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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (10 page)

BOOK: El asiento del conductor
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—¡Policía! ¡Llamen a la policía!

El hombretón la alcanza a la altura de la cancela.

—¡Calle! Estese callada y entre al coche, por favor. Le prometo que regresamos. Lo siento, señora. No le he hecho ningún daño, ¿verdad? Solo un beso. ¿Qué es un beso de nada?

Lise echa a correr y agarra la puerta del asiento del conductor. Sin hacer caso de Carlo, que grita «¡Por la otra!», entra en el coche, arranca y sale del callejón marcha atrás a toda velocidad. Se inclina para echar el seguro de la puerta del copiloto justo a tiempo de impedirle que la abra.

—De todos modos no es usted mi tipo —grita.

Y sale con tal rapidez que Carlo, agarrado a la puerta de atrás, ve frustrado su intento de abrirla.

Como él se empeña en correr detrás del coche, Lise grita:

—Si lo denuncia ala policía, les contaré la verdad y se armará un escándalo en su familia.

Y ya está lejos y fuera de su alcance.

Conduce con pericia y estilo de experta, deteniéndose puntualmente en los semáforos y canturreando mientras espera.

Eya, iya, ey

echad a la olla el buey

para el caníbal del rey

de las islas de Carey

Su bolsa de cremallera está en el suelo del coche. Mientras espera el cambio de luces, la sube al asiento, la abre y, con algo parecido a la satisfacción, contempla en el interior los envoltorios de diversas formas como quien contempla el fruto de una provechosa jornada de trabajo. Llega a un cruce de carreteras en el que se acumula el tráfico. Hay un policía que lo regula. Cuando le da paso, Lise se detiene a su altura y pregunta por dónde se llega al Hilton.

El policía, un hombre joven, se inclina para indicarle la dirección.

—¿Lleva usted revólver? —pregunta ella. El aturdido joven no llega a responder antes de que Lise añada—: Porque, si lo lleva, podría pegarme un tiro.

El policía aún está buscando las palabras cuando ella sale disparada. Lise advierte por el retrovisor que el joven se queda mirando el coche que se aleja con la probable intención de anotar la matrícula, cosa que en efecto hace, porque la tarde del día siguiente, cuando le enseñen el cuerpo, dirá:

—Sí, es ella. Reconozco su cara. Me dijo que si tenía un revólver podía pegarle un tiro.

Circunstancia que traerá muchas complicaciones a la vida privada de Carlo cuando el rastro del automóvil conduzca hasta él. La policía no lo soltará sin someterlo primero a un interrogatorio de seis horas. Por lo demás, todos los periódicos del país publicarán una foto suya y otra de su joven aprendiz, que celebrará por su cuenta y riesgo una bulliciosa rueda de prensa.

Pero ahora, en el hotel Hilton, detiene su coche nada más cruzar la verja del vado de entrada. Delante de Lise hay una fila de automóviles y detrás un grupo de policías. Al otro lado, en la zona de estacionamiento, se ven otros dos vehículos policiales. El resto de la entrada está ocupado por una línea de cuatro larguísimas limusinas, cada cual con su chofer de uniforme apostado.

Los policías se agrupan a uno y otro lado de la puerta del hotel, con los rostros destacados bajo el brillo de las luces, en el momento en que bajan los peldaños de la salida dos mujeres que parecen gemelas idénticas, vestidas de negro, con el cabello oscuro recogido en lo alto, seguidas de una importante figura de tipo árabe y aspecto de jeque a juzgar por el tocado y la túnica, de rostro afilado y ojos centelleantes, que desciende con un movimiento flotante, como si solo rozara con los pies un centímetro o dos de suelo. Va flanqueado por dos hombres trajeados, con gafas, más bajos que él y de tez morena. Las dos mujeres vestidas de negro se quedan detrás, modosas como dos amas de llaves. Cuando la figura de la túnica se acerca a la primera limusina, los hombres trajeados retroceden unos pasos para dejar que el hombre importante penetre en las profundidades del automóvil. Solo entonces se disponen a bajar dos mujeres de ropajes negros, con la mitad inferior del rostro cubierta por un velo y la cabeza envuelta en tapices; tras ellas aparecen dos hombres, estos sirvientes, que sostienen en los brazos doblados el peso de numerosas prendas envueltas en fundas de plástico y colgadas de perchas. Siempre de dos en dos, van apareciendo los demás integrantes del séquito, y todas las parejas se mueven de tal modo al unísono que no se sabe sí comparten una misma alma o dos papeles bien ensayados para el coro de una ópera verdiana. Dos hombres vestidos a la occidental si no fuera por su fez rojo son admitidos, a su vez, en una de las limusinas, y, cuando Lise se apea para unirse a los mirones, dos árabes jóvenes y raídos, que visten unos pantalones grises arrugados y unas camisas blancuzcas, cierran la procesión, soportando el peso de otras tantas cestas de un tamaño enorme rellenas de naranjas y de un colosal termo que sobresale de la fruta un poco inclinado, al modo de una botella de champán en su cubo del hielo.

