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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (9 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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La Policía también indagó sobre los anónimos recibidos y ciertas llamadas cargadas de mala intención. El mundo está lleno de chiflados, y a los herederos les llegaron cartas en las que remitentes desconocidos se atribuían el asesinato. Los moscones aparecieron en tropel. Alicia de la Fonte sufría llamadas telefónicas en las que le declaraban su amor o desvelaban extrañas conspiraciones en torno al crimen. En una ocasión, Alicia logró mantener una conversación lo suficientemente larga como para que pudieran localizar a uno de sus calientes interlocutores. Se trataba de un tal José María Sánchez Villalba, un maestro industrial que había conseguido el número de Alicia en la guía telefónica, donde constaba con sus dos apellidos. Su vinculación con la muerte de los marqueses quedó totalmente descartada.

Durante todo aquel carnaval, desde algunos despachos de la City se vivió un único momento de inquietud. Borja de la Fonte había recibido un anónimo compuesto con recortes de periódico y una comunicación telefónica donde implicaban a ciertos prohombres de la vida económica española y vinculaban el asesinato de los marqueses con la posible absorción del Banco Urbina por el Interamericano. «En el momento en que mataron a sus padres —aseguró aquella voz masculina, distorsionada con un pañuelo—, don Martín estaba haciendo gestiones para ocupar el cargo de vicepresidente en el nuevo consejo de administración del Banco Interamericano, si, finalmente, no podía evitar que se fusionara con el Urbina. Él no quería vérselas con Jacobo Castellar».

Sin embargo, en su informe definitivo, los investigadores de la Policía escribieron:

Las gestiones practicadas permitieron conocer que, durante el año 1976, existieron unas conversaciones entre el Banco Interamericano y el Banco Urbina, para firmar la fusión de ambas entidades, y se llegó a la conclusión de que la citada fusión era imposible, dado el carácter completamente distinto de tales bancos y de las actividades tan opuestas a que se dedica cada uno de ellos. Estas conversaciones se dejaron en suspenso. Tras esa fecha no se realizó ninguna otra reunión para conseguir la fusión. Se descarta, por lo tanto, que este sea el motivo del asesinato, ya que el marqués de Urbina nunca expresó su conformidad o disconformidad con tal fusión, pues no dependía de él.

Era vital que Daniel Espinosa pagara por el crimen, que un estúpido como el Fotógrafo fuera víctima de un accidente fortuito y que Castellar le convirtiera en un hombre rico… «Pero ¿cómo?», se preguntó con rabia. Demasiadas cosas a la vez confunden la meta de cualquiera. Una pieza debe hacer caer a la siguiente, como fichas colocadas en fila. Ahora se trataba de poner tierra de por medio; salir del ruedo para tomar aire y volver a entrar para matar.

Aquel 30 de agosto, mientras volaba rumbo a Miami, repasó los hechos. En los periódicos, cada vez eran más quienes comenzaban a dar credibilidad a ciertas teorías que se acercaban peligrosamente a la verdad. Fierro empuñó el bolígrafo como si fuera un estilete y comenzó a subrayar:

… persisten las preguntas alrededor de las que gira gran parte de la investigación desde hace casi un mes: ¿quiénes?, ¿por qué? y, especialmente: ¿hubo complicidad desde el interior de esta casa? Y, si la hubo, ¿por parte de quién? Desde los primeros instantes, la Policía tiene la convicción de que han participado varias personas…

Se habían filtrado las declaraciones de los principales sospechosos, hechas bajo secreto de sumario y en el juzgado de Navalcarnero. Los hijos, el administrador, la cocinera, el mayordomo, el Americano… Alicia y Borja ignoraban quién o quiénes podían albergar motivos para matar a sus padres, pues «carecían de significación política ni ejercían cargo ejecutivo alguno». Llevaban la lección bien aprendida. Los herederos «desconocían» si sus progenitores tenían algún enemigo o problemas graves con la servidumbre, pero remarcaron que el marqués había recibido amenazas de ETA y que, cuando viajaba a Lorrio, siempre llevaba su pistola como prevención.

El cerebro de Fierro echaba chispas mientras intentaba ordenar los hechos que la pasma daba por buenos. La investigación la dirigía, en persona, el jefe superior de policía de Madrid y discurría «por una fase mixta», en la que se trataba de dar forma a posibles hipótesis para continuar un proceso de eliminación. Por el momento, habían descartado dos móviles posibles: el atentado político y el robo. «La muerte de María Eugenia de Urbina y de Martín de la Fonte presenta un cuadro de circunstancias que la califican de inexplicable. La policía no ha agotado aún la fase técnica de su investigación. Hay asuntos que salen y otros que no. Nadie debe escandalizarse. En la investigación se están considerando todas las posibilidades, sin descartar ninguna, aun cuando consideremos que la venganza es el móvil más estimable». Sin embargo, cualquier indicio en este sentido era calificado como «equívoco» y en «el actual curso de los acontecimientos, se estima algún tipo de venganza» como el móvil más probable. Tampoco parecían existir pistas para sostener que «todo se deba a un ajuste violento por razones financieras».

