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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (18 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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En esto, irrumpió impetuosamente el dueño de la fonda y exclamó:

—¡Oh, señor Mandel, cuánto honor! ¿Qué le trae por esta humilde casa? Hace tiempo que no teníamos la dicha de ver a vuestra merced.

—He estado viajando —respondió el hebreo—. Pero hoy tengo un importante asunto que tratar con el señor Cheremet Alí, tu huésped.

—¡Maravilloso! —dijo Ai Mori, henchido de satisfacción—. Me alegro muchísimo de que estos honorables señores, a quienes sirvo desde hace tres semanas, hayan dado al fin con lo que buscaban. Pero ¡Alá sea bendito!, nada más lejos de mi intención que interrumpiros. Quedad solos y haced con tranquilidad buenos tratos, que ya me encargaré yo de que os sirvan un refresco a base de agua fresca almizclada y endulzada con miel de azahar.

—Muchas gracias por esa atención, hospedero —repuso Mandel—, pero no tenemos tiempo. Nos aguarda una ardua jornada de negocios y hemos de irnos inmediatamente al establecimiento de los hermanos Di Benevento. Nos esperan impacientes.

—¡Oh, claro! —exclamó el hospedero—, los Di Benevento… ¡Qué magníficos terciopelos! Id, id con Alá y que todo salga según vuestros deseos, señores.

Nos disponíamos a salir de la fonda cuando, antes de llegar a la puerta principal, el tratante hebreo se detuvo e indicó con delicadeza:

—No quisiera ser descortés… ¡Cielos, no se ofendan conmigo! Pero no es necesario que vayamos todos a los almacenes de los hermanos Di Benevento. Bastará con que el señor Cheremet Alí me acompañe.

—¿En? —protestó airado Barelli—. ¡Nada de eso! En este negocio estamos él y yo de la misma manera. No me quedaré aquí.

—Yo también iré —dijo Hipacio—. He de ver esos terciopelos.

—¡Tú te callas! —le grité al sastre.

—¡Es mi trabajo! —replicó él—. ¿A qué he venido yo a Venecia sino?

Comprendí que podían complicarse las cosas si nos poníamos a discutir. Así que le dije a Mandel:

—Si no te importa demasiado, mis compañeros vendrán también.

—Sea —otorgó él, algo azorado—. Pero partamos ya, que se hace tarde.

Cuando salimos, nos encontramos amarrada frente a la puerta una de esas barcas alargadas que usan los venecianos para ir de una parte a otra de la ciudad navegando por los canales.

—Vamos, subid —nos dijo el hebreo.

Una vez embarcados todos, Barelli le preguntó impaciente:

—¿Quién te envía?

—Nada puedo decir —contestó Mandel entre dientes.

Me di cuenta de que mi compañero estaba demasiado nervioso y comencé a inquietarme. El barquero soltó la amarra y dos remeros hicieron que la embarcación se deslizase con ligereza. Noté por un levísimo gesto de Mandel que no debíamos hablar delante de ellos.

—Tranquilicémonos —propuse para desviar la conversación—. Disfrutemos del paseo. Mirad qué bellos puentes y edificios.

—¡Maravilloso! —suspiró Hipacio, entrecruzando sus dedos gordezuelos sobre la barriga abultada—. Pero ya ardo en deseos por ver esas telas.

—Qué telas ni que… —balbució Barelli, rabioso—. Esto no me gusta nada… ¿Adónde demonios nos lleva el judío este?

—¡Barelli, por Dios! —le traspasé con la mirada.

—¡Mierda! —rugió.

Mendel forzó la sonrisa cuanto pudo, enseñando todos sus blancos dientes, y dijo displicente:

—Señores, no os preocupéis. Confiad en mí —hizo un guiño y un disimulado gesto, para hacernos comprender que el barquero y los remeros no debían ser testigos de la discusión—. Todos los negocios que haremos esta mañana serán satisfactorios. No hay motivo para inquietarse.

Fuimos ya en silencio hasta detenernos frente a un bello edificio en cuya fachada lucían tapices, flámulas y gallardetes de todos los colores.

—Hemos llegado, señores —anunció el hebreo—. He aquí el establecimiento de los Di Benevento.

Nada más entrar en el almacén, quedamos deslumbrados por la belleza y el colorido de cuanto allí había: esculturas de bronce, muebles, cortinajes, alfombras, cuadros, telas de los más diversos géneros, almohadones, vidrios, vajillas…

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos, caros señores! —se apresuraron a recibirnos media docena de sirvientes, solícitos, elegantes, ataviados cual si fueran príncipes.

