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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (4 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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El ingeniero agrónomo Martín de la Fonte García había dado un braguetazo en toda regla, como el de Dani con Alicia. Al casarse, Martín había entrado en la aristocracia por la puerta grande: marqués de Urbina, de Burriana, de Escribano-Montesino y grande de España. Tras su boda, pasó a ser vicepresidente de Galerías Preciados, de la sociedad de seguros La Estrella, de la Sociedad Anónima de Seguros Generales, así como vocal de Nitratos de Castilla y de Sefisa Financiaciones, y consejero del Banco Urbina.

Sin embargo, para el marqués consorte existía una gran diferencia con respecto a su yerno: él había tenido que cargar con una mujer sin demasiadas luces, de moral puritana, sometida a tratamiento psiquiátrico y que necesitaba cuidados hospitalarios de vez en cuando. El precio había sido alto. Por el contrario, al casarse con una chica tan perfecta como Alicia, a Daniel Espinosa el negocio le resultaba prácticamente gratis. De alguna manera, Martín de la Fonte le odiaba porque veía en él un reflejo mejorado de sí mismo.

En un momento determinado, entre risas y torsos desnudos, Fierro por fin se atrevió a proponer:

—¿Y si acabamos de verdad con ese hijo de puta?

El Fotógrafo y Dani rompieron a reír ruidosamente.

—¿He dicho algo gracioso?

Al cabo de un segundo, el semblante de Dani palideció con una seriedad de mausoleo y advirtió:

—Matar a un ser humano no es como cazar conejos.

—¿Ah, no?

—Toni, tú estás loco.

El Fotógrafo los observaba en silencio, con una expresión idiota de incredulidad. Pero a Dani le gustaba la idea:

—No es tan fácil.

—Más de lo que parece. Piensa que es un conejo.

—Yo he cazado muchos.

—No es un hombre…

—Es una rata.

—Lo tienes a tiro, sin moverse.

Al ver la negra sonrisa de Dani, Fierro insistió:

—Recuerda que tu suegro es un miserable, es un animal. Tú lo dices siempre.

—Tendría que pagar por lo que me ha hecho.

Los ojos de Dani se afilaron de una manera que Fierro había visto antes en otros petimetres como aquel. El borrego soñaba con ser lobo. La cocaína mezclada con ginebra era el elixir de los valientes.

—Supongamos que decidimos matar al marqués —comenzó a decir Dani, con la voz dominada por la emoción contenida.

—Bastará con un tiro en la cabeza —respondió Fierro, petulante.

—¡Estáis locos! —exclamó el Fotógrafo.

La mejor manera de morir

Daniel Espinosa y sus amigos tenían una curiosa manera de entender la camaradería, y a veces entre ellos surgía el cuerpo a cuerpo, entre ginebra, coca y ácidos, piel con piel. Cuando estaban en grupo, Fierro dejaba que todos flirtearan a gusto, sin interponerse en ninguno de esos encuentros a tres bandas que a Dani le gustaban tanto. La promiscuidad le parecía contraproducente para sus planes. Pero aquel sábado era especial. Por fin iba a conocer al señorito Borja.

Después de los abrazos, al recogerlo en la terminal internacional del aeropuerto de Barajas, el heredero advirtió:

—Mis padres creen que llego el lunes.

—¡Entonces, la noche es nuestra! —exclamó Dani, con alegría, mientras le arrebataba el maletín de viaje.

—¿Y tu amigo…? —Borja señaló a Fierro.

—Es Toni, una nueva adquisición. Hemos venido en su Porsche.

—Hola…

Se estrecharon la mano mientras se exploraban con la mirada.

—Dani me ha hablado mucho de ti —prosiguió Fierro.

—¿Ah, sí? ¿Y qué dice?

—Que eres la joya de la Corona.

Borja soltó una carcajada que contagió a Dani.

A su paso, las puertas de cristal se abrieron para mostrar una explanada de coches aparcados bajo marquesinas, farolas ámbar contra la noche y un nido de taxistas a la caza de viajeros despistados o con problemas idiomáticos.

Fierro metió el equipaje en el portamaletas.

—Vamos a cenar con Jose en El Chascarrillo —anunció Dani—. Luego nos iremos de juerga.

Media hora más tarde, ocupaban una de sus mesas favoritas y cenaban cuatro pizzas rociadas con bebidas espumosas poco recomendables para cualquier estómago exquisito. Fierro permitió que sus tres amigos marcaran el ritmo y aceptó dócilmente todas sus sugerencias. Era el nuevo y debía actuar con discreción.

—Toni se dedica a la bolsa —dijo Dani—. Ya sabes, te hablé de él por teléfono.

—No sabía que aceptaran a gente tan… lozana —repuso Borja.

—Bueno, actúo de manera independiente. Piso poco el parqué.

—Te dedicas a los trabajos «delicados» —añadió Borja, con suspicacia—, a los trabajos inconfesables, ¿no es así?

—Yo no diría tanto.

Fierro necesitaba cambiar de tema, que no descubrieran su impostura.

Inquieto y con ganas de acaparar la atención de todos, Dani levantó su copa y exclamó:

—¡La bolsa es Dios, y Toni es su profeta!

