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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (16 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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El abuelo vestía como la vetusta parentela de los cuadros, tan suntuosamente que parecía estar aguardando al pintor para retratarse, aun siendo media mañana de un día corriente. Autoritariamente, el patriarca de la casa mandó a los criados traer el mejor vino. Se brindó a la manera siciliana y después se comió bien. Conversamos durante todo el día. Tenían una curiosidad insaciable.

Juan les contó que nos había recibido el rey. Se emocionaron y brotaron de nuevo las lágrimas. El más viejo de los Barelli se santiguó y volvió a besar a su nieto. Entonces éste le explicó solemnemente y con mucho detenimiento que Su Majestad le había parecido el más augusto y serenísimo príncipe que pueda contemplarse; de faz bien parecida, nobilísimo porte, apostura, talante enteramente varonil…


Oh, grazie a Dio! É formidabile
! —exclamaba el abuelo.

A última hora de la tarde se cenó copiosamente, se bebió un excelente licor y la servidumbre cerró las puertas de la casa. Fue cediendo la euforia y, más reposadamente, prosiguió la conversación. Entonces pude saber muchas cosas del freile de Malta que antes él no me había contado, a pesar de haber hecho juntos tan largo viaje.

Su madre, que murió en el parto del último de los hijos, era griega de origen, de lo que ellos llamaban La Morea.

—Mi padre la conoció andando en corso por aquellos mares en la galeota de mi abuelo —explicó Barelli, sin ocultar el orgullo de su estirpe—. La familia de mi madre es gente muy principal allá. Un tío mío gobierna la Iglesia de los griegos en la provincia; es el arzobispo de Patrás.

De este modo, me enteré de que los Barelli eran corsarios al servicio del virrey de Sicilia. Se habían pasado la vida navegando por las aguas de Grecia, por Berbería y más lejos, en los mares que hay más allá de la isla de Creta, logrando así su fortuna.

—Pero ahora corren malos tiempos —observó apesadumbrado el abuelo, en perfecto español—. Los turcos y moros andan harto fuertes en naves y dominan el Mediterráneo. ¡Quiera Dios que acabe pronto su señorío! A ver si el rey de España acude presto a ponerles coto de alguna manera. Porque ahora vivimos de las rentas…

Capítulo 21

Paseábamos Barelli y yo por el borde de la muralla de Cefalú. La mañana era clara y el cielo azulísimo se confundía con el mar. Los barquichuelos de los pescadores regresaban arrastrando las redes, después de hacer su faena de madrugada, no muy lejos del puerto, por miedo a la piratería.

—¿Así que hablas griego? —le pregunté.

—¡Claro! Es mi lengua materna.

—Ahora comprendo por qué te han elegido para esta misión —dije—. Yo puedo pasar por turco y tú por griego. No nos resultará difícil camuflarnos en el Levante.

—Así es. Los secretarios de Su Majestad han preparado esto a conciencia. No creas que vamos a la buena de Dios. Lo primero que hemos de hacer es ir a Mesina, donde está el virrey. Él nos indicará la mejor manera de viajar hasta Venecia y nos comunicará la primera parte del plan. Una vez que abandonemos Sicilia, nadie ha de saber quiénes somos en realidad. A partir de ese momento, tú y yo pasaremos por mercaderes en todas partes.

Hablando de estas cosas, ascendimos desde los adarves por una empinada escalera que serpenteaba, peñas arriba, hasta la cima de la inmensa roca que coronaba el pueblo. En lo más alto permanecía en pie una vieja fortaleza asentada sobre las ruinas de una remota ciudad griega.

—Esto es muy bello —comenté—. ¡Qué altura y qué inmensidad de mar!

—Toda Sicilia perteneció a los helenos en el pasado —explicó él—. Aunque, como España, también a los sarracenos durante algún tiempo. Con razón se dice que aquí se unen Oriente y Occidente.

—Es una lástima que todo ese hermoso pasado sea sepultado ahora bajo la pesada losa del imperio de los agarenos.

—En estos tiempos que nos ha tocado vivir, se debate el mundo entre dos fuerzas contrarias cuyo campo de batalla es la anchura de este
mare nostrum
. Por estas costas anduvieron griegos y romanos primero. En los tiempos apostólicos, los discípulos del Señor, san Pedro y san Pablo. A buen seguro hicieron escala aquí de camino a Roma, donde sufrieron su martirio. Santos, hombres sabios, guerreros, normandos, cruzados… ¡Siempre la cristiandad se jugó aquí su porvenir!

Expresaba estas cosas él con la mirada perdida en la lejanía del horizonte, hacia el Levante. Una claridad deslumbrante lo envolvía todo. El mar estaba en calma y las gaviotas se elevaban en el aire nítido. Al pie de la altísima roca, a una distancia vertiginosa, el pueblo parecía más pequeño y su majestuosa catedral resultaba insignificante a vista de pájaro.

