Read El caballero de Alcántara Online

Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (19 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
3.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hable vuecencia lo que sea menester.

—Bien. Si hace unos meses la causa de Su Majestad tenía mucha necesidad del negocio que debe vuestra merced hacer en Constantinopla, ahora la cosa es mucho más apremiante —explicó con gravedad—. Amenaza a los reinos de España un peligro grandísimo que exige hacer uso de todas las armas. Pero ha de comenzarse por la más necesaria que nos ha dado Dios: la inteligencia.

—¿Qué ha sucedido en España? ¿Qué peligro es ése?

—Sabemos a ciencia cierta que el Gran Turco planea sublevar a los moriscos de Andalucía, para abrirse la puerta por la que poder entrar más fácilmente en tierra cristiana.

—¡Eso es terrible! —exclamé—. ¡Cómo puede ser tal cosa! ¡Imposible!

—No, lo que digo no es una temeridad fruto de suposiciones infundadas. Tenemos espías en Constantinopla que mandan avisos muy creíbles al respecto. Muerto el terrible Solimán, el nuevo sultán llamado Selim II manifiesta, según dicen, escaso interés por las cosas militares y por el gobierno de sus dominios. Las malas lenguas cuentan de él que es dado a la bebida, por lo que le apodan ya «el beodo». Pero cuenta con un gran visir inteligente y ambicioso, Mehmed Sokollu, que hace y deshace a su antojo dentro de la Sublime Puerta. Pues bien, este poderoso ministro tiene resuelto apoderarse de cuantos territorios pueda, con una codicia insaciable. Este año logró amedrentar al emperador Maximiliano II y le arrancó los territorios de Moldavia y Valaquia, además de un humillante impuesto anual de treinta mil ducados. Como ve vuesa caridad, la osadía no es menuda. Hay un riesgo inminente.

—¿Y la cristiandad consiente eso? ¡El emperador Maximiliano es primo hermano de nuestro rey!

—¡He ahí el pesar de Su Majestad! —suspiró con un tono triste—. Y no sólo nuestro rey está preocupado. La inquietud alcanza ya al propio Papa de Roma y muchos reyes cristianos empiezan a darse cuenta de la gran amenaza que es el Gran Turco.

—¿Y Venecia? ¿No se hace consciente la serenísima de ello?

—Esta república mira más al dinero que a otra cosa —respondió desdeñoso—. A Venecia le ciega el resplandor del oro. El comercio con el Oriente a través de Constantinopla aporta cuantiosos beneficios a los venecianos y de ninguna manera quieren oír hablar de guerra. Aunque últimamente empiezan a recelar de las intenciones turcas, cuando han llegado algunas noticias que avisan de que el gran visir se ha fijado también en Creta y Chipre. Esas islas son la avanzadilla de Venecia en el Levante. Si un día las perdieran se desharía su imperio comercial.

—¡Esos turcos quieren ser los amos del mundo! —dije con rabia.

—Sí, y hay que impedir a toda costa que logren tal propósito. Por eso hablamos hoy aquí vuestra merced y yo.

—¿Qué he de hacer en concreto? Estoy deseoso de cumplir lo que se me ordene.

—Lo que se pide a vuesa caridad no es ni más ni menos que lo que le mandó Su Majestad en España: ir a Constantinopla, conseguir conocer a la familia de los Mendes, intentar intimar con ellos y, si lo lograra, hacerles ver con suma cautela que el Rey Católico estaría dispuesto a devolverles el lugar que les corresponde, en Portugal, donde tienen sus orígenes e hicieron su fortuna.

—¿Tan importantes son esos judíos en todo esto?

—¡Harto! —contestó con absoluto convencimiento, abriendo mucho los ojos—. Mucho más de lo que se pueda imaginar.