—La bolsa es un casino y yo soy un
croupier
más —contestó Fierro.

—¿Qué haces exactamente?

—Lo que todos. Compro y vendo. Manejo el dinero de clientes que no quieren aparecer en persona. Busco información privilegiada, estudio tendencias, monto campañas de desprestigio…

—Eres como un gánster —dijo Borja, con un hilo de voz.

—¡Si lo quieres ver así! —contestó Fierro, encogiéndose de hombros.

—Nunca había conocido a nadie como tú. En el Banco de Londres son muy conservadores y siguen diciendo que dos más dos son cuatro.

—Mienten y lo saben.

—Son hipócritas.

Brindaron con un vino italiano capaz de producir dolor de cabeza a un elefante.

Dani llevaba las riendas de la conversación, hablaba acaloradamente y solo tenía ojos para Borja, como si no existiera a su alrededor nadie más. El Fotógrafo le miraba sin hacer comentarios y Fierro descansaba tranquilo, después de haber soportado aquel
round
sin caer de bruces en la lona.

«Alicia, Alicia, Alicia…». La boca de Dani repetía aquel nombre, mientras Borja contestaba con monosílabos o asentía mansamente.

El postre trajo consigo la gran pregunta:

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el Fotógrafo—. ¿A Las Mil y Una Noches, como de costumbre?

—¿Y si cambiamos un poco? —dijo Borja—. He pasado casi tres horas metido en un avión. Me gustaría ir a un sitio nuevo. Probar suerte.

—Con los dos duros que llevo encima no se me ocurre nada —apuntó Dani.

El Fotógrafo se llevó la mano a la cartera y la abrió para que todos la vieran.

—Solo tengo un billete de cinco mil —dijo.

—Conozco un lugar —balbuceó Fierro—… Y puedo invitaros.

—Yo sé de otro —le interrumpió Dani—, pero es demasiado caro y somos cuatro.

—Esta es la noche —exclamó Fierro—. Tengo ganas de fiesta y no me importa el dinero. Lo voy a gastar con tanta facilidad como lo he ganado.

Borja le miró con una sonrisa.

—Pareces Rothschild —se burló.

—Esta noche tendrás tiempo para comprobarlo —respondió Fierro, exaltado; pero se contuvo de repente. No quería parecer un nuevo rico petulante y casi pidió disculpas al explicar—: Hoy he tenido mucha suerte en la bolsa y quiero celebrarlo con mis amigos. Espero que no te moleste la invitación. Para mí es un momento muy especial.

Y así fue.

Dani los condujo por la carretera de Barcelona, cerca de la base aérea de Torrejón. Llegaron frente a un edificio nuevo, con fachada rectangular, propia de un hotel de tres estrellas, si no fuera por aquellas luces tintineantes y cegadoras que anunciaban en la oscuridad nocturna:
Nirvana. Club exclusivo
.

Dejaron el Porsche en el aparcamiento, resguardado entre otros automóviles de importación, y se metieron en aquel discreto lupanar para ejecutivos o industriales con el bolsillo roto.

—Siempre quise entrar aquí —dijo Dani, contento.

Ante el panorama carnal que surgía ante ellos, Borja balbuceó:

—¿Has visto qué tías? Si se lo proponen, pueden destrozar a cualquiera.

—Y matarte a polvos —dijo el Fotógrafo, divertido.

—La mejor manera de morir —bromeó Fierro.

En el aire flotaba la voz cadenciosa de Astrud Gilberto susurrando
La chica de Ipanema
y nadie miraba a nadie. Allí todos los hombres eran invisibles, mientras las mujeres, casi desnudas, desplegaban sonrisas de catálogo, interpretando los sueños húmedos de cualquier baboso con dinero.

—También hay apolos —dijo el Fotógrafo, señalando discretamente a dos atletas bronceados que ofertaban su mercancía apoyados en el mostrador del pequeño bar de madera labrada.

—Querrás decir adonis —le corrigió Borja.

—Quiero decir tíos cachas.

Aquella cama redonda rociada con champán, anfetas y whisky fue para Fierro el salvoconducto definitivo que le dejaba entrar en el corazón de los idiotas. Alquiló una de las
suites
y sufragó todos los gastos con la mejor de sus sonrisas.

Dani, Borja y el Fotógrafo vivieron la noche sin resistirse a nada ni a nadie, mezclados durante horas con los dos culturistas musculosos y con tres cariátides inexpresivas, de carnes compactas y curvas generosas, que estaban allí para satisfacer cualquier fantasía.

Con paciencia y sin mezclarse demasiado con los demás, Fierro se dedicó exclusivamente a las mujeres, como un semental concienzudo, exhibiéndose. Por esa vez creyó que, para ganar su confianza, no era preciso acomodarse a los manejos de aquellos señoritos. Pero, cuando ya clareaba la madrugada, Dani y el Fotógrafo, sudorosos y exhaustos, se le acercaron sigilosamente por detrás, bajo la vidriosa mirada de Borja, distante y cansado.

