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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (5 page)

BOOK: El asiento del conductor
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Lise coge de su bandeja la funda de plástico transparente que contiene el cubierto esterilizado, la cuchara, el tenedor y el cuchillo necesarios para comer. Prueba la hoja del cuchillo y presiona con dos dedos los dientes del tenedor.

—No están muy afilados —comenta.

—¡Que más da! —dice Bill—. Esta comida es una bazofia.

—¡Ah!, pues tiene buen aspecto y yo estoy hambrienta porque mi único desayuno ha sido una taza de café. No había tiempo de más.

—Puedes comerte también la mía —dice Bill—. Yo me atengo en todo lo que puedo a una dieta muy sensible. Esto es puro veneno, lleno de tóxicos y de productos químicos. Demasiado Yin.

—Ya —dice Lise—, pero teniendo en cuenta que es un tentempié en un avión…

—¿Sabes lo que significa el Yin? —pregunta él.

—Bueno, una especie de… —responde algo apurada—, pero es solo un aperitivo, ¿no?

—Pero tú entiendes lo que es el Yin?

—Bueno, una cosa así como esta… , toda a poquitines.

—No, Lise.

—Pues es jerga, ¿no? Como cuando se dice de algo que peca de poco.

Parece evidente que está dando palos de ciego.

—El Yin —aclara Bill— es lo contrario del Yang.

Lise suelta una risita, se incorpora a medias Y busca con la mirada al hombre que no se le ha ido de la cabeza.

—Esto es serio —dice Bill, sentándola con rudeza.

Lise ríe Y empieza a comer.

—El Yin Y el Yang son dos filosofías. El Yin representa el espacio. Su color es el malva, y su elemento, el agua. Es externo. Ese embutido es Yin y esas aceitunas son Yin. Están repletos de tóxicos. ¿Has oído hablar de la comida macrobiótica?

—No. ¿Qué es?

Corta su sándwich de una sola rebanada con salami.

—Tienes mucho que aprender. El arroz, el arroz integral es la base de la macrobiótica. La semana próxima pondré en marcha un centro en Nápoles. Es una dieta purificadora del cuerpo, de la mente y del espíritu.

—Detesto el arroz.

—No, crees que lo detestas. «El que tiene oídos, que oiga.»

Obsequiándola con una amplia sonrisa, Bill le echa el aliento en la cara y le toca una rodilla. Lise continua su almuerzo sin perder la compostura.

—Soy uno de los Maestros Iluminados del movimiento —añade él.

Llega la azafata con dos largos recipientes de metal.

—¿Té o café?

—Café —dice Lise, que acerca su taza de plástico con el brazo extendido por delante de Bill.

—¿El señor? —pregunta la azafata al acabar.

Bill tapa la taza con la mano y sacude la cabeza con un gesto educado.

—¿No desea comer nada, señor? —pregunta la azafata al ver la bandeja intacta.

—No, gracias.

—Me lo comeré yo, por lo menos una parte —dice Lise.

Indiferente, la azafata pasa a la siguiente fila.

—El café es Yin.

—¿Seguro que no quieres ese sándwich de una sola rebanada? Es delicioso. Me lo comeré yo, si no te importa. A fin de cuentas está pagado, ¿no?

—Sírvete, pero, ahora que nos hemos conocido, cambiarás pronto tus hábitos alimentarios.

—¿Qué comes tú cuando viajas? —pregunta Lise mientras intercambia la bandeja de Bill con la suya, de la que solo conserva el café.

—Llevo mi dieta conmigo y a ser posible, nunca como en restaurantes o en hoteles. Cuando no queda otro remedio, escojo con mucho cuidado. Voy adonde pueda tomar un poco de pescado con arroz o quizá un trocito de queso de cabra. Todo eso es Yang. El queso cremoso —y, de hecho, la mantequilla, la leche y cualquier otro producto de la vaca— es demasiado Yin. Eres lo que comes. Come vaca y serás vaca.

Una mano que agita una hoja de papel blanco se introduce entre ellos desde atrás.

Se vuelven para averiguar de qué se trata. Bill coge el papel. Es el diario de vuelo, donde se informa a los pasajeros de la altura, la velocidad y la actual situación geográfica, y se les pide que lo lean y lo vayan pasando.

Lise, que se ha fijado en un rostro del asiento de atrás, no deja de volverse. En la ventanilla, junto a una rechoncha contenta de serlo y una adolescente, viaja un hombre de aspecto enfermizo, ojos húmedos de color castaño bilioso muy hundidos en las cuencas y cutis verdoso y pálido. Es él quien ha pasado la hoja. Lise lo observa con la boca un poco abierta y el entrecejo fruncido, como si especulara con la identidad del hombre, que, avergonzado, aparta la vista primero en dirección a la ventanilla y luego al suelo.

La mujer no cambia de expresión, pero la jovencita, comprendiendo que Lise lo mira de un modo inquisitivo, aclara:

—No era más que el diario de vuelo.

Aun así, Lise no aparta la vista. El hombre de aspecto enfermizo mira a sus dos compañeras y luego se contempla las rodillas. La mirada fija de Lise no contribuye a mejorar su mareo.

