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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (4 page)

BOOK: El asiento del conductor
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Se detiene en el puesto de libros, mira su reloj y echa una ojeada a los expositores de las ediciones de bolsillo. Una mujer alta, de cabello blanco, que ha buscado entre los ejemplares de tapa dura apilados en una mesa, se aparta y, señalando los de bolsillo, pregunta en inglés a Lise:

—¿Hay alguno con mucho rosa o verde o beige?

—¿Perdón? —responde ella con educación, dando a su ingles un acento extranjero—. ¿Qué es lo que busca?

—¡Ah! —exclama la mujer—. Creí que era usted estadounidense.

—No, pero hablo lo suficiente para hacerme entender en cuatro idiomas.

—Yo soy de Johannesburgo —dice la mujer—. Tengo la casa de allí y otra en Sea Point, en Ciudad del Cabo. Resulta que mi hijo, que es abogado, posee también un piso en Johannesburgo. Y en todos hay alcobas para los invitados, dos en verde, dos en rosa y tres en beige, así que busco libros que hagan juego, pero no veo ninguno en tonos pastel.

—Usted busca libros ingleses —dice Lise—; creo que los encontrará ahí, en la parte frontal del puesto.

—Ya he mirado y no encuentro mis colores. ¿No hay libros ingleses aquí?

—No, y en todo caso todos son de colores fuertes. Sonríe y, con los labios entreabiertos, empieza a rebuscar con rapidez entre los libros de bolsillo. Elige uno de llamativas letras verdes sobre fondo blanco, con el nombre del autor impreso como la culebrina de un relámpago azul. En el centro de la cubierta se ve a dos jóvenes morenos, chico y chica, sin otro atavío que unas guirnaldas de girasoles. Mientras lo paga, la mujer del pelo blanco dice:

—Esos colores son demasiado estridentes para mí.

No encuentro nada.

Lise aprieta el libro contra su abrigo, con una risita festiva, y levanta la vista hacia la mujer, como para comprobar si su compra despierta admiración.

—¿Va usted de vacaciones? —pregunta la extraña.

—Sí. Las primeras en tres años.

—¿Y viaja mucho?

—No. Hay poco dinero. Pero ahora me dirijo al sur, donde ya estuve hace tres años.

—Bueno, espero que lo pase bien, muy bien. Va usted muy alegre.

La mujer, de grandes pechos, lleva un veraniego conjunto rosa de vestido y abrigo. Sonríe y se muestra amable en su transitoria intimidad con Lise, sin imaginar ni remotamente que muy pronto, después de un día y medio de dudas y de una larga llamada de media noche a su hijo, el abogado de Johannesburgo, que le desaconsejará la intervención, se presentará a declararlo todo sobre aquel diálogo, lo que recuerda y lo que no recuerda, los detalles que imagina ciertos y los que no lo son, al enterarse por los periódicos de que la policía investiga quién es Lise, quién la persona, si la hubo, que encontró en su viaje y cuáles las palabras que pronunció.

—Muy alegre —dice la mujer a Lise en tono de concesión, sonriendo al repasar con la mirada las llamativas prendas.

—Así espero que sean mis vacaciones —responde Lise.

—¿Tiene usted un joven?

—Sí, tengo novio.

—Entonces, no viene con usted?

—No, voy a reunirme con él. Me espera. Estoy pensando en comprarle algo en la tienda del aeropuerto.

Caminan en dirección al panel de las salidas.

—Yo voy a Estocolmo. Me queda una espera de tres cuartos de hora —dice la mujer.

Lise mira el panel en el momento en que la voz amplificada del anunciador se abre paso a duras penas entre el vocerío.

—Es mi vuelo. Embarco por la puerta —dice Lise.

Se aparta con la vista perdida a lo lejos, como si la mujer de Johannesburgo nunca hubiera estado allí. De camino a la puerta 14, se detiene a mirar un puesto de regalos. Observa los sacacorchos y las muñecas con trajes típicos. Coge un abrecartas en forma de cimitarra, hecho de una especie de latón, con incrustaciones de piedras de colores; lo extrae de su funda curva y comprueba el filo y la punta con un interés profundo.