Barelli me habló de su familia. No habían tenido una vida fácil, aun siendo gente rica y principal en Cefalú. Durante generaciones, vivieron sometidos a la mayor incertidumbre, por lo que pudiera arribar desde aquel mar tan dilatado e inquietante, en cuyas lejanas costas hacían la vida las más diversas gentes: griegos de la Morea, turcos, sarracenos, corsarios, piratas… Comprendí que los Barelli pertenecían por entero al Mediterráneo. Habían desenvuelto su existencia con un pie en Levante y otro en Sicilia. Su sangre y herencia estaban mezcladas. Sus rasgos, el color de su piel, sus ropas y ademanes hablaban de ello. Como el padre y el abuelo, el caballero de Malta era arrogante e intrépido, pero de lágrimas fáciles, las cuales le afloraban con sólo contemplar la extensión de aquellas aguas tan azules que constituían su verdadera patria.

Allí la vida ofrecía muy pocas opciones: hacerse a la mar a pescar o echarse a la aventura del corso. Barelli no había tomado ninguno de los dos caminos. Su hidalguía no le permitía ejercer el oficio más común de su pueblo y era ésta una época poco oportuna para los corsarios sicilianos, porque el Mediterráneo estaba saturado de turcos. Ser caballero de una orden militar era el refugio perfecto para alguien tan intrépido.

En la vecina isla tenía la cristiandad su avanzadilla merced a la leal Orden y Caballería de Malta que custodiaban el sur de los dominios católicos. Resistían a los piratas de Berbería y formaban un valioso contingente en las grandes expediciones que hizo el invicto emperador Carlos V a Túnez y Argel. En estos tiempos de tantos peligros, equipaban cada vez más galeras para cazar a los corsarios turcos y custodiar las naves del rey Felipe II. Por eso Solimán quiso apropiarse de la isla y mandó reunir todas las fuerzas de su imperio para sacar a los ahora Caballeros de Malta de su refugio. Mas quiso Dios que no lo consiguiera. Y ahora se servía el Rey Católico de los caballeros hospitalarios para las misiones más arriesgadas y secretas.

Capítulo 22

Fuimos hasta Mesina en uno de los barcos de los Barelli, siguiendo la costa. A estribor divisábamos los puertos y los pueblos fortificados; a babor, las islas que llaman Eolias, que surgían repentinas del mar Tirreno, fantasmagóricas, lanzando algunas de ellas blanquecinos humos a los cielos desde sus volcanes.

Alguien me avisó de que se veían delfines, y me maravillé cuando los descubrí surgiendo una y otra vez entre las olas.

Arribamos a nuestro puerto de destino a la caída de la tarde. Los galeones de bandera española se alineaban en los muelles y los esquifes no paraban de ir y venir trayendo y llevando pertrechos. Las atarazanas estaban completamente abarrotadas de gente: marineros, soldados, mercachifles…

Las campanas de todos los templos doblaban lastimeramente y las banderas estaban a media asta.

—Alguien muy importante ha entregado el ánima —comentó el maestre de la nave—. Hay señales de luto por todas partes.

Nada más desembarcar, nos enteramos de que había muerto en España la reina doña Isabel de Valois.

Pensé en que la desdicha parecía ir en pos de Su Majestad para no permitirle reposo ni consuelo. No bien se habían cumplido los duelos por el malogrado príncipe Carlos y volvían a caer los negros paños sobre el reino con la muerte de la esposa de don Felipe.

A pesar de estar atendiendo a las honras fúnebres, el virrey nos recibió nada más saber que solicitábamos audiencia, sin hacernos esperar ni un solo día. Se holgó mucho por nuestra llegada y nos comunicó gentilmente que nos esperaba ansioso, desde que tuvo noticias muy reservadas de la misión que nos habían encomendado los secretarios de Estado.

—Ayer precisamente recibí los dineros que envió el tesorero general, don Melchor de Herrera, por medio del intendente de las galeras de Levante —nos explicó, mientras sacaba de un arcón una talega repleta de monedas—. Son quinientos escudos, doscientos cincuenta para cada uno. Con esto debéis apañaros hasta que en Venecia se disponga otra cosa. ¿Os han dicho lo que debéis hacer en allí?

—Sí —respondí—. Nuestro contacto es el secretario de la embajada en la serenísima, García Hernández se llama. Pero no nos especificaron la manera de ponernos en contacto con él. Según nos ordenó el secretario de Su Majestad, vuestra excelencia debería solucionarnos ese menester.

—En efecto —asintió con circunspección—. Es muy importante que no acudáis directamente a la embajada. Nadie deberá veros en compañía de españoles, pase lo que pase. De lo contrario, sospecharán y se echará todo a perder. En cualquier lugar y circunstancia ambos debéis aparecer como mercaderes del Levante.

—Lo sabemos —afirmó Barelli—. Ésa es la clave de esta misión. Pero necesitamos saber quién es nuestro primer contacto en Venecia.

—Todo está previsto —contestó el virrey—. Buscaréis hospedaje al norte de la ciudad, en las vecindades del barrio de los hebreos, conocido como «el gueto». Allí están las atarazanas donde tienen sus almacenes los mercaderes turcos. No os resultará difícil dar con un marchante judío de nombre Simión Mandel, que secretamente trabaja a sueldo de la embajada de España para los negocios de los espías. Podéis confiar en él. Os indicará la manera de poneros en contacto con García Hernández. Pero…, como es de comprender, no debéis revelarle nada acerca del asunto que os lleva allá.

