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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (8 page)

BOOK: El asiento del conductor
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—Me parece que me quedé un momento dormida. No fue un patatús, solo una cabezadita. ¡Qué gente tan amable! Querían meterme en un taxi, pero ¿para qué voy a regresar al hotel? Mi pobre sobrino no llegará hasta las nueve de la noche o más. Debió de perder el vuelo anterior. El conserje tuvo la amabilidad de llamar para averiguar la hora del siguiente vuelo.

—Mírela —susurra Lise—, pero mírela. ¡No, espere!

Ya verá cómo vuelve a empezar en cuanto pongan el disco siguiente.

Comienza el disco y la chica se bambolea.

—¿Cree usted en la macrobiótica? —pregunta Lise a la señora Fiedke.

—Yo soy Testigo de Jehová, aunque me convertí después de que muriera el señor Fiedke, y desde entonces se me acabaron todos los problemas. El señor Fiedke desheredó a su hermana porque ella no tenía religión ninguna, ¿sabe usted? Dudaba, y hay cosas que no se pueden dudar. Pero me consta que si el señor Fiedke viviera también sería Testigo. Ya lo era en muchos aspectos sin saberlo.

—La macrobiótica es una forma de vida. Ese hombre del Metropol que conocí en el avión es un Maestro Iluminado de la macrobiótica. Pertenece al Séptimo Régimen.

—¡Qué encantador! —exclama la señora Fiedke.

—Pero no es mi tipo.

La chica de las coletas baila sola delante de ellas. De pronto da unos pasos atrás y la anciana se ve obligada a retroceder para apartarse de su camino.

—¿Es lo que se llama una
hippy
? —pregunta.

—En el avión iban otros dos hombres que creí que eran mi tipo, pero resultó que no. Me llevé una desilusión.

—Sin embargo, pronto se va a reunir con su caballero, ¿no es cierto? ¿No me lo dijo usted?

—¡Ah!, él Sí que es mi tipo.

—Tengo que comprar unas zapatillas de la talla 42 para mi sobrino, el que ha perdido el avión.

—Aquel de allí es un
hippy
—dice Lise, señalando con la cabeza a un joven caído de hombros, con barba, que viste unos vaqueros ceñidos en otro tiempo azules y lleva sobre los hombros todo un surtido de chaquetas de lana y de prendas de cuero con flecaduras, demasiado gruesas para la época del año.

La señora Fiedke mira con interés y susurra a Lise:

—No es culpa suya. Son hermafroditas.

El chico de la barba vuelve la cara cuando un fornido vigilante uniformado de azul le toca en el hombro. El barbado joven argumenta y gesticula, circunstancia que atrae a un segundo vigilante, este más flaco, a su otro hombro. Entre los dos conducen al protestón hacia la escalera de la salida de urgencia, hecho que produce el estallido de un pequeño altercado entre el grupo de oyentes del disco, donde unos se ponen de parte del joven y otros no.

—¡No hacía daño a nadie!

—¡Huele que apesta!

—Pero ¿usted quién se cree?

Lise camina hacia la sección de los televisores seguida de una nerviosa señora Fiedke. Detrás de ellas, la chica de las coletas habla al grupo.

—Se creen que están en Estados Unidos, donde si no les gusta la cara de una persona la sacan a la calle y le pegan un tiro.

—¡Pero si no se le ve la cara con los pelos! ¡Vete por donde has venido, golfanta! En este país, nosotros… —le contesta un hombre a gritos.

La bronca se va disipando a medida que las dos mujeres se introducen en la zona de los televisores, donde las pocas personas que antes prestaban atención al vendedor se reparten ahora entre su tranquila facundia y la incipiente revuelta política que tiene lugar en «Discos y Tocadiscos». Dos pantallas de televisión, una grande y otra pequeña, ofrecen el mismo programa, un documental a punto de terminar sobre la fauna salvaje. Una manada de búfalos al galope, grande en una pantalla y pequeña en la otra, cruza los dos campos visuales, acompañada de una inequívoca música de apoteosis final con idéntico volumen en ambos aparatos. El vendedor baja el sonido del televisor grande y continúa hablando a su público, que ha quedado reducido a dos personas, sin quitar ojo al deambular de Lise, seguida de la señora Fiedke.