Luego, con todo detalle, me explicó el porqué de esa importancia. Empezó contándome la historia de la familia Mendes:

—Eran muy ricos y oriundos de Portugal, donde aparentemente vivieron como cristianos devotos en Lisboa, pero guardando en secreto las prácticas de los hebreos, como tantos otros marranos. Destacábase de entre ellos doña Gracia de Luna y sus hermanos, doña Raina y don Samuel Nasi, que era médico muy célebre en la Corte. La primera contrajo matrimonio con el próspero prestamista Francisco Mendes, marrano como ellos, que murió joven. Por entonces la Inquisición les vigilaba ya, pues sospechaba que no eran verdaderos conversos a Jesucristo. A sabiendas de ello, doña Gracia escapó llevándose a su única hija a Amberes, donde su difunto esposo tenía los más florecientes negocios, tratando con oro y piedras preciosas, administrados ahora por su hermano Diogo Mendes. También viajó con ellos Raina, la cual pronto casó con éste y tuvieron una niña.

»Pocos años después murió Diogo, con lo cual toda la fortuna pasó a la única heredera, doña Gracia. Quedaron pues viudas las dos hermanas y decidieron vivir juntas con sus respectivas hijas, para ayudarse mutuamente. Había muerto asimismo en Lisboa el tercer hermano, Samuel Nasi, dejando dos huérfanos, Agontinho y José. Este último fue a reunirse con sus tías y primas y, por ser mayor de edad y muy avispado, se puso al frente de los negocios de la familia.

»Pasó el tiempo y crecieron las niñas. Cuando la hermosa hija de Gracia, que se llamaba Raina como su tía, cumplió catorce años, pidió su mano el noble Don Francisco de Aragón, que ya peinaba canas. Pero su madre no quería casarla sino con judío. Esto se supo en todo Amberes y los Mendes empezaron a tener problemas. Entonces resolvieron reunir su cuantiosa fortuna con disimulo y se vinieron aquí, a Venecia, trayéndose la mayor parte de la hacienda. Pero su estancia en esta ciudad fue sólo provisional. No tardaron en recoger de nuevo todo y se marcharon a Constantinopla, donde hoy son los más ricos e influyentes súbditos del Gran Turco. Viven como príncipes en un lujoso palacio, administran una flota de barcos, con la que comercian en todo el Mediterráneo a base de alhajas, especias, tejidos ricos, grano, vino… Tienen ejército propio, esclavos que se cuentan por millares, almacenes, embarcaderos, tierras, pueblos… Hoy incluso gobiernan la isla de Naxos, de la cual el sultán les nombró duques en pago a sus cuantiosos préstamos y favores.

—¡Increíble! —exclamé—. Ciertamente, son muy poderosos.

—Pues ya ve vuestra caridad si es harto importante ganárselos para la causa de nuestro rey. Hoy tenemos indicios de que, siendo ya ancianas doña Gracia y doña Raina, el sobrino José Nasi pudiera estar resuelto a volverse a la cristiandad.

—¿Y qué motivos pueden tener para ello? Allí son ricos e influyentes, según me cuenta vuaced, mientras que aquí los judíos son mal vistos en estos tiempos. Yo he vivido en Constantinopla y sé bien que no hay en aquella ciudad Inquisición ni nada que se le parezca y que pudiera perseguir y perjudicar a los hebreos.

—Cierto es eso que dices. Pero no puede compararse la vida que se hace allá con ésta de nuestra Europa. Aquí los cristianos gozan de más libertades y derechos. Si cumplen las leyes, nada han de temer, pues ni el mismo rey puede meterse con ellos. En cambio, en el reino del Gran Turco todos son esclavos.

—Es verdad —asentí—. Quien allí ahora está en lo más alto mañana puede caer al abismo. Ninguna cabeza está segura en aquel orden bárbaro y cruel. Eso lo he comprobado yo mismo. Aunque he de decir que, como en todas partes, hay también mucha gente buena que no desea hacer mal a nadie.

—Gomo en todas partes —repitió—. Mas hemos de luchar nosotros por mantener la cultura y el orden de la cristiandad; los medios más perfectos que hay en el mundo para extender el bien. Lo cual supone que hemos de evitar con todas nuestras fuerzas que triunfe en el orbe la ley del Gran Turco.

—Por supuesto —asentí lleno de convencimiento—. Dígame pues vuestra merced qué es lo que debo hacer a partir de mañana.