—Descuide vuesa excelencia —le tranquilicé. Eso es cosa muy sabida. En ningún caso podemos desvelar nuestro secreto.

—Bien —dijo él—. Pues no se hable más del asunto. Mañana debéis estar en el puerto a media mañana. Una galeaza griega os recogerá y os llevará veloces a Venecia, sin apenas hacer escalas.

—¿Mañana? —exclamó Barelli.

—¿A qué esperar? —repuso el virrey—. Es octubre; pronto el otoño cambiará los vientos. No podemos arriesgarnos a que pase un solo día más.

Dicho esto, nos entregó el dinero y nos rogó que hiciéramos las partes allí mismo. Así lo hicimos, dividiendo por mitad el montante después de reservar diez escudos para pagar los sueldos de Hipacio, pues no se le había dado un céntimo desde que salió de Guadalupe.

—Me gustaría invitaros a cenar —se excusó el virrey—. Mas no puedo dejarme ver en lugares de regocijo durante el luto. Así que id vosotros a una hostería que está ahí cerca, donde os indicará mi criado. ¡Comed y bebed a mi salud! Decid que vais de mi parte, que ya mandaré yo que se pague lo debido. ¡No escatiméis, muchachos!, que os aguardan seguramente privaciones y peligros.

Salimos de allí la mar de contentos, sintiéndonos hombres ricos por llevar con nosotros tal cantidad de dinero. Le dimos al sastre lo que le correspondía y le dejamos irse a su aire, mientras nosotros íbamos a cumplir con la invitación del virrey a la hostería que nos indicó su criado, que era el mismo lugar donde debíamos alojarnos.

El mesonero nos trató como a príncipes, al saber quién nos enviaba a su negocio. Nos sirvió verduras escabechadas, berenjenas, calabacines, cebollas, pescado en adobo y todo el vino que nos cupo en la tripa. Fue una fiesta después de tantos días de viaje. Tanto me animé que saqué la vihuela y me puse a cantar. Y pronto se reunió en tomo nuestro el personal que había en la hostería; señores de mucha distinción, por ser aquél el sitio de mayor postín de Mesina.

Pero, precisamente por tratarse de un hospedaje de muy buena fama, el dueño cerraba pronto, para que el ruido no molestase a los viajeros que se retiraban a dormir.

Me daba pena acabar tan temprano la fiesta y le propuse a mi compañero de aventuras:

—Anda, Barelli, vamos a beber un poco más por ahí.

Dudó él por un momento y luego dijo:

—Mañana hay que madrugar. Aunque… ¡un día es un día, qué diantre!

Dimos con un tabernucho mugriento que servía un vino fuerte y aromático, de esos que animan a conversar. Resultaba agradable, reconfortante, contarse la vida y compartir la emoción de embarcarse al día siguiente para dar comienzo a nuestra misión.

—¿Tienes miedo? —me preguntó, con los ojos brillantes.

—¿Y tú? —contesté.

—Dilo tú primero, que la pregunta se me ha ocurrido a mí.

—Un poco —dije con cierto pudor.

—¿Un poco o mucho?

—Bueno…, mucho.

—Yo también —confesó, llevándose el vaso a los labios para apurarlo de un trago—. Pero es mi oportunidad y no podía desaprovecharla —añadió—. Esos endiablados turcos han arruinado las vidas de mi gente. Mi tío es el arzobispo de Patrás y constantemente nos escribe para pedir dinero. Los recaudadores del sultán les aprietan para sacarles a los griegos lo que no tienen. Hace poco le dieron una paliza delante de todo el pueblo, para humillarle y atemorizarles más.

—¿Cómo consienten en tener tales amos? —le pregunté—. ¿Por qué no se rebelan? Los españoles nos alzamos en su día contra los moros y los echamos de nuestros reinos…

—No creas que eso es fácil en Grecia. El Gran Turco es muy poderoso. Gobierna su imperio por medio de los jenízaros que son crudelísimos, impíos, sanguinarios, feroces como lobos… Los cristianos llevan ya muchos años sometidos. Las nuevas generaciones no conocen más gobierno que el de los bajás que manda el sultán. Pero… ¿quién sabe? Quizás ha llegado el tiempo de hacer algo…

—¡Hay que ayudarles! —exclamé.

—En eso estamos —dijo, entre dientes, con rabia—. Sí, hay que ayudarles. Quiera Dios que haya llegado el momento…

Salimos de la taberna para ir ya a recogernos en la hostería, pues era muy tarde. Las calles estaban oscuras, sin apenas faroles encendidos. Nos perdimos.

—Es por aquí —decía Barelli.

—No, hombre, no… —negaba yo—; por allí…

Buscábamos una iglesia conocida para dar con la plazuela donde estaba el hospedaje, pero habíamos bebido demasiado y además no se veía casi nada. Nos cruzábamos con sombríos hombres embozados en sus capas que parecían fantasmas.

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