—¿Podría ser ese su caballero? —pregunta la señora Fiedke mientras en la pantalla va apareciendo una lista con los nombres de los responsables del documental, seguida de otra y de otra más.

—Me lo estaba preguntando. Por el aspecto, parece un hombre respetable.

—De usted depende —dice la señora Fiedke—. Es usted joven y tiene toda la vida por delante.

Una acicalada locutora aparece en los dos televisores, el grande y el pequeño, para dar los titulares de media tarde. Tras informar de que son las cinco, pasa al último golpe militar que acaba de producirse en un país de Oriente Próximo, cuyos detalles aún se desconocen. El vendedor, abandonando a los clientes en potencia a sus cavilaciones íntimas, inclina la cabeza hacia la señora Fiedke y le pregunta si desea algo.

—No, gracias —replica Lise en el idioma del país, lo que hace que el vendedor se acerque más y persiga en inglés a la Señora Fiedke.

—Esta semana tenemos grandes descuentos, señora.

Dirige una mirada picarona a Lise y hasta se acerca y le aprieta el brazo.

Lise se vuelve a la anciana.

—No vale —dice—. Vamos, se hace tarde.

Y conduce a la anciana hasta «Regalos y Curiosidades», al fondo de la planta.

—No es mi hombre en absoluto. Ha intentado sobrepasarse. El que yo busco reconocerá enseguida a la mujer que hay en mí y no me temerá.

—¿Da usted crédito? —dice la señora Fiedke, volviéndose llena de indignación a la sección de televisores—. Deberíamos presentar una queja. ¿Dónde está administración?

—¿De que serviría? No tenemos pruebas.

—Tal vez deberíamos comprar las zapatillas de mi sobrino en otra parte.

—¿De verdad quiere comprarle unas zapatillas?

—Me parecían un regalo agradable. Mi pobre sobrino… ¡El conserje del hotel fue tan amable! El pobre chico tenía que haber llegado de Copenhague en el vuelo de esta mañana. Yo estuve esperando y esperando. Supongo que perdió el avión. El conserje miró los horarios y hay otro vuelo esta noche. Que no se me olvide que no puedo irme a la cama, porque el avión aterriza a las diez y veinte, pero, ya se sabe, cuando él quiera llegar al hotel serán las once y media o las doce.

Lise está mirando unas billeteras de piel con un grabado en relieve del emblema de la ciudad.

—Estas son bonitas —comenta—. Cómprele una. Toda su vida recordará que se la regaló usted.

—Prefiero las zapatillas. No sé por qué, pero las prefiero. Mi pobre sobrino estuvo indispuesto y tuvimos que ingresarlo en una clínica. Era una de dos, no nos dieron otra posibilidad. Ahora está mucho mejor, casi bien, pero necesita descanso. Descanso, descanso y descanso es lo que prescribió el médico. Calza un 42.

Lise juguetea primero con un sacacorchos y luego con un tapón de corcho con la cabeza de cerámica.

—Con las zapatillas tendrá la sensación de que le considera un inválido. ¿Por que no le compra un disco o un libro? ¿Qué edad tiene?

—Solo veinticuatro. Le viene por vía materna, ¿sabe usted? A lo mejor tendríamos que ir a otra tienda.

Lise se inclina sobre el mostrador para preguntar en qué departamento están las zapatillas de caballero y traduce pacientemente la respuesta a la señora Fiedke.

—Los zapatos, en la tercera planta. Tenemos que retroceder. Los otros almacenes son mucho más caros y cobran lo que les da la gana. La guía recomienda este porque mantiene los precios fijos.