—De momento, conocer vuesa caridad cuantos más detalles pueda acerca de los Mendes: sus gustos, costumbres, aficiones… Para así conseguir más fácilmente acercarse a ellos en Constantinopla.

—¿Y dónde he de aprender esas cosas?

—Aquí, en Venecia, donde ellos vivieron un tiempo. Hay aquí muchos judíos que los conocen bien y que estarán dispuestos a vender las informaciones que precisamos. Mañana recogerá a vuestra caridad nuevamente Simión Mandel y le llevará a un lugar del gueto donde podrá conversar largamente con un hebreo que está dispuesto a prestar ese servicio a cambio de dinero.

—Perfecto. Estaré muy atento.

—Pues no se hable más del asunto —dijo poniéndose en pie—. Regresemos a casa de los hermanos Di Benevento.

Igual que a la ida, hicimos el viaje de retorno en silencio. En mi mente daban vueltas muchas dudas que quería consultar con el secretario, pero decidí guardármelas por prudencia.

Anochecía y los canales se tornaban oscuros, inquietantes. Una espesa bruma iba surgiendo a ras del agua y se desplazaba adueñándose de todo. Me sacudió un escalofrío.

La góndola se deslizó bajo el arco y se adentró en el pequeño embarcadero que había en el almacén de los Di Benevento.

—Yo me despido aquí —me dijo García Hernández—. No subiré al establecimiento.

—Gracias por todo —respondí—. Si necesito a vuecencia, ¿cómo podré comunicarme?

—Simión Mendel corre con eso. Él se lo explicará a vuaced. Pero… No acudáis a mi persona si no es por algún asunto grave. No es conveniente que nos veamos demasiado.

—Comprendo.

—¡Ah, se me olvidaba! —dijo, sujetándome por el brazo, cuando ya me disponía a desembarcar—. He dispuesto que os entreguen unos fardos que contienen telas ricas de varios géneros. Es para que disimuléis en la fonda de Ai Morí, haciendo ver que habéis hecho compras. No tenéis que pagar nada; ya me encargo yo de eso. Recoged la mercancía y regresad al hospedaje. Mandel se pondrá en contacto cuando sea preciso.

—Gracias una vez más.

—Es mi obligación.

Descendí de la góndola y ésta se deslizó rápidamente hacia el canal. Afuera casi era de noche.

Cuando subí, me encontré con un espectáculo grotesco en el bazar del piso superior: un criado tocaba el pandero y todo el mundo palmeaba y cantaba, mientras Hipacio, visiblemente ebrio, danzaba dando ridículos saltitos. En un rincón, Barelli observaba la escena con cara de pocos amigos.

—¡Oh, al fin ha llegado el señor Monroy! —exclamó el sastre al verme—. ¡Mire vuaced lo bien que lo estamos pasando! Esta gente es maravillosa y el vino… ¡Qué vino! ¡Bebamos otro trago!

Indignado al escucharle pronunciar imprudentemente mi nombre cristiano, me fui hacia
él
y le zarandeé:

—¡Vámonos ya! —dije—. ¡Es hora de retornar a la fonda!

—¡Eh! Pero si no ha visto aún vuestra merced los terciopelos… —protestó—. ¡Muchachos, otra copita!

—¡He dicho que se acabó! —rugí—. ¡Nada de copitas! Ya he comprado yo los terciopelos, ¿verdad, señor Mandel?

—Sí —asintió el tratante hebreo—. He ordenado que los carguen en la barca. Podéis partir cuando lo deseéis.

Mientras caminábamos hacia el embarcadero, Barelli no decía nada; sólo me traspasaba con la mirada. Me preocupé al verle tan indignado.

—Calma, hermano, calma… —le pedí.

—Estoy harto de este juego —rugió.

Detrás de nosotros caminaba torpemente Hipacio, canturreando y soltando inconveniencias a voz en cuello:

—¡Ay, qué bien lo hemos pasado! ¡Cuando lo cuente allí se morirán de envidia! ¡Señor Monroy…!

—¡Calla de una vez, estúpido, no me llames más así! —le espeté.

