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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (12 page)

BOOK: El asiento del conductor
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—No, no quiero. Quiero quedarme. Esta mañana vine aquí, pero me fui nada más verte, y ahora también quiero irme.

Tira para zafarse de ella.

—Tengo el coche ahí fuera —dice Lise, y empuja la pequeña puerta giratoria.

El hombre sale con ella como un preso. Lise lo lleva hasta el coche, le suelta el brazo, se sube al asiento del conductor v espera a que el joven dé un rodeo y entre. Luego, arranca llevándolo a su lado.

—No se quién eres. No te he visto en mi vida —dice él.

—Eso es lo de menos. Llevo todo el día buscándote. Me has hecho perder el tiempo. ¡Menudo día! ¡Y pensar que había acertado a la primera! Esta mañana, nada más verte, supe que eras tú. Tú eres mi tipo.

El hombre se estremece.

—Estuviste ingresado. Eres Richard. Se cómo te llamas porque me lo dijo tu tía.

—Llevo seis años en tratamiento y quiero empezar desde cero. Mi familia me espera para verme.

—¿Todas las habitaciones de la clínica eran de color verde pálido? ¿Había un tío grande, de mano dura, que patrullaba toda la noche arriba y abajo en los dormitorios colectivos por si acaso?

—Sí.

—Deja de temblar. Es el temblor del manicomio, pero se te pasará enseguida. ¿Cuánto tiempo te tuvieron en la cárcel antes de enviarte a la clínica?

—Dos años.

—¿La estrangulaste o fue a cuchilladas?

—La acuchillé, pero no murió. Nunca he matado a una mujer.

—No por falta de ganas. Lo supe esta mañana.

—Nunca en tu vida me habías visto.

—Eso es lo de menos. No viene a cuento. Eres un maníaco sexual.

—No, no. Eso es agua pasada. Nunca, nunca más.

—Bueno, no tienes por qué hacérmelo.

Lise atraviesa el parque y gira en dirección al Pabellón. No se ve un alma. Los grupos de curiosos se han disipado; los coches han desaparecido.

—El sexo es normal. Estoy curado. El sexo está bien.

—Está bien en el momento y está bien antes; el problema viene después si no eres un animal, claro.

El después suele ser muy triste.

—Te da miedo el sexo —dice él casi alegre, como si atisbara una oportunidad de dominar la situación.

—Solo el después, pero eso ya no importa.

Al llegar al Pabellón, frena y mira a su acompañante.

—¿Por qué tiemblas? Pasará rápido.

Alcanza su bolsa de cremallera y la abre.

—Ahora actuemos con lucidez. Esto es un par de zapatillas, regalo de tu tía. Puedes llevártelas luego.

Las echa al asiento de atrás, saca un envoltorio y lo examina.

—Es el pañuelo de Olga.

Y lo devuelve a la bolsa.

—En el parque matan a muchas mujeres —dice él, recostándose en el asiento. Está más tranquilo.

—Sí, desde luego, porque ellas lo quieren.

Continúa hurgando en su bolsa.

—No te pases de la raya —advierte él en un tono sereno.

—Eso te lo dejo a ti.

Lise saca otro envoltorio. Lo mira y desenvuelve el pañuelo naranja.

—Este es el mío. Un color delicioso a la luz del día.

Se lo pone en el cuello.

—Me apeo —dice él, y abre la portezuela de su lado—. Vamos.

—Un minuto. Espera solo un minuto.

—Matan a un motón de mujeres —repite.

—Sí, ya lo sé, ellas se lo buscan.

Extrae el paquete de forma rectangular, desgarra el envoltorio y abre la caja que contiene el abrecartas curvo dentro de su funda.

—Otro regalo para ti. Te lo compró tu tía.

Desenvuelve la daga y arroja el estuche por la ventanilla.

—No, no quieren que las maten. Se defienden. Yo lo sé. Pero nunca he matado a una mujer, nunca.

—Vamos, se hace tarde y conozco el sitio.

Abre la puerta y sale con el abrecartas en la mano.

Llegará la mañana, y al caer la noche la policía le pondrá delante el mapa marcado con una equis en el punto en que se localiza el famoso Pabellón, sobre el dibujito.

—Lo señaló usted.

—No, yo no. Debió de ser ella porque conocía el camino y me llevó directa.

Poco a poco irán descubriéndole que conocen sus antecedentes. Le hablarán a gritos y se relevarán en la mesa. Entrarán y saldrán del despacho de pequeñas dimensiones, acosados por la inquietud y el miedo incluso antes de que la identidad de Lise los conduzca hasta el lugar de donde procede. Le hablarán con suavidad, razonarán con él cuando, secretamente decepcionados, verifiquen que las pruebas encontradas confirman su relato.

—¿No te llevaste a la mujer fuera de la ciudad la última vez que perdiste el dominio de tus actos?

