Read El asesinato de los marqueses de Urbina Online

Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (7 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
9.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«Probablemente se trata de un crimen por encargo», leyó Fierro, ávido. El palacio de Correos se erguía frente a él y el casco de un guerrero de bronce lo miraba de soslayo por encima de su cabeza. Más de cinco páginas dedicadas al crimen. Una crónica de alta sociedad donde los mandamases entrevistados manifestaban su estupor, fotografiados en el transcurso de la mañana con gesto compungido, como plañideras a sueldo: el alcalde centrista de Pozuelo, el exministro franquista Enrique de la Mata, el banquero Jacobo Castellar de Urbina, los barones de Gotor, el embajador estadounidense Terence Todman, el diplomático egipcio Mahmud Ab-delkafaar… Trescientas personalidades de fuste se desplazaron hasta el cementerio de El Pardo, un camposanto exclusivo que el general Franco había dispuesto para su familia y sus colaboradores más próximos. A pesar de las dificultades impuestas por los guardaespaldas, los fotógrafos lograron captar los rostros oscuros del anterior presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro; del exministro y banquero Gregorio López Bravo, del empresario Iñigo de Oriol, del abogado Garrigues Walker, del diputado Satrústegui… y de un elenco de grandes de España.

Allí, entre panteones con sus apellidos grabados en los frontispicios, se congregaron poderosos personajes que habían unido su fortuna y su destino a la suerte del Régimen y que, al cabo de casi cinco años, se habían adaptado con éxito al advenimiento de la monarquía. Los Urbina, March, Koplowitz, Fenosa, Coca, Melià… seguían entre las familias más influyentes de España y compartían el pedestal con otros compañeros de aventura, millonarios emergentes salidos directamente de la política falangista, tradicionalista y tecnocrática, con apellidos tan sonoros como Oriol, Cortina, Alcocer, Letona… Todos conformaban la oligarquía de un régimen político poblado de empresarios de fortuna, joseantonianos de clase media, funcionarios oportunistas, nobles industriosos, latifundistas de gatillo fácil, altos cargos a la búsqueda de multinacionales, exministros cinegéticos… Y estaban en el entierro de los Urbina, unidos a los ataúdes, como lo habían estado siempre a la llamada del dinero, entrenados desde la posguerra para enriquecerse sin miramientos. Capitalismo salvaje, bancos, altas finanzas…

Si se acepta la hipótesis de un crimen cometido por unos sicarios, la reconstrucción de los hechos es elemental. Una vez aceptado el encargo, los criminales estudiaron minuciosamente el escenario. Se trataba de un chalet de doble planta, señalado con el número 21 en la calle del Camino Regio, de Somosaguas. En suma, una mansión de ladrillo marrón defendida por un sistema mixto: un guarda jurado, un circuito electrónico de alarma y una cerca se interponían entre los marqueses y el exterior. Había que escoger no solo el mejor modo de llegar hasta las víctimas, sino también el día y la hora que garantizasen cierta impunidad. Y decidieron matar a los marqueses el día 1 de agosto, cuando los madrileños abandonan Madrid y dejan tras de sí oficinas mal atendidas, calles vacías y, quizá, grandes mansiones medianamente vigiladas en la madrugada.

Aquella gente de riguroso luto, en trajes de verano hechos a medida, con la cabeza inclinada y los ojos ocultos por unas gafas negras, había logrado silenciar su pasado y disfrazarse conscientemente de demócratas, bajo la falacia de que así se superaría la guerra civil y se construiría un puente de convivencia elevado sobre el abismo social de las dos Españas. Hipócritas temerosos con sus brazaletes negros ahora rezaban por los asesinados, pero en realidad estaban pidiendo por ellos mismos, por su propia salvación, como siempre. «¡Dios mío, que no sea la ETA! ¡Que todo se deba a un robo!», murmuraban para sus adentros.

Los esbirros llegaron hasta la casa a través de un camino flanqueado por una doble línea de cipreses que el jardinero ha logrado convertir en sombreros de copa. Habían decidido abrir un boquete en una de las puertas de cristal posteriores, próximas a la piscina: de vidrio endurecido, pero de vidrio al fin y al cabo. Un diamante o un ladrillo embozado harían la primera parte del trabajo. Luego sería necesario forzar una puerta con ayuda de un soplete y llegar hasta las habitaciones de los marqueses, afortunadamente distintas, pero contiguas. Para la parte final seleccionaron una pistola del calibre 22, un arma pequeña y femenina, cuyas atipladas detonaciones evitarían la necesidad de un silenciador. Porque, a pesar de que los guardeses estaban de vacaciones, una sirvienta y un caniche negro, que permanecían en la casa, representaban el mismo peligro que una tercera alarma.

Aunque todas las crónicas procedían del mismo despacho de la agencia Efe, algunos periódicos, como el que Fierro estaba leyendo mientras devoraba torpemente un cruasán, habían decorado sus páginas con especulaciones pintureras:

Es probable que los sicarios repasaran el formulario de precauciones para neutralizar la alarma electrónica que alguien, seguramente el instigador, les había proporcionado, junto al croquis de la disposición interior del edificio. Alrededor, los pinos, las hierbas altas y la soledad que prefieren los millonarios eran, sin duda, un seguro de vida si había que salir corriendo.