En un principio, la policía tampoco descartó la hipótesis de la herencia, pero se hicieron gestiones sobre el marido de la hija mayor de las víctimas que «tiraron por tierra tal especulación». Tras tomar declaración al joven Daniel Espinosa Hontoria, de veintiséis años, esposo de Alicia de la Fonte, los investigadores concluyeron que el matrimonio, formado dos años y en trámite de nulidad, se había legalizado con separación de bienes conyugales.

¿Quién eres tú realmente?

Quienes vivían y trabajaban en la mansión de Somosaguas eran testigos mudos de las juergas, encuentros íntimos y peticiones de dinero de Dani a su amigo Borja. El mayordomo Vicente siguió trabajando para los Urbina durante los meses posteriores al crimen hasta que decidió marcharse, porque, según proclamó a los cuatro vientos, había más implicados que podían estar dentro del chalé. En la instrucción sumarial, declaró ante el juez: «El señorito Borja y el señorito Daniel vivían juntos cuando nadie los veía, antes y después de los asesinatos. Daniel le pedía dinero a Borja y discutían mucho después de que murieran los marqueses. No se puede hacer ni una idea, señoría, de la movida que había allí dentro. El caso Urbina parece una farsa, una comedia. Ha habido, hay y habrá mucho camuflaje». Y relató el día en que Daniel Espinosa entró en el chalé para llevarse un esmoquin por la misma puerta que habían utilizado los asesinos. Damián Fernández le amenazó para que no entrara nunca por allí y le dijo: «O te vas, o te mato». En otra ocasión, «Un día le pregunté a Daniel si estaba implicado en el crimen y él me respondió: "No me va a ocurrir nada"».

Durante el último trimestre de 1980, Daniel Espinosa y Borja de la Fonte se vieron en nueve ocasiones, algunas de ellas sin testigos. En esos encuentros, Dani solo le hablaba de Alicia. Obsesionado. Con el paso de los días, la Policía descubrió algunas cuestiones desconocidas hasta entonces: Borja había comprado una pistola al hermano de Dani y le había entregado a su cuñado 175 000 pesetas para que desempeñara la pulsera de Alicia, que había depositado en el Monte de Piedad. Aunque negó que Dani acudiera con asiduidad al lugar del crimen, Borja no tuvo más remedio que confesar: «Admito que Daniel ha dormido una noche en el chalé, como también lo hicieron otras personas. Yo nunca he dormido solo con Daniel. Lo niego rotundamente».

Era falso. Entre septiembre y diciembre de 1980, Daniel durmió allí al menos dos veces. En una de ellas, entró a medianoche en la habitación de Borja y compartió cama con otro amigo común porque tenía frío. Además, se comprobó que habían viajado juntos a Segovia y que, ya a finales de diciembre, se habían marchado de vacaciones a los Alpes, donde pasaron una semana esquiando, en una excursión organizada por un hermano de Espinosa. Borja, sin convencer a nadie, repetía públicamente: «Daniel y yo vivimos las aventuras normales… Ir a tomar alguna copa por ahí… Dejamos de ser amigos en el momento en que la policía me dijo que Daniel podía ser uno de los participantes en el asesinato de mis padres. Daniel traicionó mi amistad, se traicionó a sí mismo, a su familia, a mi hermana, a todo el mundo».

El cerco policial no descartaba totalmente su implicación en el asesinato de sus padres. Siempre mentía con torpeza, incluso en cuestiones banales: balbuceaba, se hacía acompañar por un abogado… Su desconfianza e inseguridad le ponían en el centro de la diana. Por eso, las palabras de Fierro cayeron sobre él con la sensibilidad de una hormigonera:

—Te están investigando. Creen que participaste.

Al otro lado del hilo telefónico, la voz de Borja se asfixiaba, lejana, casi en un susurro:

—Me han pedido el pasaporte porque piensan que no estaba en Londres cuando los mataron. No puedo demostrarlo. Pasé todo el día solo. Y el pasaporte no me lo sellaron al entrar. Ya sabes.

—También sospechan de tu hermana.

—Es ridículo.

—Alicia estuvo de visita por la noche, horas antes del crimen. Y a la mañana siguiente se perdieron algunas cosas…

—¿Cómo sabes todo eso…?

—Qué importa. —Fierro se dio lustre, estaba especulando a partir de las noticias publicadas en la prensa.

—Me han preguntado por unos documentos que Damián sacó de la caja fuerte por orden mía. Eran cosas de negocios, pero ellos lo relacionan todo.

—¿También ordenaste que lavaran sus cuerpos?

—¡No! —Borja lanzó un grito ridículo, como quien entona una imprecación amanerada y falsa—. Fue cosa del primo Jacobo y de Damián. Querían que mis padres estuvieran más…, más dignos.

—Si no actúas pronto, te implicarán —advirtió Fierro—. ¿Cómo vas a explicar las últimas visitas de Dani a tu casa? ¿Y vuestro viaje a los Alpes?

—¿Qué crees que debo hacer? —preguntó, suplicante.

—Los de Homicidios van a por ti. Pero si alguien, por su cuenta, descubre la verdad gracias a tu colaboración, quizás entonces te dejen en paz.

