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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (15 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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—Novicio —repuse.

—Bien, venga conmigo vuestra caridad.

La autoridad y la presencia de aquel hombre me hicieron obedecerle sin rechistar. Anduvimos por el centro de los jardines y bordeamos la fuente. Después de pasar por debajo de un arco de piedra labrada, dejamos atrás el patio y las galerías para ir a encontrarnos con un bosquecillo umbrío que estaba al otro lado del palacio. Entonces, al reparar en que me alejaba del lugar donde me habían ordenado esperar, dije:

—He de estar atento a mi superior, frey Francisco de Toledo.

—No ha de preocuparse por eso vuestra caridad —observó él—. Fíese de mí y venga conmigo.

En esto, vi venir hacia nosotros un par de enormes mastines de pelo claro, que ladraban y rugían amenazantes.

—No hacen nada —indicó el caballero—. Son canes nobles. No tema vuestra merced.

Pero los perrazos se me echaban casi encima, así que desnudé la espada.

—¡No, no! ¡Envaine vuaced ese acero! —me gritó el caballero—. Que ya digo que no hay cuidado.

En efecto, los mastines se pusieron a mi lado, me olisquearon y se fueron por donde habían venido. Les seguí con la mirada y descubrí a unos veinte pasos de donde me hallaba la noble presencia de un hombre completamente enlutado, de mediana estatura, bien parecido y rubicundo, que me observaba estando muy quieto, de pie, bajo un pino. Tenía en la mano un largo bastón en el cual se apoyaba elegantemente.

A mis espaldas, el caballero que me guiaba, me indicó:

—Es Su Majestad, nuestro señor el Rey.

Me dio un vuelco el corazón. De momento, paralizado, no supe qué hacer. Después me arrojé al suelo de hinojos. No me atrevía a levantar la cabeza, mientras sentía cómo aquellos augustos pies venían hacia mí.

—Álzate, muchacho —me dijo una voz cálida—. No te arrodilles sino ante el Dios Altísimo.

Me puse en pie, pero seguía inclinado, puestos los ojos en sus calzas y sus zapatos negros.

—Vamos, basta de reverencia —ordenó Su Majestad—. Hablemos como ha de hacerse entre cristianos. No temas mirarme a la cara, muchacho, hombre soy como tú. Dios está en los Cielos y en todas partes; mas nos, reyes o súbditos, somos polvo de la tierra.

Alcé hacia él la mirada, con reverente temor. Sólo durante un momento me atreví a fijarme en su rostro. La tez era clara, los ojos grises y la frente ancha, algo del rubio cabello asomaba desde un bonete negro. Únicamente el cuello en gola de encaje, almidonado, y los puños eran inmaculadamente blancos en su ropa tan negra.

—¿Cuál es tu nombre, muchacho? —me preguntó sin alzar demasiado la voz—. Nos lo han dicho, mas no lo recordamos.

—Luis María Monroy de Villalobos, para servir a Dios y… y a Vuestra Majestad…, señor.

—Caballero de Alcántara —observó—, como tantos fieles servidores de la causa cristiana y de nuestros reinos. ¡Dios te bendiga por llevar ese santo hábito! Y ahora, dinos: ¿has comprendido bien lo que has de hacer en Levante?

—Creo que sí, señor.

—Bien, paseemos pues por el jardín juntos y te explicaremos lo que queremos que hagas. No nos quedaremos tranquilos hasta que todo esté bien atado. Este negocio nos interesa mucho.

Iba yo muy nervioso caminando a su lado. Él, tan derecho en su augusto porte, se detenía de vez en cuando y me daba explicaciones con mucho detenimiento, con habla sosegada y susurrante:

—Esos hebreos, los Mendes, sirvieron a nuestro augustísimo padre el Emperador, haciéndole préstamos que fueron muy bien devueltos con sus intereses por las imperiales arcas. Después temieron a la Inquisición, porque no eran cristianos verdaderos. El demonio se les metió en el cuerpo y ahora sirven a nuestro mayor enemigo, que es el Gran Turco…

Me dijo Su Majestad que el clan de los Mendes era gobernado por José Nasi, el cual se había convertido en uno de los magnates más poderosos de Constantinopla, merced a su inmensa fortuna. Pero que, en el fondo, era una mujer, su tía doña Gracia Nasi, la que influía en él.

—Según nuestras informaciones más fiables —me confió el rey—, esa judía añora su tierra de origen, Portugal, y no le importaría regresar trayéndose consigo a todos sus parientes y lo que pudiese acarrear de sus cuantiosos bienes. Si fuera así, nosotros estaríamos encantados. Pues su cuantiosa fortuna nos resultaría muy provechosa en estos tiempos difíciles. Pero ese regreso de los Nasi a Portugal, si pudiera llevarse a efecto, requeriría una operación muy difícil; un plan perfectamente concebido para que el Gran Turco no se enterase y lo entorpeciese. Por eso, lo más importante de tu misión será averiguar si ellos albergan estas intenciones en verdad. Es decir, si estarían dispuestos a volver con toda su fortuna a nuestros reinos.

