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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (2 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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Como un secreto de confesión

Aquel gélido 20 de noviembre de 1979, mientras los seguidores del difunto general Franco continuaban llenando la plaza de Oriente en Madrid, Jacobo Castellar de Urbina bajó de un taxi en Charing Cross, se sumergió en el mugriento metro y llegó hasta el Soho, en pleno corazón del West End. Después, caminó a través de unas calles surcadas por pubs tradicionales y comedores de origen asiático. Era un lugar extraño para él, un barrio ajeno al lujo exquisito que tanto le gustaba.

Castellar se detuvo ante la fachada verdosa del Duncan, un viejo pub. Aquel era el mejor momento de la tarde. El local estaba abarrotado. Durante un instante, para paliar el impacto sombrío, se quitó sus gafas de cristales ahumados. Estaba muy nervioso y acariciaba de vez en cuando sus distinguidas sienes. Se dirigió al mostrador y pidió cerveza negra. Su inglés era tan catastrófico que el barman, un paquistaní con los ojos azules, le hizo repetir sus palabras. Después, ocupó una mesa discreta, bebió a pequeños sorbos, sin prisa, y esperó en la más absoluta soledad.

En Londres, el frío de la noche se mezclaba con la tristeza cuando Fierro apareció desde un extremo de la barra. Había permanecido allí, agazapado. Tras comprobar que todo estaba en orden, se acercó empuñando una gran jarra de cerveza y tomó asiento frente a él. Nunca había tratado con el gran jefe en persona.

—¿A qué se debe tanto honor? —preguntó, con curiosidad—. Nunca antes…

—Siempre hay una primera vez.

Ni siquiera se estrecharon la mano.

El Gran Hombre tenía los ojos demasiado luminosos para poseer un corazón tan siniestro. Enfundado en un traje hecho a la medida, oscuro y de corte moderno, vestía con discreción, pero todo en él rezumaba dinero.

—No es el procedimiento —insistió Fierro—. Soy una persona metódica, me gusta seguir los cauces habituales.

—Este asunto prefiero tratarlo sin intermediarios molestos.

—¿Y sin Barrachina?

—Incluso sin él. Es un tema muy privado. Si usted decide que no le interesa, deberá olvidarlo para siempre.

—Como un secreto de confesión.

Fierro dejó que Castellar se lo explicara todo, palabra por palabra, mientras sus pupilas se perdían en el líquido negro que menguaba entre los labios del Gran Hombre.

—¿Cómo lo ve?

—Algo así no se improvisa —contestó Fierro, e hizo una pausa antes de añadir—: Pero me haré cargo.

—Tiene tiempo suficiente para prepararlo todo —advirtió Castellar, con voz grave—. La solución no puede pasar del verano. Lo necesito fuera de la circulación antes de septiembre.

—Este es un buen lugar para hacer negocios. ¿Sabe lo que significa Soho?

—No, ni me interesa.

—Dicen que es un viejo grito de caza.

—¿Ah, sí? —dijo Castellar, con desdén.

—Y muy apropiado. Yo soy
su
cazador. —Y casi exclamó al añadir—: ¡Soho, disparad a ese zorro!

—Déjese de tonterías —soltó el Gran Hombre, mirando a un lado y a otro, inquieto por si llamaban demasiado la atención.

—Es un lugar seguro, don…

—Sin nombres.

—Nunca nos buscarían en semejante sitio.

—Y que lo diga.

—¿Qué ve usted a su alrededor? —preguntó Fierro, con sorna.

—Gente bebiendo.

—«Hombres» bebiendo. Estamos en un pub de maricones. —Esbozó su mejor sonrisa al puntualizar—: Es el pub de maricones más famoso de Inglaterra.

—¿Usted también es…?

—Yo no le hago ascos a nada.

Castellar no pudo ocultar su desconcierto.

—¿Y la Policía? ¿No los…?

—Esta es una vieja democracia. —Fierro parecía divertirse—. Aquí vives y, si no molestas, te dejan vivir.

—Y en España. Tenemos una Constitución desde hace casi un año y el Código Penal… —repuso el Gran Hombre, con soltura.

—En Madrid, cualquier juez de misa diaria podría meternos en la cárcel por escándalo público.

—No ha sido una buena idea quedar en este lugar. —Castellar miró su reloj de pulsera antes de añadir, inquieto—: Se me hace tarde.

Hasta ese momento, Fierro siempre había hecho trabajos propios de un detective más o menos sucio, de un esbirro quebrantahuesos, o de un policía capaz de sacarle el máximo brillo a su placa. Sencillos en su ejecución y planeamiento, contundentes en sus resultados; sin que a nadie le importaran las posibles consecuencias mortales. Cuando el asunto era laborioso, trataba de hallar los puntos débiles de la pieza y explotarlos a fondo. Jamás aquel prohombre había querido relacionarse directamente con él; siempre utilizaba a su perro de confianza,
el Gordo
Barrachina, para aquel tipo de encargos. «Haz lo que tengas que hacer», «Resuélvelo según tu criterio», «Sé concreto»… Conocían muy bien las habilidades y el historial de Fierro; le tenían cogido el punto y sabían que, por dinero, era capaz de hacer cualquier cosa, sin remilgos.