—¿Cuánto? —pregunta a la empleada, que en ese momento atiende a otra persona. Sin acercarse, la chica contesta con impaciencia:

—Lleva el precio en la etiqueta.

—Muy caro. Lo encontraré más barato en destino.

Y lo deja en su lugar.

—Los precios son fijos en todas las dutyfree— grita la chica a espaldas de Lise, que se aleja hacia la puerta 14.

Al grupito que espera el embarque se van acercando cada vez más personas, rezagadas o nerviosas, cada cual conforme a su temperamento. Lise examina a sus compañeros de viaje uno a uno, con interés pero también con cuidado de no llamar la atención. Camina y se interna entre la gente moviendo los pies y las piernas como una sonámbula, aunque bien se aprecia por sus ojos que el cerebro esta despierto y que absorbe las caras, los vestidos, los trajes, las blusas, los vaqueros, los equipajes de mano y las voces que la acompañarán en el vuelo en el que ahora embarca por la puerta 14.

Capítulo 3

Mañana por la mañana la encontrarán muerta de múltiples heridas de arma blanca, las muñecas atadas con un pañuelo de seda y los tobillos sujetos con una corbata de hombre, en los terrenos de una villa deshabitada, en un parque de la ciudad extranjera adonde la conduce el vuelo en el que embarca ahora mismo por la puerta 14.

Cruza la pista en dirección al avión con su paso largo, pisando los talones del compañero de viaje al que, según parece, al fin ha decidido pegarse. Se trata de un joven de unos treinta años, fuerte y de cutis sonrosado, que viste traje oscuro de hombre de negocios y lleva un maletín negro. Lise lo sigue con determinación, atenta a bloquear el paso a cualquier otro viajero que en su carrera sin rumbo pudiera interponerse entre ellos. Mientras, un poco detrás de Lise y casi a su lado, camina un hombre que a su vez parece ansioso por acercársele y captar su atención, aunque no lo consigue. Es joven, moreno y cargado de hombros, usa gafas, tiene la nariz grande y esboza una media sonrisa. Viste camisa a cuadros y pantalones de pana beige y lleva una cámara colgada al hombro y un abrigo en el brazo.

Suben la escalerilla: el ejecutivo lustroso y sonrosado, con Lise en los talones, y ella, con el otro hombre, de aspecto peor alimentado, en los suyos. Ya están arriba y entran al avión. La azafata les da los buenos días en la portezuela; más adelante, en el pasillo de la clase turista, un auxiliar de vuelo impide el avance de la titubeante fila por ayudar a una joven con dos niños a colocar los bultos de sus abrigos en el portaequipajes. Por fin se despeja el pasillo. El hombre de negocios de Lise encuentra un asiento cerca de la ventanilla de la derecha, en una fila de tres asientos. Lise escoge el que esta en el medio, a la izquierda de él. El otro, el hombre flaco con pinta de halcón, se apresura a echar su abrigo a la repisa de los equipajes, donde deposita también la cámara, y se acomoda junto a Lise, en el asiento del pasillo. Ella busca a tientas su cinturón. Empieza por alcanzar el extremo del lado derecho de su asiento, contiguo al del hombre del traje oscuro, y al mismo tiempo el extremo izquierdo. Pero la hebilla derecha que tiene en la mano es la de su vecino y no responde a sus intentos de encajarla en la hebilla izquierda. El vecino del traje oscuro, que también tantea en busca de su cinturón, frunce el entrecejo al advertir el error de Lise y emite un sonido ininteligible.

—Me parece que he cogido el suyo —dice ella.

El hombre saca la hebilla que pertenece al cinturón de Lise.

—¡Ay, sí!, disculpe —dice ella, con una risita boba.