Se detuvo y perdió la mirada en el vacío, pensativo. Había algo melancólico en él. Daba la sensación de que todo esto le causaba tristeza. Sentí que debía confortarle en lo que estaba en mi mano y le dije:

—Confiad en mí, majestad. Haré todo lo que pueda para averiguar lo que se me pide.

Se volvió hacia mí y sonrió levísimamente.

—Será lo que Dios quiera —sentenció—. No dudo en que harás como dices, mi intrépido caballero de Alcántara. Pero será lo que Dios quiera…

—Amén —asentí.

—Mira, muchacho —añadió—, en este momento lo que más nos importa es que ese José Nasi y su tía doña Gracia lleguen a comprender que nos estaríamos resueltos a facilitarles las cosas en su vuelta. ¡Ay, si quisieran ser cristianos, cuánto nos podrían ayudar!

—He comprendido, señor.

Clavó en mí sus pupilas grises y me puso la mano en el hombro. Sentí esa presión y me estremecí.

—Sé que podrás hacerlo, muchacho —me dijo paternalmente—. Será lo que Dios quiera… El peligro que corre la causa cristiana es muy grave. Momento es de hacer uso de todas las armas a nuestro alcance. ¿Comprendes eso?

—Sí, señor. Vuestra majestad tendrá la información que precisa.

—Dios te bendiga, muchacho —rezó—. Sea Él servido de guardar tu vida de todo peligro.

Dicho esto, hizo una señal al caballero que aguardaba algo alejado, acariciando a los mastines.

—Doctor Velasco —le ordenó—, ve a llamar al gran prior.

Mientras iba el servidor a cumplir el mandato, el rey me explicó:

—Ya sabes que irá contigo un caballero de San Juan de Jerusalén. Confío en que habrá perfecta avenencia entre vosotros, como auténticos hermanos. Nos somos el maestre mayor de todas las órdenes y caballerías. Para nos, todas ellas son una sola y única, sin diferencia ni distinción, pues una sola es la causa a la que sirven. Ese freile de San Juan lleva una misión tan importante como la tuya. El uno al otro podéis confiaros vuestros secretos siempre que lo consideréis conveniente. No pongáis en peligro vuestras vidas sin motivo justo. Ayudaos y sosteneos mutuamente. ¿Comprendido?

—Comprendido, señor.

En esto, llegaron dos freiles del hábito de San Juan. Uno de ellos era el caballero que aguardó junto a mí en el recibidor del alcázar el día anterior. El otro era el gran prior de la Orden de Malta, don Antonio de Toledo, pariente del comendador frey Francisco, que venía también tras ellos, junto al secretario don Antonio Pérez.

—Todo está ya hablado —dijo el rey—. La misión comienza en este momento. Proveedles de los dineros que necesitan y organizadles el viaje hasta Valencia, donde las instrucciones precisas ya habrán llegado con el fin de que se provea la embarcación que ha de llevarles al Levante. Que un capellán les confiese para que partan en gracia de Dios.

Nos inclinamos reverentemente.

—¡Santa María os valga! —exclamó, alzando la mano con gran majestad.

Dicho esto, nos dio la espalda y se perdió por el bosque, acompañado por los mastines.

Libro IV

En el que se hace relación de la partida de nuestro

caballero a Sicilia primero y después a Venecia, y los

varios acaecimientos que le sucedieron en aquella

serenísima república
.

Capítulo 20

A orillas del mar Tirreno, en la costa norte de Sicilia, está la pequeña y dorada ciudad portuaria de Cefalú, enclavada entre las aguas y una imponente roca de paredes escarpadas que le sirve de abrigo y refugio. Este inmenso promontorio, de pura piedra, resulta una visión escalofriante desde el mar. Ya los antiguos griegos se sorprendieron y quisieron ver en él una cabeza gigantesca; la del dios al que llamaban Céfalo, del que toma nombre el lugar.

La ciudad y el puerto se repliegan en la falda del colosal peñasco, en cuya cumbre se alza el viejo castillo donde se encierran las tropas y la población cada vez que aparecen en el horizonte las amenazantes escuadras corsarias del turco.

La ensenada de Cefalú, cerrada al sur por la inexpugnable roca fortificada, tiene dos playas grandes, abiertas, llenas de pedruscos ennegrecidos por las algas, y un puerto natural al pie mismo de las casas. A nuestra arribada, se alineaban en él un centenar o más de veleros, con sus arboladuras desnudas, como un bosque en otoño. Desde allí, crecen las murallas por todas partes, formando un laberinto a trechos, con arcos, escaleras, baluartes y torreones circulares, garitas arpilleradas y puestos de vigía altísimos, construidos con largos troncos ensamblados. Pero todo estaba un tanto ruinoso y en desorden, abarrotado de las reliquias de una permanente lucha violenta y tenaz: casamatas derruidas, cañones desmontados y signos de incendios recientes.