Detonaciones

Hablar poco y pagar mucho. La fórmula perfecta para tener éxito en sociedad. Sin embargo, cuando se quedaba a solas con Dani, en sus citas secretas, Fierro se empleaba a fondo. Después, en los instantes de mayor intimidad, alimentaba sus sueños de venganza. Le metía en la mollera el deseo insuperable de matar al hijo de la gran puta.

Dani estaba acorralado. Andaba tan mal de fondos que, en pleno proceso de nulidad, había aceptado un préstamo de Alicia para abrir un pub y realizar absurdos negocios de importación con Nigeria. Aquellas seiscientas mil pesetas, avaladas por el banco de su suegro, le duraron tan poco que empeñó una valiosa pulsera que el marqués había dado a su hija como regalo de bodas. La ruina de Dani era absoluta, y en su mente retumbaban los reproches del marqués: «¡Un hombre debe ser capaz de sacar las castañas del fuego, de mantener a su mujer y trabajar! ¡Pero tú eres un inútil!». Al recordarlo, sus labios repetían:

—Es el culpable de todas mis desgracias. Merece morir.

—Pues acabemos con él —respondía Fierro, más repetitivo que el estribillo de la canción del verano—. Podemos hacerlo.

Entonces, Dani miraba al cielo con ojos desvalidos.

—¿Me ayudarías? —murmuraba—. Pero… ¿por qué?

Fierro rompía sus defensas con habilidad de manual y le susurraba suavemente:

—Lo quiero hacer por ti… Por tu… felicidad… Y por justicia.

El muy tonto se lo tragaba todo, sin darse cuenta de que Fierro le estaba sorbiendo el cerebro antes de devorarle otras partes de su anatomía, si era menester. Y así llegaron a urdir un plan.

—Necesitaremos armas.

—Mi padre tiene muchas.

—Debe ser una pistola sin registrar, para que no nos descubran.

—Mi padre las diseña; las construye a partir de piezas que compra en el Rastro. Tiene algunas que no están registradas.

—Genial.

—Son ilegales, no constan en ningún sitio.

Qué ingenuo, pensaba Fierro. Todas las armas dejan huella, tienen una identidad que los expertos de Balística pueden detectar fácilmente. Solo las nuevas, sacadas directamente de la fábrica, carecen de pasado.

Una tarde, en uno de sus encuentros en el piso de Fierro, Dani trajo una Star del calibre 22. Era una pistola antigua, ya en desuso, que expulsaba los casquillos cuando disparaba. El arma menos apropiada para cometer un asesinato. El padre de Dani la había restaurado. La Policía no tendría ninguna dificultad para rastrearla y dar con ella.

—Parece buena —mintió Fierro.

—Es vieja de cojones.

—Pero ¿dispara?

—La duda ofende.

Para demostrárselo, Dani le invitó a pasar un fin de semana en la finca de su familia en Tiermes, un pueblo al sur de Soria.

—Estaremos solos y la probaremos juntos.

—¿Solo usaremos esa pistola? —dijo Fierro.

—Ya veremos —respondió Dani, mientras se llevaba la mano a la entrepierna como si quisiera ordenar su contenido.

Aquel sábado de julio, el calor en Madrid resultaba insoportable. Los acondicionadores lanzaban chorros de aire caliente cargado de bacterias; sin embargo, en Tiermes, al caer la tarde tenían que usar un jersey.

En cuanto bajaron del Porsche y abandonaron las bolsas en el soportal, sin entrar ni siquiera en la casa, el impaciente Dani condujo a Fierro hasta un extremo apartado, tras unos cobertizos.

En su mano derecha empuñaba la Star, con el cañón hacia el suelo. Apuntó en todas las direcciones, con el brazo extendido en gesto amenazante.

—¡Está como nueva! —exclamó, con alegría—. ¡Hecha especialmente para incrédulos como tú!

Se dirigió hasta un poste de madera y, con la mano izquierda, colocó una diana de plástico sobre un soporte cuadrado, ya agujereado por el uso. Se alejó cinco o seis metros, arqueó las piernas, tensó los músculos de sus brazos y disparó con las dos manos. Una, dos, tres veces…

Las detonaciones provocaban un chasquido seco y sin fuerza. Cada vez que apretaba el gatillo, el arma retrocedía demasiado y el ruido rebotaba con un eco más allá de los pinos.

Fierro se acercó a la diana y comprobó los agujeros.

—Funciona —dijo con satisfacción—, aunque no es muy certera.

—A corta distancia no fallará —respondió Dani.

—¿No es un poco estridente?

—Si le pongo esto, el silencio será total, aunque no creo que lo necesitemos.

Sacó un tubo metálico y lo incrustó en el cañón. Era un silenciador de fabricación casera.

Volvió a disparar y en el aire flotó un sonido hueco, como una piedra al chocar con el agua.

El plan seguía su curso. ¿Qué tenía Fierro hasta ese instante?: un padre aficionado a las armas, una pistola ilegal y unos casquillos más elocuentes que la huella del carné de identidad. Y para que todo aquello terminara de convertirse en una prueba irrefutable, las vainas expulsadas por la Star se quedaban allí, entre centenares de proyectiles disparados en el campo de tiro de la familia.

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