Un suave codazo de Bill la devuelve de tal modo a la realidad que la obliga a dejar de mirar atrás.

—Es el diario de vuelo. ¿Quieres verlo? —pregunta Bill. Y como no obtiene respuesta, introduce el papel por la fila de delante entre las orejas de los pasajeros, que reaccionan a la molestia quitándoselo de la mano.

Lise comienza su segundo tentempié.

—¿Sabes, Bill? Creo que tenías razón con lo del loco que se ha cambiado de sitio. No era mi tipo en absoluto, y yo tampoco era el suyo. Conste que lo digo solo como curiosidad, puesto que no le he hecho el menor caso; no es mi intención ligar con extranjeros. Pero, ya que tú has comentado que no era mi tipo, te aseguro que si se hizo alguna ilusión conmigo estaba equivocado.

—Tu tipo soy yo —dice Bill.

Lise sorbe el café y mira a su alrededor atisbando al hombre de atrás a través de la separación de los asientos. Él mira hacia delante con ojos vidriosos y trastornados; unos ojos tan abiertos que solo pueden significar alguna forma de distanciamiento mental de la realidad. En este momento o no ve a la Lise que le espía o, si la ve, parece que ha experimentado un rápido cambio que lo ha vuelto indiferente e inmune a la vergüenza.

—Mírame a mí, no mires a ese —dice Bill.

Lise se vuelve a Bill con una sonrisa agradable y condescendiente. La azafata se acerca recogiendo con eficacia las bandejas, que coloca una encima de otra. Cuando recoge las de ellos, Bill levanta primero la mesita adosada de Lise, luego la suya, y pasa un brazo por los hombros de su compañera.

—Yo soy tu tipo —dice— y tú eres el mío. ¿Piensas alojarte con amigos?

—No, pero tengo que reunirme con una persona.

—¿No podremos vernos alguna vez? ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?

—No tengo planes concretos —responde Lise—, pero puedo tomarme una copa contigo esta noche. Una copa corta.

—Yo me alojo en el Metropol —dice Bill—. ¿Dónde estás tú?

—¡Ah!, en un sitio pequeño. El hotel Tomson.

—No me suena el hotel Tomson.

—Es muy pequeño. Barato pero limpio.

—Bueno, en el Metropol —dice Bill— no hacen averiguaciones.

—Por mí, pueden hacer las que quieran. Yo soy una idealista.

—Igualito que yo. Un idealista. No te ofendes, ¿verdad? Lo único que quiero decir es que, si llegáramos a conocernos, tengo el pálpito, no sé por qué, de que yo soy tu tipo y tú el mío.

—No me gustan las dietas excéntricas —dice Lise— y no las necesito. Estoy en forma.

—Bueno, de momento vamos a dejarlo así porque no sabes de lo que hablas. La macrobiótica es más que una dieta, es una forma de vida.

—Tengo que reunirme con una persona esta tarde o esta noche.

—¿Para qué? ¿Es un novio?

—Tú a lo tuvo —responde Lise—. Cíñete a tu Yin y a tu Yang.

—Hay que entender lo que son el Yin y el Yang. Si nos viéramos un ratito tranquilos en una habitación, solo para charlar, te daría una idea de su funcionamiento. Es una forma de vida idealista en la que espero interesar a una gran parte de la juventud napolitana. Quiero pensar que en Nápoles hay muchos jóvenes que se sentirán atraídos. Como ya te he dicho, vamos a inaugurar allí un restaurante macrobiótico.

Lise se vuelve a echar un vistazo al hombre demacrado, que lleva los ojos fijos delante de sí.

—Un tipo raro —comenta.

—Con un espacio detrás del comedor público. Un espacio para los practicantes estrictos, los que están en el Séptimo Régimen, que consta solo de cereales y pocos líquidos. Bebes tan poco que orinas solo tres veces al día en el caso de los hombres y dos en el de las mujeres. El Séptimo Régimen es un grado alto de la macrobiótica. Te conviertes en lo más parecido a un árbol, porque somos lo que comemos.

—¿Te conviertes en una cabra cuando comes su queso?

—Sí, te pones magro y fibroso como las cabras. Mírame a mí, no tengo un gramo de grasa en el cuerpo. Por algo soy un Maestro Iluminado.

—Ya veo que has comido mucho queso. El hombre de atrás sí que parece un árbol, ¿lo has visto?

—Detrás del espacio privado para los observantes del Séptimo Régimen —continúa Bill— habrá otro más pequeño para estar tranquilos y en silencio. Tendrá éxito en cuanto formemos el movimiento juvenil en Nápoles. Se llamará el Yin-Yang Young. En Dinamarca ha ido muy bien. Y también se apunta ala dieta la gente de mediana edad. En Estados Unidos hay muchas personas de edad madura que practican la macrobiótica.

—En Nápoles, los hombres son atractivos.

—Con esta dieta, el Maestro para la Región Norte de Europa recomienda un orgasmo diario. Eso por lo menos. Es un aspecto que aún estamos investigando en los países mediterráneos.