Él esboza una sonrisa de circunstancias, que deshace enseguida, se concentra en abrocharse el cinturón y contempla por la ventanilla las piezas rectangulares del ala plateada del aparato.

El vecino de la izquierda sonríe. Por el altavoz están diciendo que los pasajeros se abrochen los cinturones y se abstengan de fumar. Los ojos castaños del admirador son cálidos; la sonrisa, tan amplia como su frente, le ocupa casi todo el rostro enjuto. Lise, con un tono audible por encima de las restantes voces del avión, comenta:

—Se parece usted a la abuela de Caperucita Roja. ¿Es que quiere engullirme?

Los motores aceleran. De los labios extendidos de su ardiente vecino sale una carcajada profunda y satisfecha, al tiempo que su dueño da una palmadita de aplauso en la rodilla de Lise. De pronto, el otro vecino la mira alarmado. Con su maletín sobre las rodillas y la mano en posición de sacar un montón de papeles, clava la vista en ella como si la reconociera.

Hay algo en Lise, en su intercambio con el hombre de la izquierda, que ha bastado para paralizar la mano del hombre de negro en el momento en que se disponía a sacar unos papeles del maletín. Abre la boca y emite un jadeo de sobresalto sin dejar de mirarla, como si fuera una persona conocida, olvidada y vuelta a encontrar. Ella le sonríe con una sonrisa de alivio y deleite. El hombre vuelve a mover la mano para guardar a toda prisa los papeles a medio sacar del maletín. Tiembla al desabrocharse el cinturón y, aferrando el maletín, hace intención de abandonar su asiento.

La tarde del día siguiente declarará con toda veracidad a la policía:

—La primera vez que la vi fue en el aeropuerto.

Luego en el avión. Se sentó a mi lado.

—¿Nunca la había visto antes? ¿No la conocía?

—No, nunca.

—¿Qué hablaron en el avión?

—Nada. Me cambie de asiento porque me dio miedo.

—¿Miedo?

—Sí, me asusté. Me cambié de asiento para apartarme de ella.

—¿Qué lo asustó?

—No lo sé.

—¿Por qué Se cambió de asiento en ese momento?

—No lo sé. Sería un presentimiento.

—¿Qué le digo ella?

—No mucho. Mezcló su cinturón con el mío. Luego tonteó un poco con el hombre del pasillo.

Ahora, mientras el avión rueda por la pista, se pone de pie. Lise y el hombre del asiento del pasillo levantan la vista, sorprendidos por la brusquedad de sus movimientos. Atados como están por los cinturones, no pueden hacerle lugar cuando él indica su deseo de pasar. Durante un instante, Lise adopta un aire senil, como si sumara a la perplejidad una sensación de derrota o de incapacidad física. Cabe la posibilidad de que esté a punto de gritar o de protestar contra la despiadada frustración de su voluntad. Pero una de las azafatas, que ha visto al hombre de pie, abandona su puesto junto a la puerta de salida y se acerca por el pasillo a toda velocidad.

—El avión está despegando. ¿Tiene la amabilidad de sentarse y de abrocharse el cinturón?

—Disculpe, se lo ruego. Quiero cambiarme.

El hombre, que habla con acento extranjero, pasa rozando a Lise y a su compañero.

La azafata, convencida de que se trata de una necesidad urgente de ir a los aseos, pregunta a los dos pasajeros si no les importaría levantarse y volver a sentarse lo antes posible. Ellos se desabrochan los cinturones y se hacen a un lado en el pasillo para dejarle paso; él recorre el avión precedido por la azafata, pero, lejos de llegar hasta los aseos, se detiene delante de un asiento vacío situado entre una joven y un gordo de pelo blanco, en el que los dos han echado unas revistas y el equipaje de mano. Pasa por delante de la joven, que ocupa el asiento del pasillo, y le pide que retire el equipaje. Él mismo lo levanta del asiento, tembloroso, sin asomo de su maciza fortaleza. Vuelve la azafata con la intención de reconvenirlo, pero los dos pasajeros va han despejado obedientemente el puesto. El hombre se sienta, se abrocha el cinturón haciendo caso omiso de las críticas y las preguntas airadas de la azafata, y exhala un suspiro profundo, como si acabara de escapar de la muerte por un escaso margen.