En el orden del plan, el marqués consorte ocuparía el primer lugar de la lista, en previsión de posibles disputas violentas. Si la marquesa oía algo desde la habitación de al lado y se despertaba, sería indispensable forcejear con ella, con una mujer, como mal mayor. Por alguna razón, Martín de la Fonte, el marqués, se despertó en el último instante: el pistolero hizo un primer disparo y la bala se incrustó en un armario, pero un breve forcejeo con él permitió asegurar el segundo: el proyectil penetró por la nuca. María Eugenia de Urbina, la marquesa, fue sorprendida seguramente cuando acababa de despertar. El pistolero apuntó a la cabeza, apretó el gatillo dos veces y la alcanzó en la boca y en el cuello. Todos los disparos, salvo uno, habían sido mortales de necesidad, según los investigadores.

Cuando descubrieron los cadáveres, la fuente de mármol blanco rociaba tranquilamente el agua en el patio, y un cálido silencio pasaba sobre las hiedras y las columnatas, y se escabullía entre los pinos. Para entonces, los asesinos habrían llegado a un lugar seguro y el instigador tendría algo que vale más que cualquier capital: una coartada.

—¡Joder…! —exclamó Fierro, mientras apartaba el periódico y se centraba en el zumo de naranja.

Red Harvest

Fierro no entendía cómo aquellos mantas eran incapaces de completar, de una maldita vez, el trabajo que él había puesto a su alcance. La nocturnidad y el momento elegido, con el servicio de vacaciones, dejaban bien a las claras que los asesinos habían recibido información desde dentro; la forma en que asaltaron el chalé probaba que los intrusos se sabían el camino al dedillo; el perro no ladró porque reconoció a uno de los asaltantes; la ausencia de desorden demostraba que no habían entrado a robar; el calibre utilizado, dada su nimiedad, podía fallar a la hora de propiciar una muerte rápida y profesional. ¿Y las huellas? Los comparsas de Fierro ni siquiera se habían puesto los guantes desde el principio. Seguro que habían dejado sus marcas bien impresas en el cristal o en la puerta de la piscina, mientras le daban al martillo o encendían el soplete.

Lo que Fierro no sabía era que dos técnicos del Gabinete Central de Identificación y varios inspectores de la Brigada Regional de Policía Judicial, bajo el mando del inspector jefe Aguirre, habían realizado un minucioso registro. Lo fotografiaron todo: los cadáveres con sus más insignificantes detalles, el cristal de la puerta de la piscina, fragmentos de la madera a la que habían aplicado el soplete, cuatro casquillos del calibre 22 y el fragmento de una huella digital sospechosa. Casi de inmediato, la Policía había podido determinar que todos los disparos se habían efectuado con una sola arma y que la munición era muy corriente. Durante aquel caluroso agosto, la brigada realizó once inspecciones en el lugar del crimen para comprobar si la cocinera o el perro podían haber oído los ruidos de los asesinos.

Los investigadores caminaban sobre ascuas. Para colmo, las cuatro huellas que habían salido a la luz gracias a los polvos magnéticos negros, que correspondían a una mano derecha, tampoco dieron resultado. Tras cotejarlas con los tres millones de huellas recogidas en el Negociado de Lofoscopia, las archivaron como anónimas, sin antecedentes. Las cuatro vainas del 22 Long Rifle, fabricadas por la Western Cartritge Co., de East Alton-Illinois, habían sido percutidas por la misma arma, pero se desconocía si eran de un rifle o de una pistola.

Solo quedaban los sospechosos, el círculo próximo a los Urbina, aquellas personas que pudieran tener algo contra ellos. Comprobaron las coartadas con delicadeza. Se lo creyeron todo. Para colmo, siguiendo el dictamen de la autopsia, creían que el asesinato se había ejecutado a las seis de la mañana. Revoloteaban muy cerca de la verdad, casi la habían rozado con la punta de sus dedos, pero inexplicablemente se habían alejado hasta perderla. Los árboles de buscar un culpable entre el servicio les habían impedido ver el bosque del dinero. ¿En qué fallaba la investigación? En su blandura sumisa. Aquellos sospechosos de alta cuna eran tratados con un respeto de lacayos. Por negligencia o por error, se perdió un tiempo precioso y se borraron indicios.

Después del entierro de los marqueses, la asistenta y la criada, siguiendo las instrucciones del administrador Fernández Ferreira, y con permiso de la Policía, limpiaron de sangre la habitación de María Eugenia. Una de las mujeres dio al mayordomo Vicente un lazo negro que había encontrado a los pies de la cama. Cuando este se lo quiso entregar al inspector jefe Aguirre, Alicia de la Fonte se interpuso, se lo arrebató y dijo:

—No hace falta que hagan nada con él. Era de mi madre.

—Bueno, señorita Alicia —inquirió el mayordomo, molesto—, ¿cómo sabe usted que este lazo lo llevaba puesto su madre si no estuvo allí la noche en que murió?

