—Debemos tener cuidado —me susurró Barelli—. Hay muchos ladrones en Mesina.
No bien habíamos doblado un par de esquinas después de que hiciera esta advertencia, cuando sucedió lo que es ley en estos casos. Dicen que los rateros huelen el dinero. Y así debe de ser, porque de repente se nos pusieron delante tres rufianes que nos gritaron, apuntándonos con sus cuchillones:
—¡La bolsa a cambio de la vida!
Quedamos paralizados. La borrachera se me pasó al instante y maldije la hora en que se me ocurrió salir de la hostería para tomar los últimos tragos. Ya lo veía todo perdido: sin el dinero que nos había dado el virrey, no se podría llevar a efecto la misión. Un fracaso y una vergüenza.
Apenas sacudía mi mente, como un relámpago, tan funesto pensamiento, cuando a mi lado Barelli estiraba una pierna rapidísima, fulminante, y sacudía una patada en la entrepierna a uno de los asaltantes, al tiempo que gritaba hecho una fiera:
—¡Os mato yo!
Si no lo hubiera visto y me lo hubieran contado, no lo creería. Sacó la espada con la rapidez de un rayo e hirió al segundo de los ladrones en el pecho. El tercero titubeó un instante y luego salió por pies, perdiéndose en la oscuridad.
Desenvainé mi acero, pero nada quedaba por hacer, pues mi compañero se bastaba solo pateando a los rufianes:
—¡Yo os mato! ¡Hijos de ramera!
—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!… —gritaba yo.
Pero no apareció autoridad alguna por aquel solitario lugar. Así que, temiendo que vinieran más forajidos en socorro de los que yacían desangrándose en el suelo, le dije a Barelli:
—Vamos, déjalos ya, que no pueden causarnos mayor mal. No vayan a llegar otros…
Anduvimos de nuevo algo perdidos, pero al fin dimos con el puerto y ya no nos fue difícil encontrar la hostería.
Con tanto sobresalto, ni él ni yo pudimos pegar ojo, tratando de poner en claro las ideas.
—Menos mal —dije—. ¡Qué desastre ha estado a punto de ocurrimos!
—Mejor muertos que pasar la vergüenza de tener que concluir la misión antes de empezarla —repuso él.
—¡Qué rápido eres!
—Me crié teniendo que hacer frente a los amigos de lo ajeno.
Nos sorprendió la madrugada en esta conversación. Hicimos el hato y fuimos en busca de Hipacio.
Asomaba el sol en el horizonte del mar, cuando estábamos los tres en el lugar del muelle que nos indicó el virrey, donde nos aguardaba ya la galeaza que habría de llevarnos hacia Levante.
Navegamos a sotavento, suavemente, en la luz incierta del amanecer, cuando un marinero anunció desde proa:
—¡Venecia!
La visión parecía surgir de la bruma, como una suerte de fantasía. Las torres, cúpulas y casas brotaban de las mismas aguas, como si flotaran en la superficie, a modo de una inmensa balsa sobre la cual se sustentara la ciudad. No creo que haya lugar más extraño en el mundo.
Llegados frente al puerto, había tantas naves allí alineadas que no se pudo hacer el atraque. Mandó aviso el maestre a las autoridades y no tardaron éstas en reclamar la tasa y los permisos oportunos. A mediodía saltábamos a tierra Barelli, Hipacio y yo, después de ser transportados por uno de los barquichuelos que se ofrecían para cubrir la media milla que nos separaba de los muelles.
—No ha de olvidarse desde este momento que ya no somos españoles —les recordé—, sino mercaderes de Levante, de los muchos que merodean en este célebre emporio donde se halla gente de todo género.
—No se hable pues a partir de ahora en cristiano entre nosotros —añadió Barelli—. Finjamos conocer la lengua española para los tratos. Pero, en lo demás, hagamos uso del turco y del griego.
—Señores —repuso azorado Hipacio—, yo no sé esas lenguas. Sólo conozco el cristiano y algo de los latines por los menesteres de la santa madre Iglesia.
—Pues te callas y en paz —le dije—. Tú no tienes por qué fingir ser turco ni griego. En el Levante hay muchos cristianos que van a hacer sus negocios y nadie les pide explicaciones. En lo que nos trae acá, tú sólo has de preocuparte por asesorarme en los géneros textiles. Para lo demás, obra con prudencia y baste con que piensen que eres un hombre reservado y de pocas palabras.
—Sea como manda vuestra merced —otorgó—. Y plegué a Dios que ello me libre de complicaciones, porque estoy cagadito de miedo.
—No hay por qué temer —le dijo Barelli—. Tú a lo tuyo y nosotros a los nuestro. Se te paga por aconsejar en lo de las telas; así que, en lo demás, chitón.
Con estas determinaciones y, como pedía el oficio, ataviados a guisa de gente de Levante, nos encaminamos por delante de los almacenes del puerto para buscar una renombrada fonda donde solían acomodarse los más importantes mercaderes de Oriente que venían a hacer tratos a Venecia.
—¿La casa de Ai Morí? —le preguntó Barelli a un alguacil, pues así se llamaba el sitio.