Lise y su compañero han contemplado toda la actuación. Ella sonríe con amargura.

—¿Y a ese que le pasa? —pregunta el hombre moreno que esta a su lado.

—No le gustamos.

—¿Qué le hemos hecho?

—Nada, nada en absoluto. Será un loco. No creo que este en sus cabales.

Ahora el avión hace un breve alto antes de acelerar para la carrera del despegue. Rugen los motores, arranca, se eleva y parte.

—¿Quién será? —pregunta Lise a su vecino.

—Un anormal —responde el hombre—. Mejor para nosotros, así podemos conocernos.

Su mano nervuda toma la de ella y la estrecha con fuerza.

—Soy Bill. ¿Cómo te llamas?

—Lise.

Se deja estrechar la mano casi sin darse cuenta de que él se la retiene y alarga el cuello para mirar por encima de las cabezas que hay delante.

—Está sentado allí, leyendo el periódico como si nada.

La azafata reparte los periódicos. El auxiliar de vuelo que la sigue por el pasillo se detiene ante el asiento elegido por el hombre del traje oscuro, que ahora repasa con toda tranquilidad la primera plana de su diario. El auxiliar pregunta si ya está todo bien, señor.

El hombre levanta la vista, sonríe turbado y se disculpa con timidez.

—Sí, bien. Lo lamento…

—¿Había alguna anormalidad, señor?

—No, no, por favor. Aquí estoy bien, gracias. Lo siento… , no pasaba nada, nada.

El auxiliar se retira con las cejas un poco enarcadas en un gesto de resignación ante la ocasional excentricidad de un pasajero. Se oye el zumbido del aparato en vuelo; se apaga el letrero luminoso de «No fumar» y el altavoz confirma que los pasajeros ya pueden fumar y desabrocharse los cinturones.

Lise hace lo propio con el suyo y se traslada al asiento desocupado de la ventanilla.

—Yo lo sabía —comenta—. No se cómo, pero sabía que le ocurría algo malo.

Bill se cambia al asiento del centro, junto a ella.

—No le ocurre nada malo, como no sea un ataque de puritanismo, unos celos inconscientes al vernos congeniar. Ha comprendido que estaba escandalizando como si hubiéramos cometido alguna indecencia. No le hagas caso. Tiene toda la pinta de ser un agente de seguros. Un empleaducho insignificante. Limitado. No era tu tipo.

—¿Por que lo sabes? —pregunta Lise de inmediato, como si solo respondiera al empleo del verbo en tiempo pasado, y, como para desafiarlo demostrando que aquel hombre continúa existiendo en el presente, se incorpora para avistar la cabeza del extranjero, situada ocho filas más adelante, en el asiento del medio, al otro lado del pasillo, ahora inclinada en silencio sobre su lectura.

—Siéntate —dice Bill—. No tienes nada que hacer con un tío como ese, que se asusta de tus vestidos psicodélicos. Estaba aterrorizado.

—¿Tú crees?

—Sí. En cambio, yo no me asusto.

Las azafatas avanzan por el pasillo sosteniendo unas bandejas de comida que empiezan a colocar delante de los pasajeros. Lise y Bill bajan la mesita adosada al respaldo delantero, dispuestos a recibir sus raciones. Es la mínima expresión de un tentempié de media mañana a base de salami sobre lechuga, dos aceitunas verdes, un rollito de jamón de York relleno de ensaladilla rusa y de un pedacito de algún producto escabechado, todo ello presentado sobre una rebanada de pan. Hay también un pastel con vetas de crema blanca y de crema de chocolate, además de una porción de queso americano envuelta en papel de plata, que se complementa con unas galletas en envoltorio de celofán junto a cada bandeja, una taza de café de plástico.

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