Pero esta vez Jacobo Castellar de Urbina había bajado a pisar la arena del circo.

—Nadie sabe que estoy en Londres —añadió—. Oficialmente, no llegaré hasta mañana, para presidir el consejo de la Corporación Bankur.

—Esos detalles no me incumben.

—A mí sí. Me gusta tenerlo todo controlado. —Sonrió, con jactancia—. A las siete de la mañana me recogerán en el aeropuerto como si acabara de aterrizar, y quiero que usted ya no esté en Londres cuando yo llegue. Ninguna coincidencia.

—Me iré esta misma noche, en el primer avión que pueda tomar.

—En Madrid, Barrachina contactará con usted por los conductos habituales. Le dará el dinero que necesite para sus gastos y arreglarán la forma de pago. Pero él no debe saber nada más.

—Le mentiré. Se me da de maravilla.

—Con su silencio bastará. A su debido tiempo, él sabrá lo que tenga que saber.

—Quien paga manda.

—Garantizaré las transferencias, personalmente. A la cuenta cifrada que me diga. Ya sabe que me gustan mucho las islas Caimán.

—Como su nombre indica.

—No entiendo el chiste.

—Este es un acuerdo entre dos reptiles. Como nosotros.

Castellar ni siquiera sonrió.

—No sabía que fuera usted tan graciosillo.

A Fierro se le heló la sonrisa.

—Nunca más volveremos a contar con sus servicios —añadió Castellar—. Barrachina le borrará de nuestra lista.

—Entonces saldré perdiendo con este negocio.

—Ponga el precio. Le haré rico definitivamente. No tendrá que trabajar nunca más.

Fierro escribió un número largo, muy largo, en el vértice de un posavasos de cartón, y lo acercó hasta Castellar, arrastrándolo sobre la superficie mojada de la pequeña mesa donde las pintas de cerveza estaban vacías y olvidadas.

El Gran Hombre miró aquella cifra por un instante, con semblante serio. Alzó la vista y musitó:

—¿En pesetas?

—En dólares. —Fierro estuvo a punto de lanzar una carcajada cuando añadió—: ¿O prefiere que sean libras esterlinas?

—De acuerdo, en dólares —Castellar le dedicó su gesto más sombrío—, cuando termine el trabajo…

—Lo quiero en tres plazos —le interrumpió Fierro, con creciente inquietud—. Uno ahora, otro de cuerpo presente, y el tercero cuando atrapen al culpable.

—¿En las Caimán entonces?

—Como las otras veces.

Y aunque Fierro se tenía por discreto, la curiosidad le arrastró a dar un paso en falso y decir:

—Es un asunto muy serio.

—Por eso estoy aquí, en persona, en este antro de degenerados como usted.

—Ya veo. Se les puede matar, pero no se les debe follar.

—Esta conversación ha terminado. Pague la cuenta.

—No me gustan los errores —insistió Fierro.

—De usted depende que no los haya.

—Ni las venganzas.

—Nunca actúo por motivos personales —zanjó Castellar, molesto.

Su mirada de mármol resultó convincente, pero Fierro, en su soberbia, sucumbió a la tentación de decir la última palabra:

—Ya no hay pena de muerte en España. Ahora la dictan por su cuenta los hombres de negocios.

Castellar ni siquiera le escuchó. Había salido del Duncan como quien huye de la peste.

Primavera en el Club de Campo

El sabor de la sangre se queda en la lengua desde la primera vez, como un resabio que permanece después de haber matado. Ningún gin-tonic puede cambiar ese regusto que te recuerda permanentemente quién eres y quién serás: tan solo un asesino profesional a quien, a pesar de tratarse de un trabajo rutinario, le sudan las manos cada vez que siega una vida. Cuando alguien se dedica a ese negocio, las palabras sobran. Y Fierro tenía sus métodos y una logística tan mínima como eficaz, con un apartado de correos y una oficina diminuta atendida por Inmaculada, tan dulce y tan ignorante de las auténticas actividades de su cariñoso jefe.

—Paladin Press Internacional. Dígame…

Al escuchar su melodiosa voz al otro lado del auricular, Fierro cerró los ojos y recordó aquel cuerpo que sus manos conocían tan bien.

—Inma, soy yo.

—¿Jefe?

—No me llames así.

—Te veo tan poco que se me ha olvidado tu nombre.

—Mejor.

—¿Nos veremos esta vez?

—Imposible. Quizás en el próximo viaje. He dejado un sobre en el apartado, con los datos que necesito. Quiero direcciones, teléfonos y matrículas.

—¿Ni siquiera a cenar? —insistió la muchacha, con voz insinuante.

—Ya te he dicho que es imposible. Haz lo que te he pedido.

—Vale.

—Lo necesito todo para la semana que viene.

—Lo tendrás. Pero es una pena que no nos veamos.