Nada más desembarcar, supimos en el mismo puerto que se había sufrido un feroz ataque de piratas unos días antes. Fuera del recinto de la ciudad se observaban las huellas de la refriega: torrecillas negras a causa del humo, embarcaciones destrozadas o quemadas y muros con grandes boquetes abiertos. El barrio de pescadores, por donde anduvimos con los pies hundidos en la arena limpia, estaba desolado y triste. Los hombres reparaban sus barcazas y las mujeres cosían las redes. Un ruidoso revolotear de gaviotas gritonas rompía la calma y el abatimiento de la mañana soleada.

—¡Qué desastre! —comentó Juan Barelli—. Hora es ya de que esos demonios dejen en paz mi bendita tierra. No hay verano que se libre de los asedios; si no es en junio ha de ser en septiembre…

El caballero de Malta era siciliano, precisamente de Cefalú. Por lo que los secretarios del rey y el gran prior de San Juan resolvieron que ese puerto debía ser nuestra primera escala.

Caminaba él delante, muy decidido, mientras se iba lamentando al ver los destrozos hechos por los piratas:

—¡Malditos! ¡Malditos sarracenos! ¡Demonios ladrones!
Fillos de putana
!…

Atravesamos una puerta que comunicaba el muelle principal con la ciudad. Dentro había una segunda muralla, más baja que la primera, con más restos de fortificaciones y caserones de piedras doradas por el sol de los siglos, así como antiguos paredones ennegrecidos por el aire del mar.

—Por aquí —indicó Barelli, señalando una amplia calle que ascendía muy derecha.

Llegamos al centro de una plaza donde se erguía una orgullosa catedral antiquísima, en torno a la cual se agrupaban elegantes palacios de amplios ventanales, donde colgaban coloridos tapices que lucían escudos de armas. Como en cualquier otra parte, aquel núcleo en torno al templo principal constituía la parte más noble de la ciudad.

Al contrario que en el puerto, reinaba allí el orden y todo tenía cierto aire de inocencia, de beatitud. Había puestos de apetitosa fruta, verduras y pescado. Paseaban los señores pacíficamente y los militares despreocupados. Algunos clérigos cruzaban en grupo y los niños les seguían bulliciosos. Sobre todo el conjunto, la imponente, altísima y omnipresente roca parecía un paredón construido por gigantes venidos desde otro mundo.

Atravesamos la plaza y nos adentramos por otra calle más ancha y casi desierta. Los escasos transeúntes nos miraban curiosos.

Se detuvo Barelli delante de un hombre de larga barba blanca y le llamó:


Signore degli Cuarteri
.

—¿Eh? —exclamó el hombre, sorprendido—.
Oh, Alessandro Barelli! Il piccolo Alessandro
!

La poca gente que por allí había, que parecía estar al tanto de lo que pasaba, empezó a aproximarse.


Il piccolo Sandro
! —gritó una mujer—.
É vero! Ma…! Guárdate! E Sandro! Sandro Barelli
!

Enseguida acudieron más vecinos. Las voces de la mujer y el bullicio alegre que se formó alertaron a los que estaban en las casas. Algunas puertas y ventanas se abrieron.

El caballero de San Juan avanzaba brioso y ufano entre sus paisanos que le aclamaban alegres y que, como se apreciaba, hacía bastante tiempo que no le veían.

—Me fui de aquí con catorce años —me explicó, mientras doblábamos una esquina y ascendíamos por una calleja muy empinada.

—También yo salí muy mozo de casa —dije—; más o menos con esa edad.

Llegamos a una plazuela, frente a un caserón. La efusiva mujer que nos acompañaba, vociferante, aporreó el portón y gritó a voz en cuello:


Signore Barelli! Il vostro filio! Signore, e il piccolo Sandro
!

Salió al balcón una doncella, y al cabo estaba toda la familia en la puerta. El padre del freile de Malta era un hombre en extremo vigoroso, que más parecía su hermano. Abrazó a su hijo con lágrimas en los ojos.


Sandro, Sandro, Sandro
…! —gemía, cubriéndolo de besos.

Definitivamente, reparé en que allí nadie le conocía como Juan, por lo que supuse que había adoptado ese nombre al profesar como caballero de la Orden Hospitalaria que se amparaba bajo el patrocinio de San Juan.

Entramos en la casa, un edificio noble, no demasiado grande, pero con mucha servidumbre. Se notaba que los Barelli eran gente principal en Cefalú. Abundaban los buenos tapices y el mobiliario lujoso. De las paredes colgaban cuadros de santos y retratos de orgullosos antepasados que vestían armaduras de parada o suntuosos ropajes con cierto aire oriental, medallones sobre el pecho y brillantes anillos en los dedos.

Pronto se reunió un nutrido grupo de personas en un salón grande: los abuelos, los cuatro hermanos —tres hembras y un varón adolescente—, los sobrinos y parte de la vecindad. Se abrazaban tiernamente. Había lágrimas, vocerío, bromas y risotadas. Era gente impetuosa y alegre. También nos besuqueaban a Hipacio y a mí, como si fuésemos de la casa, a pesar de que nos veían por primera vez en su vida.

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