz y en cristiana sepultura.
—De acuerdo. Usted perdone, don Jacobo.
Fue el único que osó abrir la boca en aquella lúgubre sesión.
La voz enérgica de Castellar, mientras leía, no estaba marcada por la emoción ni por el dolor del momento, sino por la presencia amenazante, temeraria, de aquel falso fotógrafo. Porque sabía que Fierro le estaba lanzando una advertencia que no podía tolerar. Como si le dijera: «Recuerda, Gran Hombre, a partir de ahora siempre me tendrás detrás de ti».
Fierro alzó la mirada cuando el camarero llegó, le saludó con un sonido gutural incomprensible, dejó sobre la mesa un desayuno completo continental y se marchó con la bandeja bajo el brazo. Desde aquella mesa en la terraza del café Lyon, podía ver, con un pequeño giro de cabeza, la Puerta de Alcalá, a su izquierda, y la Cibeles, a su derecha. Dos símbolos, tan eternos como decadentes, en una metrópoli que buscaba su destino, su dignidad, gobernada por la izquierda desde hacía poco más de un año, después de cuatro décadas de franquismo. Siguió leyendo:
LOS MARQUESES DE URBINA ASESINADOS EN SU CHALÉ DE SOMOSAGUAS
La hipótesis que se considera más probable a las pocas horas del suceso es la del crimen por encargo: un reducido número de sicarios, dos tal vez, podrían haberse encargado de ejecutar la represalia encomendada por una tercera persona. Al menos, no hay indicios de que el móvil haya sido el robo. Tampoco hay rastro de la exagerada violencia que distingue los crímenes pasionales directos.
Era la gran noticia de aquel somnoliento verano. Un crimen de alcurnia, un misterio inesperado mientras el país seguía desangrándose con una violencia ideológica inevitable, asumida como la escoria del proceso de restauración democrática. Aquel mismo día, lejos de las playas repletas de carne torneada, hallaron el cadáver de un soldador secuestrado por ETA, con ocho impactos de bala; varios niños habían resultado heridos durante unas manifestaciones en las que no participaban; las balas perdidas encontraban cuerpos inocentes en tiroteos mortales.
La sangría, en los últimos doce meses, había arrebatado la vida a cuatrocientas treinta y ocho personas entre homicidios, asesinatos y parricidios; y a otras ciento veinticuatro en actos terroristas. Nunca ETA había matado tanto: noventa y dos víctimas. Junto a un par de generales, su lista negra estaba llena de cadáveres sin renombre: soldados de reemplazo, comerciantes sorprendidos al bajar la persiana de sus tiendas, mecánicos que se asomaban a la puerta del taller cuando alguien los llamaba, taxistas rematados al final de la carrera, propietarios de bares, relojeros, marmolistas, gentes de la calle; franquistas, confidentes, ultraderechistas o pequeños traficantes de drogas; jubilados y niños tiroteados por error; policías y guardias civiles con o sin uniforme, ametrallados mientras comían en un restaurante con su familia, desde las carreteras al paso del convoy o en la entrada de una casa cuartel… A cada atentado de ETA, se respondía con un crimen firmado por el Batallón Vasco Español. Era la «guerra sucia». Y sin embargo, por encima de toda la sangre derramada, mientras los Juegos Olímpicos de Moscú discurrían boicoteados por los Estados Unidos, los periódicos anunciaban a cinco columnas el asesinato de los marqueses de Urbina, con titulares de letra llamativa y pocos datos de interés.