—Estoy preparando una serie para la BBC sobre el mundo de las altas finanzas españolas.

—Ya.

Madrid era una ciudad sin alegría. Edificios grises, de fachadas sucias, apuntaban al cielo, y un olor a desinfectante caliente emergía desde los conductos de ventilación del metro. Coches ruidosos, tubos de escape sin control calentaban un asfalto castigado. Gentes apresuradas llenaban las cafeterías poco antes de las ocho de la mañana, como abrevaderos ruidosos. Una ciudad que salía del letargo uniformado, pero que todavía seguía inmersa en un mutismo dócil, solo roto estruendosamente por la violencia: cada sesenta minutos un muerto en extrañas circunstancias. Los socialistas acababan de ganar las primeras elecciones municipales. El Ayuntamiento de Madrid estaba en sus manos. Querían una ciudad abierta a la modernidad tras cuatro décadas de áspera dictadura. Pero en las calles reinaba el sigilo, la prevención, la rapidez de un tráfico infernal. Solo en los reductos de los ricos, en cotos inalcanzables y exclusivos como el Club de Campo, se podía respirar la calma, con el optimismo de quienes lo tienen todo.

Aquel invierno, desde enero, había sido para Fierro una estación feliz. Siempre se sentía bien cuando organizaba un asunto y se caracterizaba para meterse en la piel de otro, mientras el mundo desquiciado se salía de su eje y giraba como una peonza sin control. A los asesinatos domésticos, siempre en alza, se sumaba una violencia extrema, de motivos políticos, que lo incendiaba todo. Y la mayor parte de aquellos crímenes —Fierro lo sabía muy bien— venían firmados por ETA militar, el Batallón Vasco-Español, el Frente de la Juventud, Fuerza Nueva, los Grupos Armados Españoles, la Triple A, comandos fascistas controlados desde el Ministerio de Gobernación… Violaciones de mujeres para amedrentar, estudiantes asesinados a puñaladas, tiros en la nuca a empleados, a militares de alta y baja graduación, a policías, a guardias civiles; explosivos en bares, paquetes bomba en asociaciones y en redacciones de periódicos; ametrallamientos, granadas contra cuarteles, esvásticas grabadas en sangre… El secuestro y asesinato de una estudiante de diecisiete años llamada Yolanda González… Palos, bates, navajas, pistolas…

La realidad ardía mientras los carnavales regresaban a Madrid después de cuarenta y cuatro años, aunque estaba prohibido utilizar máscaras u objetos que cubrieran los rostros. Enmascarados a cara descubierta. A Fierro le pareció un verdadero sarcasmo, una metáfora de la paciente farsa que él estaba organizando para cumplir el encargo del Gran Hombre.

Con la llegada de la primavera, al finalizar marzo, ETA militar había ejecutado a tres personas en ciudades distintas y en menos de cuarenta y ocho horas. Uno de ellos era un empresario vasco con título nobiliario, a quien, según se jactaban los terroristas en un comunicado, habían liquidado por ser un representante cualificado del gran capital y por haberse negado a pagar el impuesto revolucionario.

«Espero que no se me adelanten», pensó Fierro, con sorna.

Al cabo de tres meses, se había convertido por fin en un señorito más, uno de esos que viven en áticos de lujo, conducen Porsches y visten ropa de marca. Tal como había planeado, merodeaba desde enero cerca de los hermanos Urbina y de otros asiduos al Club de Campo. Alicia y Borja pasaban allí muchas tardes, cada uno por su cuenta. El chico siempre llegaba solo, con su semblante timorato y su personalidad apocada; incapaz de alzar la voz. Ella, al principio, aparecía con su marido, Dani, pero a veces se dejaba ver acompañada por su jefe, el corpulento David Connors, director de la multinacional de bisutería Silvergold.

Fierro arrendó una caballeriza, compró una yegua purasangre y se transformó en un discreto elemento del paisaje. Acodado cada tarde en la barra del club, recababa información sin prisa, discretamente, mientras exploraba aquella fábrica de idiotas después de un tranquilo paseo a caballo.

—¿Un gin-tonic? ¿Como de costumbre?

—De Hendrick's, ya sabes —contestó Fierro, con familiaridad.

Marcos, el barman, lo dispuso todo con los aspavientos clásicos de un profesional que se pavonea de sus habilidades. Cuando le acercó la copa, preguntó, buscando la aprobación:

—¿Bien?

Con parsimonia, Fierro dio un sorbo profundo y, con los labios mojados y el paladar agradecido, contestó:

—Perfecto.

—Gracias. No todos saben apreciarlo.

—¿Aquellos de allí, por ejemplo? —Fierro señaló al grupo en el que estaba Borja de la Fonte.

—Solo piden cervezas y ginebra Larios.

—Pues parecen satisfechos.

—Tienen mucho nombre, mucho apellido, pero poco dinero.

—¿Aquel de allí no es el hijo de los marqueses de Urbina?

—Sí, pero nunca paga.

—Será un jeta.

—¿Sabe cómo le llaman a él y a su hermana en Somosaguas?

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