—Pero ésta me llevó a mí. Me obligó. Era ella la que conducía. Yo no quería ir. Me la encontré por causalidad.

—¿No la habías visto antes?

—La vi por primera vez en el aeropuerto. En el avión se sentó a mi lado y yo me levanté porque me daba miedo.

—¿Miedo de qué? ¿De qué te asustabas?

Los interrogadores darán vueltas y más vueltas, harán lentos progresos, cargando siempre con las mismas preguntas, como carga el caracol con las espirales de su concha.

Lise camina hacia las grandes cristaleras del Pabellón, se acerca y pega la cara para ver el interior, seguida de su acompañante. Luego rodea el edificio en dirección al seto.

—Ahora me tumbo ahí y tú me atas las manos con el pañuelo. Pondré una muñeca encima de la otra, como se debe. Luego tú me atas los tobillos con la corbata y me lo clavas. —Indica la garganta—. Primero aquí —dice antes de señalarse un punto debajo de cada pecho— y luego aquí y aquí. Después, donde te apetezca.

—No quiero —protesta él, mirándola fijamente—.

No era mi intención. Yo tenía otros planes. Deja que me vaya.

Lise desenfunda el abrecartas, comprueba el filo y la punta y comenta que no son muy cortantes, pero que servirán.

—No se te olvide que es curvo.

Mira la funda grabada en su mano v, con indiferencia, deja que se le escurra entre los dedos.

—Cuando lo claves, cerciórate de tirar hacia arriba para que penetre bien.

Le hace una demostración con la muñeca.

—Te cogerán, pero te queda la ilusión de poder huir con el coche. Así que al acabar no pierdas tiempo mirando lo que has hecho, lo que acabas de hacer.

Se tumba en la grava y él coge el abrecartas.

—Antes átame las manos —dice, cruzando las muñecas—. Átalas con el pañuelo.

—Él le ata las manos y Lise le recuerda con voz apremiante e imperiosa que coja la corbata y le ate los tobillos.

—No —dice él, arrodillándose sobre ella—, los tobillos, no.

—Nada de sexo. Puedes hacerlo después. Me atas los pies, me matas y se acabó. Los que vengan por la mañana lo recogerán.

Pese a todo, se hunde en ella al mismo tiempo que levanta el abrecartas.

—Mátame —dice y repite ella en cuatro idiomas.

Cuando el cuchillo desciende hasta su garganta, lanza un grito. Es evidente que ha percibido hasta qué punto es definitivo el final. Grita y la garganta deja escapar un gorjeo cuando él la apuñala con un giro de la muñeca, siguiendo al pie de la letra las instrucciones. Después, clava donde le apetece, se levanta y contempla su obra. Mira un instante y, a punto de darse media vuelta, duda como si hubiera olvidado alguna orden. De golpe, se arranca la corbata y se inclina para atarle los tobillos.

Corre al coche para darse la oportunidad, sabiendo que acabarán deteniéndolo y viendo ya, a medida que se aleja del Pabellón, el triste despacho de pequeñas dimensiones en el que la policía entra y sale produciendo ruidos metálicos y el mecanógrafo teclea su desconcertante declaración.

—Me pidió que la matara y la maté. Hablaba muchos idiomas, pero lo que decía todo el rato era que la matara. Me explicó con todo detalle cómo tenía que hacerlo. Yo esperaba emprender una nueva vida.

Ya ve los brillantes botones de los uniformes policiales; ya oye las voces frías y seguras o acaloradas y chillonas; ya contempla las pistoleras, las jarreteras y toda la parafernalia concebida para protegerlos de la demostración obscena del miedo y de la piedad, de la piedad y del miedo.

— FIN —

Nota

El asiento del conductor
se publicó por primera vez en 1970 (Macmillan Publishers & Co.).

Esta traducción esta basada en la edición de Penguin Classics, Londres, 2006.

Muriel Spark,
cuyo verdadero nombre era Muriel Sarah Camberg, nació en Edimburgo el 1 de febrero de 1918 y falleció en la Toscana el 13 de abril de 2006. De padre judío y madre anglicana, en 1938 se casó con Sydney Oswald Spark, con quien tuvo un hijo, Robin. Ambos se afincaron en Rhodesia (en la actualidad Zimbabue), pero se divorciaron tras seis años de matrimonio. Muriel Spark regresó a Londres en 1944 y trabajó en una oficina de contraespionaje para la Secretaría de Relaciones Exteriores, en la que conoció a Graham Greene. En los años sesenta se traslado a vivir a Italia, primero a Roma y luego a un pequeño pueblo de la Toscana, donde permaneció hasta su muerte. Autora de ensayos, libros de poesía, biografías, relatos y novelas, entre estas últimas cabe destacar
Los que consuelan
,
Memento mori
,
La plenitud de la señorita Brodie
,
Merodeando con aviesa intención
o
Las señoritas de escasos medios
.

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