Arriba de nuevo, con la vista panorámica de los departamentos que se alejan a medida que ellas ascienden. Compran las zapatillas y bajan a la planta de calle. Allí, cerca de la puerta de salida, encuentran otro departamento de regalos con una miscelánea de tentaciones. Lise compra un nuevo pañuelo de cabeza, este en, naranja chillón, y una corbata de hombre a rayas amarillas y azul oscuro. Luego, al vislumbrar entre la gente un perchero del que cuelga un amplio surtido de corbatas, todas en su funda de plástico transparente, cambia de opinión sobre los colores de la que ha comprado. La chica del mostrador, fastidiada por las molestias que implica el reembolso del dinero, la acompaña hasta el perchero para ver si puede efectuarse el cambio.

Lise elige dos corbatas, una negra, sencilla, de punto de algodón, y otra verde, pero cambia otra vez de parecer.

—La verde es demasiado fuerte, creo.

Como la chica da muestras de disgusto, con una resignación desazonada, Lise añade:

—Está bien, deme dos corbatas negras, que Siempre vienen bien, y por favor, quite el precio.

Regresa al mostrador en el que ha dejado a la señora Fiedke, abona la diferencia y recoge su paquete. La Señora Fiedke aparece por la puerta donde ha examinado a la luz del día dos billeteras de piel.

Uno de los dependientes, que andaba merodeando, no fuera a tratarse de esas que salen pitando con la mercancía en la mano, la sigue hasta el mostrador.

—Las dos son de una piel excelente, señora.

—Creo que ya tiene una —responde la señora Fiedke, que elige un abrecartas enfundado.

Lise, que la está mirando, dice:

—Estuve a punto de comprar uno para mi novio en el aeropuerto antes de salir. No era exacto, pero se parecía mucho. Se trata de un abrecartas de latón, curvo como una cimitarra. La funda está recamada, pero no tiene piedras incrustadas como la que Lise pensó comprar esta misma mañana.

—Basta con las zapatillas —dice Lise.

—Tiene usted mucha razón. No conviene mimarlos. —Mira una cartera con llavero y luego compra el abrecartas.

—Si utiliza abrecartas —dice Lise—, no será un
hippy
, porque en ese caso las abriría con los dedos.

—¿Sería abusar que lo metiera en su bolsa? —pregunta la señora Fiedke—. Y las zapatillas… ¡Ay!, ¿dónde están las zapatillas?

El envoltorio de las zapatillas ha desaparecido, se ha evaporado. La anciana cree haberlo dejado en el mostrador mientras iba a la puerta a comparar las dos billeteras de piel. Alguien lo ha cogido; se lo han robado. La gente simpatiza con ella y se pone a buscarlo, aunque le advierten que ha sido culpa suya.

—¡Qué más da!, es probable que tenga muchas zapatillas —interviene Lise—. ¿Cree usted que él es mi tipo de hombre?

—Tenemos que visitar los monumentos —dice la señora Fiedke—. No podemos desperdiciar esta oportunidad de oro de ver las ruinas.

—Si es mi tipo, quiero conocerlo.

—Es muy de su tipo —dice la señora Fiedke—. Cuando se comporta.

—¡Qué pena que llegue tan tarde! Porque ya tenía la cita concertada con mi novio. Claro que, si no se presenta antes de que llegue su sobrino, me gustaría conocerlo. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Richard. Nunca lo llamamos Dick. Su madre sí, pero nosotros no. Espero que haya cogido bien el avión. ¡Ah… !, ¿dónde esta el abrecartas?

—Lo metió usted aquí —dice Lise, señalando su bolsa de cremallera—. No se preocupe, esta seguro. Vamos afuera.

Salen a la calle soleada junto con un aluvión de compradores.

—Espero que este en ese avión. Algo he oído de que quería pasar por Barcelona para ver a su madre antes de venir a mi encuentro, pero no quise aceptarlo, me negué en redondo. Nada de volar desde Barcelona, le dije. Yo soy una creyente estricta, de hecho, una testigo, pero no confío en las líneas aéreas de los países cuyos pilotos creen en la otra vida.

Se va más seguro con los incrédulos. Me han dicho que en ese particular las líneas escandinavas son absolutamente fiables.

Lise mira a uno y otro lado de la calle y suspira.