Salió de su garita el guardia y nos dio las explicaciones oportunas, sin llevar cuentas con nada más. Lo cual me tranquilizó mucho, porque andaba yo temeroso de que nuestras indumentarias fueran excesivamente llamativas. Pero estaba a ojos vista que nadie repararía en las ropas allí, ya fueran cristianas, griegas o turcas, pues se veía gente con las más extrañas apariencias por todas partes.
—Aquí pasaremos desapercibidos; el personal es variopinto —comenté, mientras íbamos en la dirección que nos indicó el alguacil.
—Sí —asintió Barelli—. Pero no dejemos de poner cuidado.
No bien habíamos recorrido cincuenta pasos, cuando nos vimos sorprendidos por la estrambótica disposición de la que, como digo, debe de ser la ciudad más rara del mundo. Apenas se encuentran calles, travesías o correderas. Hay plazas delante de las iglesias, pero se llega a ellas por una suerte de canales, a cuyas orillas dan los umbrales de las puertas de los palacios y casas. De manera que por las vías principales de Venecia no discurren caminantes, bestias ni carruajes, sino chalanas, bateles y gabarras.
—¡Si no lo veo no lo creo! —exclamó Hipacio, tan asombrado como estábamos los tres—. ¡Parece obra del demonio!
—O de los mismísimos ángeles —repuse—. Pues ya es mérito edificar todo esto sobre el agua. Cuando se sabe que sólo el Señor Jesucristo pudo caminar sobre ellas.
—¿Cómo se las apañarán para echar los cimientos? —se preguntaba el sastre—. ¿Por dónde llevarán a pacer los ganados?
—No hay ganados —explicó Barelli—. Esta gente no vive de otra cosa que del comercio. ¿Pues no veis el lujo de sus casas? Todo el mundo es rico aquí.
—¡Vive Dios! —gritó Hipacio—. ¡Mirad dónde transportan el vino!
Una barca se había detenido cerca de nosotros y despachaba delante de un gran caserón. El barquero mantenía el equilibrio perfectamente mientras descargaba pellejos de vino. Atónitos contemplábamos la escena: el que debía de ser el dueño de la casa sacó una jarra, la llenó, cató la mercancía e hizo un gesto aprobatorio; después pagó y el repartidor siguió su camino, canturreando feliz mientras remaba.
Un poco más adelante vimos escenas parecidas con fruteros, pescaderos, carniceros y demás mercachifles.
—Resulta curioso —observé—, mas no ha de ser cómoda aquí la vida.
—Eso lo iremos comprobando con el tiempo —dijo Barelli—. Hemos de pasarnos en Venecia todo el otoño y el invierno.
—¿Y tenemos dineros para tantos meses? —preguntó Hipacio, que no estaba al tanto de los menesteres principales de la misión, pues le informábamos de muy poco.
—Dios proveerá —contesté.
—Pues, ea, que provea —asintió encantado el sastre—. Que no hay nada más placentero que conocer mundo.
—No hemos venido a holgar —replicó el de Malta—, sino a servir a Su Majestad.
Después de dar vueltas y revueltas por un laberinto en el que una y otra vez nos topábamos con los canales que no podíamos atravesar, resolvimos embarcarnos en una chalana para ir más derechos al destino, siguiendo el consejo de un veneciano que se percató de nuestro despiste. El batelero, gobernando su pequeña embarcación con mucha destreza, nos llevó por un ancho río que surca Venecia por mitad a la manera de una rúa mayor muy transitada por barquichuelas de todos los tamaños que transportaban personas y mercancías.
De esta forma, navegando, fuimos a parar al embarcadero que está junto al puente que dicen «de los Judíos», por estar cerca el barrio de los hebreos. Echamos de nuevo allí pie a tierra y al fin pudimos ir caminando hasta las atarazanas donde tienen sus hospedajes y almacenes los mercaderes de Levante.
La fonda de Ai Mori resultó ser un caserón enorme en cuyos bajos podían guardarse embarcaciones y mercancías* mientras el piso alto servía de refectorio y alojamiento. Regentaba el negocio un turco alto, fuerte, de sonora voz y amigable trato, que nos recibió encantado.
—Aquí no ha de faltaros de nada, amigos —nos dijo—. Si necesitáis algo, no tenéis más que pedirlo. Puedo proporcionaros, además de las alcobas, almacenes y transportes. Y También criados para que os sirvan. Hace más de veinte años que tengo esta casa abierta para atender a los que vienen a la serenísima a hacer sus negocios. Podéis pagarme en ducados venecianos, en aspros turcos o en moneda española. Y también puedo ofreceros cambio con muy poco recargo.
Ya podía ser solícito el tal Mori, pues cobraba bien caros sus servicios. Fijamos el precio y tuvimos que pagar por adelantado un mes antes de aposentarnos.
Como necesitábamos estar a solas Barelli y yo para tratar de las cosas secretas de la misión, dejamos a Hipacio aplicándose a un buen plato de lentejas y nos fuimos a comer nosotros a una de las muchas tabernas que había cerca.
