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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (7 page)

BOOK: El asiento del conductor
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Y en efecto, las dos se suben a un mismo vehículo y parten en él.

—¿Se quedará aquí mucho tiempo? —pregunta la señora.

—Así estará seguro —dice Lise, que introduce su pasaporte en la ranura que hay entre el asiento y el respaldo, hasta hacerlo desaparecer.

La anciana dirige su nariz respingona hacia la operación. Por un instante, parece perpleja, pero pronto da su aprobación y se inclina hacia delante con el fin de dejar a Lise el espacio suficiente para ocultar por completo el librillo.

—Hecho —dice Lise, que se reclina y respira hondo mirando por la ventanilla—. ¡Qué día tan hermoso!

La anciana también se echa hacia atrás en el asiento, como si se recostara en la confianza que Lise le ha inspirado.

—Yo he dejado el mío en el hotel, en recepción.

—Va en gustos.

Lise baja la ventanilla para que entre la brisa ligera. Los labios se le separan de felicidad al respirar el aire de la avenida de las afueras de la ciudad. Pronto se tropiezan con el tráfico. El conductor pregunta en qué sitio exacto quieren apearse.

—En correos —contesta Lise. Su compañera asiente—.

Voy de compras. Es lo primero que hago cuando estoy de vacaciones. Voy y compro unos regalitos para mi familia, así ya me lo quito de la cabeza.

—¡Ay!, pero hoy en día… —dice la anciana. Dobla los guantes y se da unos golpecitos con ellos en el regazo, dedicándoles una sonrisa.

—Al lado de correos hay unos grandes almacenes donde se puede comprar de todo —dice Lise.

—Mi sobrino llega esta noche.

—¡Qué tráfico! —se queja Lise.

Pasan por delante del hotel Metropol.

—En ese hotel hay un hombre que quiero evitar —dice Lise.

—Todo es distinto —afirma la anciana.

—Una no es de piedra —dice Lise—, pero ahora todo es distinto, todo ha cambiado, créame.

En correos se dividen religiosamente la tarifa y cada una de ellas deposita poco a poco las exóticas monedas en la palma impaciente, callosa y llena de manchas del conductor hasta reunir el total más la cantidad correspondiente a la propina que allí mismo han acordado. Luego se quedan en una acera del centro de la ciudad extraña, necesitadas de un café y un sándwich, habituándose al terreno, a los pasos de peatones, a los habitantes atareados, a los turistas que deambulan tan tranquilos, a los turistas con pinta de fastidio y a esa juventud despreocupada que se abre paso balanceándose entre el gentío como unos antílopes cuya cabeza sobrealzada, de invisible cornamenta, olfatea los vientos predominantes y que por eso mismo parecen los dueños del terreno que pisan pero que nunca miran. Lise, en cambio, mira su ropa como preguntándose si se hace notar lo suficiente.

—Vamos a tomar un café. Cruzaremos por el semáforo —dice, cogiendo a la anciana del brazo.

Animada por la aventura, la anciana se deja guiar basta el paso de peatones, donde esperan a que cambien las luces y donde, mientras aguardan, la señora abre la boca sobresaltada.

—¡Se ha dejado el pasaporte en el taxi!

—No se apure, lo he dejado para mayor seguridad. Ya está arreglado.

—¡Ah!, bien.

La anciana se tranquiliza y cruza la calzada con Lise y con la manada que espera.

—Soy la señora Fiedke —se presenta—. El señor Fiedke murió hace catorce años.

En el bar ocupan un velador, donde apoyan los bolsos, el libro de Lise y los codos. Piden sendos cafés y sándwiches de jamón con tomate. Lise coloca el libro contra el bolso, como para dirigir la vistosa cubierta a quien corresponda.

—Nosotros somos de Nueva Escocia —explica la señora Fiedke—. ¿Y usted?

—De ningún sitio en concreto —responde Lise, desechando con un ademán la trivialidad—. Consta en el pasaporte. Me llamo Lise.

Saca los brazos de las mangas de su abrigo de algodón a rayas y, con un movimiento de hombros, lo deja caer detrás, sobre el respaldo de la silla.

—El señor Fiedke me lo dejó todo a mí y nada a su hermana, pero cuando yo desaparezca lo recibirá mi sobrino. Me habría gustado ser una mosca posada en la pared cuando ella se enteró.

Llega el camarero con los cafés y los sándwiches y mueve el libro para depositarlos en la mesa. Lise, que se encarga de volver a levantarlo cuando él acaba, se fija en todo lo que la rodea, las otras mesas y la gente que está de pie en la barra tomando un café o un zumo de frutas.

—Tengo que encontrarme con un amigo, pero me parece que no está aquí.

—Querida, no me gustaría entretenerla o desviarla de su camino.

—En absoluto. No se preocupe.

—Ha sido muy amable por su parte acompañarme, con lo lioso que es siempre un sitio extraño. Muy amable, ya lo creo.

—¿Y por qué no? —dice Lise, sonriéndole con repentina cordialidad.