Un grupo de personas paradas en la entrada, cerca de Lise, que han salido de sus respectivos taxis y coches particulares, comenta el acontecimiento.

—He visto en la televisión que estaba aquí de vacaciones, pero ahora regresa porque han dado un golpe militar en su país.

—¿Y cómo es que regresa?

—No, no regresa, créame. Jamás.

—¿Qué país es ese? Espero que no nos afecte, porque con el último golpe de Estado mis acciones bajaron tanto que estuve a punto de arruinarme. Incluso los fondos de inversión…

Los policías han vuelto a sus coches, y la caravana, escoltada por ellos, emprende su majestuosa marcha.

Lise sube al coche de Carlo y lo lleva todo lo deprisa que puede al aparcamiento, donde lo abandona y se guarda las llaves. Luego se precipita al hotel ante la mirada indignada de un portero presumiblemente ofendido por su gusto, sus ropas, el refregón del abrigo y el aspecto ajado que ha ido adquiriendo con el trascurso de la tarde, todo lo cual, en el programa de la calculadora interna del empleado, la puntúa a la baja en la escala del gasto.

Va directa a los aseos de señoras y una vez dentro, además de arreglar su aspecto en la medida de lo posible, ocupa uno de los cómodos asientos del tocador suavemente iluminado y examina cosa por cosa el contenido de la bolsa de cremallera, que deja en una mesita a su lado. Acaricia la caja de la batidora y la devuelve a su lugar en la bolsa. Guarda también sin abrir el paquete blando de las corbatas, pero, después de rebuscar en el bolso algo que al parecer no encuentra, saca la barra de labios y escribe en el envoltorio «Papa». Hay una bolsita de papel abierta a cuyo contenido echa una ojeada: es el pañuelo naranja. Lo repone en su sitio y saca otra bolsa pequeña, la que contiene el pañuelo blanco y negro. Esta vez la dobla y escribe con el carmín en letras mayúsculas «OLGA». Otro de los paquetes parece que la desconcierta. Antes de abrirlo, lo palpa un momento con los párpados entornados. Contiene el par de zapatillas de hombre que la señora Fiedke había extraviado en la tienda y que, por lo visto, acabó guardando en la bolsa de Lise. Las empaqueta de nuevo y las devuelve a la bolsa. Por fin, saca el libro de bolsillo junto con un paquete alargado, que abre. Se trata de una caja preparada para regalo en cuyo interior está el abrecartas dorado con su funda, propiedad también de la Señora Fiedke.

Lentamente devuelve la barra de labios al bolso, deposita el libro y la caja del abrecartas en la mesita y la bolsa de cremallera en el suelo. Luego procede a examinar el contenido de su bolso: dinero, la guía turística con el plano, el manojo de seis llaves que lleva consigo desde esta mañana, las llaves del coche de Carlo, la barra de labios, el cepillo, la polvera y el billete de avión. Con la boca entreabíerta, se recuesta en una posición relajada, aunque los ojos demasiado abiertos delatan una falsa calma. Vuelve al contenido del bolso: una cartera con billetes, un monedero con calderilla. Se yergue con tal brusquedad que la señora que atiende el tocador, antes inactiva y sentada en una esquina cercana a los lavabos, se pone de pie con sobresalto. Lise recoge sus pertenencias. Guarda el abrecartas en la bolsa, encajándolo de canto con esmero, y cierra la cremallera. También el bolso ha recuperado todo su contenido, si se exceptúa el manojo de llaves que ha paseado en sus desplazamientos. Sostiene el bolso en la mano y deja caer el llavero con un tintineo en el platillo de las propinas, la recompensa para la señora de los lavabos.

—Ya no las necesito —dice.

Luego, con la bolsa de cremallera, el libro, el bolso de mano, el cabello peinado y la cara limpia, abre la puerta y sale al vestíbulo del hotel. El reloj que cuelga sobre el mostrador de recepción marca las nueve y treinta y cinco. Lise se encamina al bar, donde echa un vistazo a su alrededor. La mayor parte de las mesas esta ocupada por grupos de gente que charla. Se sienta a una mesa libre, situada a desmano, y pide un whisky apremiando al vacilante camarero.

—Tengo que tomar un tren.

Le sirven la bebida junto con una jarra de agua y un platito de cacahuetes. Después de aguar el whisky, bebe un sorbo y se come todos los cacahuetes. Toma otro sorbito del vaso y, dejándolo casi lleno, se pone de pie y hace una señal para que le traigan la cuenta.

Al abonar el costoso refrigerio con un billete que saca del bolso, dice al camarero que se quede con el resto, lo que supone una propina elevadísima. El camarero la acepta con una cortesía llena de incredulidad y la sigue con la vista hasta que abandona el bar. También él aportará su modesta declaración a la policía al día siguiente, al igual que la señora de los lavabos, temblorosa por el suceso que ha pasado rozando su vida sin previo aviso.