El policía y la chica respondieron con una mueca condescendiente que no llegó a sonrisa.

Tras el crimen, Borja de la Fonte tiró a la basura varios casquillos del calibre 22. Un empleado de los Urbina los recogió y se los dio al inspector jefe. Sin embargo, esos casquillos jamás llegaron al Gabinete Central de Identificación; se perdieron en el Grupo IX de la Brigada Regional. Aguirre dijo que eran del calibre
7,65
y que no servían. De ese calibre era la pistola que Damián Fernández había registrado oficialmente y sobre la cual no se hizo ninguna comprobación. Más tarde, el propio Borja reconoció: «Eran unos casquillos del calibre 22 que yo guardaba desde los once o doce años. Un día los recogí del campo, en un lugar en el que se hacían prácticas de tiro. Es la típica cosa que un niño guarda como si fuera un tesoro».

En ausencia de pistas concretas, los agentes del Grupo de Homicidios analizaron los datos disponibles y concluyeron que los asesinos no eran profesionales. Según la única información filtrada a ciertos periodistas de confianza, la Policía aceptaba la hipótesis de una represalia cuidadosamente planeada.

Uno de los elementos más llamativos del caso es el tipo de arma que emplearon los criminales. El pequeño calibre de sus proyectiles parece contradecir la predilección de los asesinos profesionales por armas de más potencia. En el mundillo del hampa, una corta del 22 es casi un juguete. Los asesinos son aficionados incapaces de conseguir un arma potente, o profesionales capaces de garantizar un impacto en un órgano vital a poca distancia. También se acepta la teoría de que el asesinato fue encargado como represalia, pero se ignoran los antecedentes del móvil. La Policía intenta, pues, descubrir qué persona o personas podían beneficiarse con la muerte.

Lo tenían muy fácil, era un caso de manual. Simplemente bastaba con que se centraran en el entorno íntimo de los marqueses: de allí saldría humo. Si buscaban un móvil posible y tiraban del hilo no les iban a faltar hipótesis plausibles. Algunos tenían motivos sobrados para recurrir al asesinato. Siempre los hay cuando se mezcla la codicia con la venganza. Y sin embargo…

El cazador Fierro ya había iniciado su retirada a las cuarenta y ocho horas. Dejó de frecuentar el Club de Campo aprovechando que estaba casi desierto por vacaciones; utilizó un nuevo documento de identidad y abandonó el ático que sus cómplices conocían; pero antes lo vació completamente de muebles, hizo pintar las paredes y las puertas, cambió la grifería y mandó que lo limpiaran todo a fondo, como si fuera un maniático de los gérmenes. Lo más triste fue enviar el Porsche al desguace después de estrellarlo contra un árbol. No iba a dejar ni rastro de su paso por Madrid. Tenía que darse prisa porque notaba el aliento del peligro.

Una semana después del crimen, tal como habían convenido, Dani y Fierro se encontraron en el Red Harvest, un pub inglés de la Costa Fleming que jamás habían pisado antes. Era un local discreto, abierto en los tiempos de Corea, cuando, junto a la plaza de Castilla, se construyeron bloques de viviendas para albergar a los militares yanquis de la base de Torrejón.

Se sentaron en el rincón más sombrío, protegidos por una pequeña cerca de madera barnizada, lejos de una diana y al otro extremo de la mesa de billar.

Dani estaba inquieto, emocionado.

—Lo hemos hecho —dijo, con la voz arrastrada de quien ya va por el quinto cubata.

Fierro le dio una palmada afectuosa en el hombro y respondió:

—Un cabrón menos.

—Borja será libre y yo…

—¿Te ha molestado la Policía? —le interrumpió Fierro.

—¡Qué va! —exclamó, alegre—. Me han interrogado durante diez minutos y me han dejado marchar como si tal cosa. No soy sospechoso. Jamás vi a unos tíos hacer preguntas a alguien con tan poco interés.

Era evidente que los del grupo de Homicidios lo habían descartado en cuanto vieron su aspecto pusilánime.

—Seguramente piensan que no soy lo suficiente hombre para hacer una cosa semejante —concluyó Dani, con sorna.

—¿Te has enterado de algo?

—Le di el pésame a Alicia; lloró en mis brazos. Yo no sabía si reír o si llorar.

—¿Y Borja?

—Le hicieron venir desde Londres en el primer avión.

—¿Crees que sospechan de él?

—¡Hombre! Ahora es muy rico, es el heredero. Aunque también recelan de Alicia y del Americano. Creo que sospechan de todos menos de mí. —Lanzó una carcajada y dio un nuevo sorbo al cubalibre antes de añadir—: Además, está el administrador, Damián, el hombre de confianza del marqués, su machaca.

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
9.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Claws (9780545469678) by Grinti, Mike; Grinti, Rachel
Betsy's Return by Wanda E. Brunstetter
A Night to Remember by Walter Lord
Off Limits by Sawyer Bennett
Hush My Mouth by Cathy Pickens
Aftermath by Michael Kerr
CUTTING ROOM -THE- by HOFFMAN JILLIANE
Lowland Rider by Chet Williamson
Sleepless Knights by Mark Williams