—Bueno, me quedaré aquí cuando acabemos nuestro aperitivo, daré una vuelta y compraré algo. No quiero retenerla, querida mía.

—Puede venir de compras conmigo —se ofrece Lise llena de jovialidad—. Será un placer señora Fiedke.

—¡Qué amable es usted!

—Hay que serlo siempre por si no se presenta otra ocasión. En cualquier momento te pueden matar al cruzar la calle y hasta sin bajar de la acera, nunca se sabe. Hay que serlo siempre. Corta su sándwich con delicadeza y se lleva el pedazo a la boca.

—Es un pensamiento muy muy hermoso, pero no hable de accidentes. Le aseguro que el tráfico me tiene aterrorizada.

—Así estoy yo también, aterrorizada.

—¿Conduce usted? —pregunta la anciana.

—Sí, pero me da miedo el tráfico. Nunca se sabe qué loco te vas a encontrar agarrado a un volante.

—Hoy en día… —dice la señora Fiedke.

—Hay unos grandes almacenes cerca de aquí. ¿Quiere venir?

Terminan sus sandwiches y se beben sus cafés.

Mientras Lise pide un helado arco iris, la señora Fiedke considera la posibilidad de que le apetezca algo más, pero acaba descartándolo.

—Qué voces tan curiosas —opina la anciana mirando a su alrededor—. ¿Ove ese sonido?

—Bueno, cuando se conoce el idioma…

—¿Lo habla usted?

—Un poco. Domino cuatro lenguas.

Mientras la señora Fiedke, llena de buena voluntad, expresa su maravilla, Lise juguetea pudorosamente con las miguitas del mantel. El camarero trae el helado. Cuando Lise levanta la cucharilla para empezar á tomárselo, la Señora Fiedke comenta:

—Hace juego con su conjunto.

La risa de Lise ante la ocurrencia se prolonga mucho más de lo que, al parecer, esperaba la señora Fiedke.

—Unos colores muy bonitos —concede la anciana como quien ofrece un caramelo contra la tos.

Lise, con su helado de vistosas vetas delante y la cucharilla en la mano, no para de reír. La señora Fiedke, que parece asustada, Se asusta aún más al comprobar que se han apagado las voces del bar y que la gente mira a la dueña de la risa. La señora Fiedke se repliega en su vejez, el cutis seco y arrugado, la mirada retraída hasta un lugar lejano, sin saber qué hacer. Lise se detiene de golpe y comenta:

—Eso ha tenido gracia.

El hombre que está detrás de la barra, que había hecho intención de acercarse a la mesa para investigar la existencia de un posible desorden, se da media vuelta, murmurando algo. En la barra, unos jóvenes han comenzado a parodiar las risotadas, pero el camarero los hace callar.

—¿Sabe usted lo primero que me ofrecieron cuando compre este vestido? —pregunta Lise a la señora Fiedke—.

Uno a prueba de manchas. ¿Qué le parece? Un vestido que no retiene la mancha si se te cae una gota de café o de helado. Una nueva fibra sintética. ¡Como si yo quisiera un vestido en el que no se vean las manchas!

La señora Fiedke, cuyo espíritu entusiasta regresa poco a poco del lugar adonde fue a refugiarse de la risa de Lise, mira el vestido.

—¿No retiene las manchas? Muy útil para los viajes.

Lise se abre camino en su helado arco iris.

—No es este, sino otro que pese a todo no compré. Me pareció de muy mal gusto.

Acabado el helado, las dos mujeres vuelven a hurgar en sus monederos. Lise mira con ojos expertos los dos pequeños tiques que el camarero ha dejado en la mesa y aparta uno.

—Este es del helado. El otro lo pagamos a medias.

—Lo que me atormenta —dice Lise— es no saber con exactitud dónde y cuándo aparecerá.

Sube por las escaleras mecánicas, delante de la señora Fiedke, hasta la tercera planta de unos almacenes. El gran reloj señala las cuatro y diez, y ellas han tenido que esperar más de media hora a que abrieran, porque ni la una ni la otra recordaban el horario comercial del sur. Mientras tanto, han dado una vuelta a la manzana buscando al amigo de Lise con tal empeño que en algún momento la señora Fiedke ha perdido las señales de perplejidad que mostró al oír por primera vez de su existencia y ya solo manifiesta una colaboración entusiasta en la búsqueda. Mientras esperaban la apertura de los almacenes, pasando una y otra vez por delante de los enormes cierres metálicos en su deambular alrededor del edificio, la señora Fiedke examinaba a los viandantes.

—¿Le parece a usted que podría ser aquel? Lleva una ropa muy vistosa, como la suya.

—No, ese no es.

—Es un problema, con tanto donde escoger. ¿Y aquel de allí? No, ese no, me refiero al que cruza por delante del coche. ¿Le parece a usted demasiado grueso?

—No, tampoco es ese.

—Resulta muy difícil, querida, sin conocer su aspecto.

—Podría venir al volante de un coche —había dicho Lise cuando al fin se encontraron a la puerta de los almacenes en el momento de la apertura.