Lise se detiene un momento en el vestíbulo del hotel y sonríe. Luego, sin más dudas, se acerca a un grupo de sillones de los que solo uno esta ocupado. Allí se sienta un hombre de aspecto enfermizo. El chofer uniformado que se inclina sobre el con deferencia para oír sus palabras se retira a un ademán de su señor justo cuando ella se aproxima.

—¡Aquí está usted! —exclama Lise—. Llevo todo el día buscándolo. ¿Dónde se había metido?

El hombre cambia de posición para mirarla.

—Jenner ha ido a picar algo. Luego salimos para la villa. ¡Puñetero incordio, venir a la ciudad, tener que rehacer todo el camino! Dile a Jenner que le doy media hora. Tenemos que irnos.

—Vendrá enseguida. ¿NO me recuerda del avión?

—El jeque. Esa chusma asquerosa ha tomado el poder en su ausencia. Ahora ha perdido el trono o como se llame su asiento. Fuimos juntos al colegio. ¿Por qué me llama? Me telefonea, me trae hasta la ciudad y cuando llegamos me dice que no puede venir a la villa porque en su país han dado un golpe.

—Yo lo llevaré a la villa. Venga, tengo el coche ahí fuera.

—La última vez que vi al jeque fue en el treinta y ocho. Fuimos de Safari. Un pésimo tirador, para quien sabe algo de caza mayor. Hay que esperar los «restos». Se llama así, ¿sabe?, porque cuando el animal mata su presa la arrastra hasta la maleza y tú sigues el rastro que va dejando. Si encuentras los restos, esta hecho. La pobre bestia sangrienta sale al día siguiente para comérsela. Se chiflan por la carne pasada. Y solo dispones de unos segundos. Tú estás aquí y otro tío allí y un tercero más allá. No puedes disparar desde aquí, ¿comprende?, porque allí hay otro cazador y no vas a matarlo. Tienes que disparar desde aquí o desde allí. Al jeque hace años que lo conozco porque fuimos juntos al colegio. Un tirador de mierda. Falló por dos metros a una distancia de cinco.

Mira de frente, con los labios temblorosos.

—Al final, no es usted mi tipo —dice Lise—. Me lo había parecido, pero iba muy descaminada.

—¿Qué? ¿Quiere tomar algo? ¿Dónde está Jenner?

Lise reúne las asas de sus bolsos, coge su libro, mira al hombre sin verlo, como si ya fuera un recuerdo lejano, y se va sin decir adiós o, mejor, como si ya le hubiera dicho adiós hace mucho tiempo.

Cruza como una centella por delante de unas cuantas personas del vestíbulo, que se fijan en ella con la misma curiosidad indiferente con que se han fijado otros a lo largo del día. Predominan los turistas, de modo que una facha excepcional entre tantas otras no desvía mucho tiempo su atención. Fuera, se dirige al aparcamiento en el que ha dejado el coche de Carlo, y no lo encuentra.

—He perdido el coche. Un Fiat 125. ¿Ha visto usted a alguien salir con un Fiat? —pregunta al portero.

—Señora, aquí Fiats salen y entran unos veinte a la hora.

—Pero yo aparqué allí hace menos de una hora un Fiat color crema. Un poco sucio porque vengo de viaje.

El portero envía a un botones a buscar al aparcacoches, que se acerca con un humor de perros porque le han interrumpido la conversación con un cliente más lucrativo. Admite haber visto salir un Fiat color crema conducido por un hombre grande y gordo que, según él mismo, era su dueño.

—Tendría otro juego de llaves —dice Lise.

—¿Has visto entrar a la señora conduciéndolo? —pregunta el portero.

—No. La realeza y la policía me han tenido ocupado, ya lo sabes. Además, la señora no me dijo nada de que cuidara su coche.

—Bueno, pensaba darle la propina luego, pero le doy una ahora —dice Lise, abriendo el bolso.

Y le tiende las llaves de Carlo.

—Mire, señora, no podemos hacernos responsables de su coche. Si desea hablar con el conserje, él puede llamar a la policía. ¿Se aloja usted en el hotel?

—No. Pídame un taxi.

—¿Lleva usted el permiso de conducir? —pregunta el aparcacoches.

—¡Lárguese! No es usted mi tipo.

El hombre está que arde. Otro testigo para mañana.

Mientras tanto, el portero ayuda a unos clientes recién llegados en taxi. Lise consulta en voz alta al conductor, que accede a llevarla con una indicación de la cabeza.

En cuanto se apean los pasajeros, ella salta a su interior.

—¿Está segura de que el coche era suyo, señora? —grita el aparcacoches.

Por la ventanilla, Lise arroja a la grava las llaves de Carlo. Da el nombre del hotel Metropol al taxista con las mejillas surcadas de lágrimas.

—¿Le Ocurre algo, señora? —pregunta el hombre.

—Se me hace tarde —dice, sollozando—. Se me está haciendo terriblemente tarde.

—No puedo ir más rápido, señora. Mire que tráfico.

—No encuentro a mi novio. No sé dónde se ha metido.

—¿Piensa encontrarlo en el Metropol?

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