—Me tiene miedo —susurra Lise, indicando con la cabeza al hombre que viaja detrás—. ¿Por qué me teme todo el mundo?

—¿Qué disparate? Yo no te temo.

Bill mira a su alrededor con un gesto de impaciencia, solo por complacerla, y enseguida aparta la vista.

—No te preocupes por él. Está hecho polvo.

Lise se levanta.

—Perdona —dice—. Tengo que ir a lavarme un poco.

—Te espero aquí —dice Bill.

Mientras pasa por delante de Bill para salir al pasillo, llevando en la mano el bolso y el libro que compró en el aeropuerto, aprovecha para mirar con detenimiento a las tres personas de la fila de atrás, el hombre de aspecto enfermizo, la mujer rechoncha y la jovencita, que se sientan juntos sin hablar y no parece que tengan ninguna relación. Se detiene un instante en el pasillo y levanta el brazo de cuya muñeca cuelga el bolso para que se vea bien el libro que ahora sostiene entre el pulgar y el índice. Lo exhibe a propósito, como esos espías de los que leemos que efectúan el reconocimiento mediante señales preestablecidas y verifican el contacto con otro agente sosteniendo un cierto periódico de una determinada manera.

Bill la mira y dice:

—¿Qué te ocurre?

—¿Qué? —responde Lise al tiempo que echa a andar.

—¿Para qué necesitas el libro?

Lise mira el ejemplar que lleva en la mano como preguntándose de dónde ha salido y, con una risa breve, duda un instante junto a su compañero de viaje, lo suficiente para depositarlo en su propio asiento antes de continuar avión adelante, en dirección a los aseos.

Dos personas esperan su turno. Ella ocupa su lugar con aire absorto, de hecho casi al nivel de la fila donde se sienta su primer vecino, el hombre de negocios. Pero no parece que le preste atención ni que se preocupe en absoluto de las dos o tres miradas que él le dirige, al principio con aprensión y luego, puesto que Lise no le hace caso, más tranquilo. El hombre vuelve una página de su periódico, lo dobla de un modo conveniente para la lectura y lee sin mirarla más, arrellanándose en su asiento, con el leve suspiro de quien ha logrado por fin quedarse a solas tras desembarazarse de una visita.

Al final, ha resultado que el hombre enfermizo tiene relación con la rechoncha y con la joven que iban a su lado en el avión, porque ahora sale del edificio del aeropuerto, no mareado pero sí con un aire de agotamiento, acompañado de la una y de la otra.

Lise, que se mantiene a unos metros de distancia, con Bill a su lado y los equipajes junto a ellos, exclama:

—¡Ahí va!

Y se aparta de Bill para acercarse corriendo al hombre de los ojos enfermizos.

—Disculpe… —le dice.

El hombre titubea y retrocede de un modo exagerado, da dos pasos atrás y, con los pasos, parece que retira aún más el pecho, los hombros, las piernas y el rostro. La rechoncha interroga con la mirada a Lise; la joven, en cambio, se limita a quedarse mirando.

Lise se dirige al hombre en inglés.

—Disculpe, pero me gustaría saber si quiere compartir un coche de alquiler hasta el centro. Sale más barato que un taxi si los pasajeros se ponen de acuerdo para pagarlo a medias, y naturalmente es más rápido que el autobús.

El hombre baja los ojos al suelo como si experimentara algo espantoso en su fuero interno.

—No, gracias. Vienen a buscarnos —interviene la rechoncha, que toca al hombre en el brazo y continúa su camino.

Él la sigue como si lo condujeran al patíbulo. La chica dirige una mirada inexpresiva a Lise antes de dar un rodeo para adelantarla. Pero Lise los alcanza enseguida y se encara de nuevo con el hombre.

—Estoy segura de que nos hemos visto antes —dice.

El hombre gira la cabeza con tanto cuidado que se diría que padece un dolor de muelas o una jaqueca.

—Le quedaría muy agradecida —dice Lise— si me acompañara en el coche.

—Mucho me temo… —empieza a decir la mujer.

Pero en ese preciso instante aparece un chofer uniformado.

—Buenos días, señor. Hemos estacionado allí. ¿Tuvieron un buen viaje?

El hombre, que ha mantenido la boca muy abierta, sin emitir sonido alguno, la cierra ahora con firmeza.

—Vamos —dice la rechoncha.

La joven, por su parte, se da media vuelta con desinterés. Al pasar rozándola, la gordita habla con dulzura a Lise.

—Perdone, no podemos detenernos en este momento. El coche espera y no nos sobra espacio.

—Pero su equipaje… , olvidan su equipaje —grita Lise.

—No, señora, no traen equipaje. En la villa disponen de todo lo necesario —grita alegremente el chofer por encima del hombro. Y con un guiño continúa a lo suyo.

Los tres cruzan la calle detrás del chofer en dirección alas filas de los coches que esperan, seguidos de las riadas de pasajeros que abandonan el aeropuerto.

Lise regresa corriendo junto a Bill.

—¿Qué andas tramando? —pregunta él.

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