Le estaba sugiriendo que ejerciera de Judas, que buscara pruebas contra su amigo del alma para alejar de él y de su hermana cualquier sombra de sospecha.

—Pero tú… ¿Por qué…?

—Lo tienes muy fácil —añadió Fierro—. Basta con que alguien de la Policía registre la finca de Tiermes. Hay allí un campo de tiro lleno de casquillos de bala. Y en cuanto a la pistola, el padre de Dani es un conocido coleccionista. Recurre a tu amigo ese, el de Atracos.

—¿A Juan Fernández de Toledo?

—Utilízalo. Háblale del campo de tiro.

—Es un poco cabeza de chorlito.

Fierro miró el reloj. Habían transcurrido casi dos minutos de llamada intercontinental a Londres, desde una centralita pública de Miami. No podrían rastrearla.

—Si no lo haces tú —amenazó Fierro, sin dejar de controlar los segundos en su reloj de pulsera—, seré yo quien se lo cuente a la Policía. Enviaré un anónimo con todo lo que sé.

—¿Tú…? ¿Por qué…?

—Tengo un alto concepto de la justicia.

—¿Qué ganas con esto?

—Contaré la verdad. Y te lo advierto: si pronuncias mi nombre, nadie te creerá, y si lo hacen, te arrastraré conmigo.

—Pero… ¿quién eres tú… realmente?

Fierro colgó el auricular sin despedirse. Incluso un cerebro tan plano como el de Borja habría comprendido que aquella era su única opción.

El origen de su desgracia

No podía fiarse de nadie. Sabía que él era el único nexo entre el asesinato de los marqueses y Jacobo Castellar de Urbina. Si le eliminaban, el Gran Hombre habría culminado el crimen perfecto. Comprendió que su condena era evidente, que se enfrentaba a un enemigo invisible y que lo más adecuado era desaparecer. En Miami, comenzó a notar presencias extrañas, gentes que le miraban desde la distancia bajo el anonimato de unas gafas de sol, entre la multitud despreocupada, mientras aparcaba su coche en los grandes almacenes o entraba en el
burger
de Flamingo Park. De nada le valió dejar su confortable habitación del hotel Delano y marcharse a un discreto apartamento de la playa…. Ojos como puñales.

Se movía nervioso, sin paranoias. Fierro era una persona racional. Había sido entrenado para utilizar el cerebro como una herramienta precisa. En aquel trance, sus dotes de observación le advertían de su propia fragilidad. Pasaba el día vigilante, cubriendo su espalda, calculando cada paso antes de darlo. Cambiar de estilo de vida, de acento o de idioma no era suficiente para garantizar su seguridad. No dejaba de pensar que Castellar y
el Gordo
Barrachina conocían sus tácticas, sus habilidades. Si querían darle matarile, lo tenían muy fácil; bastaba con encargar la faena a alguien como él, a su espejo, a un profesional de la eliminación física. Entre iguales, él resultaba tan fácil de abatir como un pichón de hojalata en una barraca de feria.

Era cuestión de tiempo, de poco tiempo. Maldijo su estampa y decidió prepararlo todo para desaparecer.

Con una identidad que ya había utilizado en un trabajo anterior encargado por el propio Barrachina, se alistó en una empresa de seguridad internacional, dedicada a misiones inconfesables para gobiernos democráticos y grandes multinacionales. Aceptó un destino en Namibia como guardia pretoriano de la African Trust Corporation y, antes de que comenzara el invierno, se dejó matar en el transcurso de una revuelta interétnica. Cuando encontraron su cadáver en una zona selvática, tenía el rostro devorado por las fieras, pero, aun así, lo identificaron. Nadie reclamó su cuerpo y no se le conocían parientes ni domicilio alguno. El consulado se desentendió, fue incinerado y nadie rezó por él. Su necrológica quedó reducida a una pequeña esquela y una breve noticia de United Press que algunos periódicos españoles reprodujeron como una curiosidad: «Mercenario español devorado en África». Bajo una nueva identidad, con algunos retoques básicos de cirugía, Fierro regresó a España. Todo lo había dejado atrás. Decidió no acercarse a sus cuentas cifradas en las Caimán y dejar que, de momento, sus ahorros durmieran como si él hubiera muerto de verdad. Tenía suficiente dinero para pagar las cuentas y pasar inadvertido.

Con el paso de los meses, terminó por convertirse en un espectro de sí mismo. El pulso le temblaba de rabia y había dejado en reposo su lucidez de depredador. Por el momento. El fantasma de Inma le impedía dormir tranquilo. El asesinato de la muchacha pesaba sobre su conciencia y, al mismo tiempo, persistía como una cuenta pendiente. El rostro inocente de Inma, su cuerpo fresco y generoso, aquella ternura suya que le hacía sentirse como el ser humano que no era. Todo había sido talado por el hachazo de aquellos canallas. «Paciencia», se repetía, pero el rostro ensangrentado de la chica no le dejaba ni a sol ni a sombra. No haber respondido inmediatamente con la sangre de Castellar estaba en el origen de su desgracia.

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