Ahora suben a la tercera planta, donde están los aseos, deslizándose en las escaleras mecánicas, desde donde contemplan el expandirse de las plantas a medida que la escalera se aleja.

—No hay muchos señores —comenta la señora Fiedke—. Dudo de que lo encuentre en este lugar.

—Yo también lo dudo, aunque aquí trabajan muchos hombres, ¿no le parece?

—¡Ah! ¿Es que podría ser un empleado de comercio?

—Depende.

—Hoy en día… —añade la señora Fiedke.

En el aseo de señoras, Lise se peina esperando a la anciana. Delante del lavabo en el que se ha lavado las manos, Se contempla en el espejo con los labios apretados, peina hacia atrás su mechón blanco y, con una gran concentración, lo intercala entre los mechones más oscuros de la parte superior de la cabeza.

En los dos lavabos que flanquean el suyo, otras dos jóvenes no menos concentradas Se retocan el rostro y el cabello. Lise se humedece la yema de un dedo para alisarse las cejas. Las mujeres de los otros dos lavabos recogen sus cosas y salen. Otra mujer, esta con aspecto de matrona, irrumpe con sus compras y entra en uno de los váteres. El de la señora Fiedke continúa cerrado cuando Lise da por concluido su arreglo. Espera. Al rato, llama con los nudillos a la puerta.

—¿Le ocurre algo?

—¿Le ocurre algo? —repite. Y vuelve a llamar—. Señora Fiedke, ¿está usted bien?

La última en llegar sale de su váter como una exhalación y se dirige al lavabo. Lise, que continúa dando golpecitos en la puerta de la señora Fiedke, le informa:

—Dentro hay una señora mayor encerrada, pero no se oye nada. Tiene que haberle ocurrido algo.

Y vuelve a llamar.

—Señora Fiedke, ¿le pasa algo?

—¿Quién es? —pregunta la mujer.

—No lo sé.

—Pero ¿no va con usted?

La matrona contempla a Lise de pies a cabeza.

—Voy a llamar para que venga alguien —dice Lise, que vuelve a girar el picaporte—. ¡Señora Fiedke! ¡Señora Fiedke! —Pega la oreja a la puerta—. Nada, no se oye nada en absoluto.

Entonces coge su bolso y su libro de la encimera del lavabo y sale disparada de los aseos de señoras, dejando a la otra la tarea de escuchar y llamar a la puerta del váter que ocupa la anciana.

Fuera, el primer departamento está dedicado a equipos deportivos. Lise lo atraviesa en línea recta y solo se detiene a tocar unos esquís para acariciar la madera. Se le acerca un dependiente, pero ella continúa adelante y encamina sus pasos hacia la zona de «ropa para el colegio», más concurrida, donde Se inclina sobre unos guantes pequeños forrados de piel roja que se exhiben en el mostrador. Detrás hay una dependienta dispuesta a atenderla.

Lise la mira.

—Son para mi sobrina, pero no recuerdo la talla. Prefiero no arriesgarme, gracias.

Continúa por la planta en dirección a «Juguetes», donde pasa un rato examinando un perro de nailon que, a un chasquido del interruptor que lleva en la correa, ladra, camina, menea la cola y se sienta. Ahora atraviesa «Lencería», en dirección a la escalera mecánica de bajada, observando los pisos en su descenso, pero sin hacer intención de aterrizar hasta la planta de calle, donde compra un pañuelo de seda para el cuello, estampado en blanco y negro. En un mostrador de aparatos eléctricos, un vendedor hace una demostración con una batidora a buen precio.

Lise adquiere una y se queda mirando al vendedor cuando él pretende incluir su encanto personal en la transacción. Es un hombre flaco y pálido, recién entrado en la mediana edad, de mirada ansiosa.

—¿De vacaciones? —pregunta—. ¿Americana? ¿Sueca?

—Tengo prisa —responde Lise.

Consciente de su desliz, el vendedor envuelve la compra, coge el dinero, abre la caja registradora y le entrega el cambio. Lise toma la amplia escalera que conduce a la planta sótano. Aquí compra una bolsa de plástico con cremallera para guardar sus paquetes.

Se detiene en la sección de «Discos y Tocadiscos», donde deambula entre el pequeño grupo de gente que se ha reunido a escuchar el disco de un nuevo grupo pop. Sostiene su libro bien a la vista. Con el bolso y la bolsa recién comprada colgados del brazo izquierdo por encima de la muñeca, lo mantiene en posición vertical entre las manos y por delante del pecho, al modo en que un desplazado sostendría su letrero identificador.

Come on over to my place

for a sandwich, both of you,

any time…

Acaba el disco. Una chica con dos largas coletas de color castaño da saltos delante de ella, siguiendo el ritmo con los codos, con los vaqueros y, al parecer, con el cerebro, como una gallina recién descabezada que prosiguiera, ya sin cacareos, su aterrada carrera.

La señora Fiedke se acerca por detrás y le toca en el brazo. Lise se vuelve y dice:

—Fíjese en esa idiota. No puede parar.

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