—Ah, claro, se me olvidaba que aquí es vuaced Chere… ¿Cómo se dice? Cheremet Alí… ¡Eso es!

—¡Voy a matarle! —gritó Barelli.

Subimos el de Malta y yo a la embarcación. El sastre se tambaleó en el borde del muelle y cayó al agua.

—¡Ay, que me ahogo! ¡Que no sé nadar!

—¡Que se ahogue! —decía Barelli—. ¡Que se ahogue y quedaremos en paz!

Entre el barquero y yo le sacamos del canal. Parecía que la borrachera se le había pasado de repente. Sólo decía:

—Habrase visto; tener ríos en vez de calles. ¡Esta gente está loca de atar!

Cuando llegamos a la fonda, los criados de Ai Mori se ocuparon de él. Todavía durante un rato le estuvimos oyendo vocear en medio de su delirio.

—¡No dice nada más que sandeces! —protestaba Barelli—. ¡A quién se le ocurre cargar con este imbécil!

El de Malta y yo compartíamos la misma alcoba. Como él seguía tan enfadado, le dije:

—Mañana te contaré, hermano. Descansemos, que ha sido un día largo.

Él apagó la llama de la lamparilla con un soplido furibundo y se metió en la cama.

—No te enfades, hombre —le rogué—. Son cosas que pasan…

—Estamos en esto los dos —replicó—. Y tú te has ido por tu cuenta, dejándome allí solo con ese sastre borracho y bujarrón. ¡Eso no se hace! ¿Dónde queda la lealtad? ¿No somos acaso camaradas?

—Anda, duerme, que mañana te explicaré.

Capítulo 25

—Y eso es todo —le dije al de Malta, después de contarle de cabo a rabo mi conversación con García Hernández—. El secretario quería hablar a solas conmigo y consideré que debía obedecerle. A fin de cuentas, aquí el embajador es la voz de Su Majestad.

—¿No me ocultas nada, hermano? —inquirió mientras parecía escrutar mi alma con sus ojos negros.

—Nada, hermano —respondí, sacando el crucifijo que llevaba oculto en el pecho para besarlo—. ¡Por ésta!

Bajó entonces él la mirada y se quedó pensativo. Después observó meditabundo:

—No sé por qué no me llaman. ¿A qué me han mandado aquí? Llevamos en Venecia cerca de un mes y tú sabes lo que has de hacer. Mas yo parezco un estorbo.

—No digas eso, hermano Barelli. Ya te llegará el momento.

—Dios te oiga. Porque, de todo lo que me has contado, lo que más me inquieta es saber que esos demonios de turcos no andan perdiendo el tiempo y buscan la manera de hacernos a todos esclavos suyos. ¡Hay que evitarlo!

—Sí, naturalmente. Pero ha de hacerse con paciencia y siguiendo un plan. Dejemos que los agentes de Su Majestad cumplan con todo lo previsto. En esta cadena nosotros no somos sino eslabones.

—Comprendo —asintió—. Y supongo que se obrará sin demasiada dilación. Aunque me fastidia mucho ver cómo estos venecianos viven tan amigablemente con los turcos, aun a sabiendas de que codician sus islas y puertos. ¿No se dan cuenta del peligro?

—Es por los negocios. Si hubiera guerra, según me dijo García Hernández, perderían mucho.

—¡El diablo les lleve! —exclamó con exaltación—. ¿Qué peor pérdida puede haber que la de la fe verdadera?

—No ven ese peligro —dije—. Puesto que todavía no han sido atacados por el turco.

—Pues plegué a Dios que sufran pronto ese mal.

—¿Cómo dices tal cosa, hermano?

—Porque, si tienen al Gran Turco por enemigo, se decidirán al fin por la causa del Papa y el Rey Católico, que es la suya. ¿O acaso no son cristianos?

BOOK: El caballero de Alcántara
3.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fight for Powder Valley! by Brett Halliday
My Weirdest School #2 by Dan Gutman
Unspoken: The Lynburn Legacy by Brennan, Sarah Rees
Extraordinary by Nancy Werlin
The Fire Ship by Peter Tonkin
Deed of Murder by Cora Harrison