Todo Venecia es un ir y venir de gentes que van de los puertos a los mercados y de éstos a aquéllos. También se ve personal desocupado, holgazaneando o dispuesto a ofrecerse para cualquier menester.
—¿Y ahora qué hemos de hacer? —me preguntó el de Malta, cuando estuvimos acomodados frente a una mesa donde nos sirvieron buen vino y un guiso a base de pescado.
—¿No te explicaron lo que nos tocaba hacer aquí? —le contesté.
—No. Eso había de correr por cuenta tuya, según me dijeron.
—Pues poco puedo yo hacer para sacarte de dudas —observé—. Salvo hacerte partícipe de lo único que sé, cual es que debemos esperar a que venga alguien a ponerse en contacto con nosotros.
—¿Alguien? ¿Quién?
—Alguien de parte de la embajada de España en esta república. ¿No recuerdas lo que nos dijo el virrey de Sicilia? El secretario es un tal García Hernández. Pero no debemos en modo alguno ir a presentarnos a él, sino aguardar a que mande recado, para no despertar sospecha.
—¡Qué incertidumbre! —suspiró.
Pasamos una primera semana distraídos visitando la ciudad y sus mercados. El clima de Venecia no es demasiado saludable a causa de la humedad y el maloliente vaho que emiten los canales, pero termina uno acostumbrándose. Y resulta entretenido deambular por las calles prestando atención a la especiería y la variedad y riqueza de los objetos de todo género que se exhiben en cualquier parte. Aunque no cultivan la tierra ni tienen ganados, los venecianos son muy buenos fabricantes de tapices, los más hermosos del mundo, así como de soberbias telas de seda carmesí, terciopelo y tejidos de lana de diversos colores, con frecuencia bordados con oro salpicado de perlas y pedrería. También son inmejorables artífices del vidrio, la platería y el azabache.
Admirado por tan abundante y preciada mercancía, Hipado preguntaba:
—¿Cuándo vamos a comprar? Hay todo género de telas aquí, sedas, damascos, terciopelos… ¡Mirad qué maravilla!
—A su tiempo se harán los negocios —contestaba yo—. Ahora contentémonos contemplando todo esto.
Pero la saturación de cosas bellas, tesoros y colores termina por cansar la vista. Sin nada mejor allí que hacer, finalmente estábamos aburridos por no tener más oficio que ver y holgar. El tiempo pasaba y nadie venía en nuestra busca.
—¿Y si fuéramos nosotros a dar aviso de que ya estamos aquí? —insistía una y otra vez Barelli—. Puede ser que no estén enterados de nuestra llegada.
—No, no, no —negaba yo—. No nos precipitemos. Los secretarios de Su Majestad pusieron empeño en advertirnos de que no debíamos impacientarnos en ningún caso. Un paso mal dado puede dar al traste con todo el plan.
—Pero… El tiempo pasa y…
—Paciencia, Barelli. Dejemos que todo transcurra según lo dispuesto. Aguardemos a que vengan a darnos razón.
Transcurrió una semana más, en la que ya nos parecía que lo teníamos todo más que visto, y el único que se ponía en contacto con nosotros era el dueño de la fonda, que, extrañado, no tuvo reparo alguno al decirnos:
—Señores, veo que no os decidís aún y, a pesar de que lleváis aquí quince días, no compráis nada. ¿Buscáis algo en concreto? ¿Puedo asesoraros? Mirad que en Venecia hay de todo…
—Esperamos todavía mejores precios —observé, para salir del paso.
—Ah, claro, señores. Vosotros sois los únicos dueños de vuestro dinero. Pero, ya sabéis, si en algo puedo ayudaros, no dudéis en reclamar el socorro de mi gran experiencia. ¡Veinte años llevo entre mercaderes! De aquí nadie se va descontento.
Cuando estuvimos a solas Barelli y yo, él me dijo:
—¿No empezará a sospechar el Ai Morí este?
—No tiene por qué. Si nos pregunta es llevado por su curiosidad de negociante. Nada tenemos que temer.
Pasados otros cinco días, y cuando se ya contaban veinte desde nuestra llegada, se presentó en la fonda alguien preguntando por Cheremet Alí, que era el nombre de turco con el que me identifiqué.
—Señor —me avisó uno de los sirvientes de Ai Morí—, aquí ahí un hebreo que te busca.
—¿Un hebreo? —dijo Barelli—. ¡Por fin! Debe de ser el marchante que esperábamos. Vamos allá.
—No —repuse—. Mejor iré yo solo. Ese hombre pregunta por mí.
—¡Iremos los dos! —replicó él con ímpetu—. Esto afecta a ambos. Hipado se quedará aquí.
—Bien, no vamos a discutir ahora precisamente —otorgué.
Cuando bajamos al recibidor nos encontramos con un hebreo de muy buen aspecto, de unos treinta años, ojos oscurísimos y pelo negro, fuerte y rizado. Sonriente, se presentó:
—Soy Simión Mandel. ¿Quién de vuestras mercedes es el señor Cheremet Alí?
—Servidor —dije—. Le esperábamos impaciente.
—He tenido dificultades —contestó, sin dejar de sonreír.