—Ya no puede quedar mucho. Mi amigo se presentará de un momento a otro. Sabe que he venido hasta aquí para verlo, ya lo creo que lo sabe. Estará esperando por ahí. Eso aparte, no tengo otros planes.

—¡Vaya disfraz de carnaval! —exclama una mujer que mira con descaro a Lise al pasar y continúa su camino riendo, riendo con una risa incontenible, semejante a un torrente dispuesto a precipitarse por todas las laderas que encuentre a su paso.

Capítulo 5

—No me lo quito de la cabeza —dice la señora Fiedke—.

No me quito de la cabeza que mi sobrino y usted están hechos el uno para el otro. Con toda seguridad, querida mía, es usted la mujer para mi sobrino. Alguien tendrá que hacerse cargo de el, en todo caso, eso está claro.

—Solo tiene veinticuatro años —reflexiona Lise—. Es demasiado joven.

Se alejan de las ruinas por un camino abrupto. Un sendero de tierra en el que se han excavado unos rústicos peldaños, perfilados y contenidos por unos listones de madera colocados en los bordes. Lise sostiene a la señora Fiedke de un brazo para ayudarla a bajarlos uno a uno.

—¿Cómo sabe su edad? —pregunta la anciana.

—¿No me lo dijo usted misma?

—Sí, pero hace mucho que no lo veo, ¿sabe? Ha estado fuera.

—Puede que hasta sea más joven. Cuidado, vaya despacito.

—O todo lo contrario. La gente envejece con los años de malos tragos. Mirando esos mosaicos tan interesantes que hay en aquel templo antiguo se me vino a la cabeza que el pobre Richard es justamente el hombre que usted busca.

—Bueno, eso es idea suya, no mía. No lo sabré hasta que lo vea. Por mi parte, creo que ese hombre está a la vuelta de la esquina, ahora mismo, en cualquier momento.

—¿Qué esquina?

La anciana mira a uno y otro lado de la calle que corre debajo de ellas, al pie de los escalones.

—En una esquina. En una antigua esquina.

—¿Nota usted una presencia? ¿Piensa reconocerlo así?

—No propiamente una presencia —dice Lise—, sino la falta de una ausencia, eso es. Sé que lo encontraré. Sin embargo, no hago más que equivocarme.

Rompe a llorar, dando breves sorbos y sollozos, y las dos se detienen mientras la señora Fiedke extrae de su bolso un tembloroso pañuelo rosa para que Lise se limpie los ojos con unos toquecitos y se suene la nariz. Sin dejar de sorber, Lise arroja lejos el maltratado trocito de papel y vuelve a tomar del brazo a la anciana para acabar el descenso.

—Demasiada represión, producto del miedo y de la timidez, eso es lo malo con ellos. Son cobardes, casi todos.

—Yo siempre lo he creído. No cabe duda. ¡Hombres!

Han llegado a la avenida por donde el trafico pasa atronando a la caída de la tarde.

—¿Por dónde cruzamos? —pregunta Lise, mirando a derecha e izquierda de la abrumadora calle.

—Ahora reivindican la igualdad de derechos con nosotras —dice la señora Fiedke—. Por eso yo nunca voto a los Liberales. Que si perfumes, que si joyas, que si el pelo largo hasta los hombros. Y no hablo de los que han nacido así, esos que no pueden evitarlo y que convendría llevar a una isla desierta. No, hablo de los otros. Antes se levantaban y te abrían la puerta y se quitaban el sombrero, pero hoy en día quieren la igualdad. Y yo digo que, si Dios hubiera tenido intención de hacerlos tan bien como a nosotras, los habría creado distintos a ojos vistas. Ya no quieren vestir todos igual, lo que no es más que una jugada en nuestra contra. No se puede manejar un ejército así, menos aún a todo el sexo masculino. Con el debido respeto al señor Fiedke, que en paz descanse, el sexo masculino ha perdido el norte. Naturalmente, el señor Fiedke conocía el puesto que le correspondía en su condición de hombre, justo es reconocérselo.

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