Al momento acudieron también los dueños del negocio, los Di Benevento, que eran cuatro hermanos de muy buena presencia, distinguidos y de movimientos delicados.

Simión Mendel nos presentó a ellos y luego indicó:

—Tenemos toda la jornada para hacer negocios con tranquilidad. Hoy el establecimiento, por gentileza de los Di Benevento, permanecerá cerrado para la calle y abierto únicamente para nosotros. Así que podéis tomaros tiempo para admirar el género.

—¡Oh, qué gentileza! —gritó Hipacio, que estaba como fuera de sí entre tanto lujo.

El que parecía ser el mayor de los hermanos, llamado Aldo Di Benevento, nos dijo en perfecto español:

—Ahora se os servirá comida y un buen vino, amigos. No tenemos prisa. Id mirando por donde queráis, estáis en vuestra casa, y si veis algo que os interesa no tenéis más que decirlo.

—¡Maravilloso! —exclamó el sastre—. Empezamos por esos famosos terciopelos.

—Hay tiempo para todo —dijo amablemente Aldo—. Ahora tomemos unos tragos.

Uno de los criados repartió copas y escanció un delicioso vino, que era de un color rojo, muy brillante, aromático y algo dulce.

—¡Excelente! —afirmé, tras degustarlo.

—Es del Véneto,
della
Valpolicella —explicó, Benomi, otro de los hermanos.

—¡Riquísimo! —exclamó Hipacio, después de apurar la copa entera.

—¿Un poco más? —le ofreció Aldo.

—¡Naturalmente! —asintió el sastre con la avidez dibujada en el menudo rostro de brillantes ojillos.

En esto se aproximó un criado y le dijo algo al oído al mayor de los Di Benevento.

—Señores —indicó el mercader—, la persona que aguardábamos ya ha llegado por el canal que da a la parte trasera de la casa y está en la trastienda.

—¿Aguardábamos a alguien? —preguntó Barelli.

—Sí, claro —contestó Mandel—. Los tratos que nos traen aquí precisan la intervención de alguien que debía reunirse con el señor Cheremet Alí en privado.

—¿Eh? —replicó el de Malta—. ¿Con el señor Cheremet Alí solamente? ¿Y yo? ¿Es que yo no pinto nada aquí?

—Comprendan, señores, que tengo órdenes —repuso tímidamente el hebreo, sin abandonar su habitual sonrisa, pero visiblemente nervioso.

—¿Órdenes? —contestó airado Barelli—. ¡Estoy viendo que aquí no pinto nada!

Me inquieté una vez más a causa de la intemperancia de mi compañero. Y con suavidad, para no enfadarle más, le propuse:

—Hermano Barelli, vayamos tú y yo un momento a un lugar reservado y pongámonos de acuerdo, con el permiso de estos señores.

Salimos de la casa mi compañero y yo y fuimos a la estrecha calle que discurría paralela al canal, la cual estaba muy concurrida, abarrotada de mercancías y gente que vendía de todo. En medio de aquel bullicio, le dije:

—¿Qué te pasa, hermano? Te veo soliviantado y molesto…

—¡Cómo no había de estarlo! —respondió—. No se cuenta conmigo. Ni se me nombra siquiera.

—Esperemos a ver qué pasa —dije, para tranquilizarle—. Dejemos que todo discurra por su orden, compañero. En esto estamos ambos de igual manera, cierto es, pero no sabemos aún qué hemos de hacer. No seamos impacientes y confiemos en el plan previsto. No te ofendas, hermano. Si ahora quieren tratar conmigo debe de ser por alguna razón importante. Quizá mañana te reclamen a ti.

—Está bien… —cedió al fin—. Pero aquí hay cosas que no me gustan nada…

—Regresemos al negocio. Entraré yo para tener conversaciones con esa misteriosa persona y tú aguarda disimulando, como si te interesaras por los terciopelos. No olvides que en todo momento debemos aparentar que somos comerciantes.

—Vamos allá. Pero no consentiré que se me relegue como a un inútil. ¡Ten eso en cuenta!

—No te alteres, por favor.

Entramos de nuevo. Entonces vi a Hipacio que, sin soltar la copa, estaba entusiasmado entre los tejidos que le mostraban los Di Benevento.

—¡Miren vuesas mercedes, señores! —exclamaba el sastre—. ¡Qué veludillos de seda y oro! ¡Oh, Santa María de Guadalupe, si el maestro Tinsauzelle viera todo esto! ¡Ah, mirad! —señaló corriendo hacia un gran rollo de tela—. ¡Baldoque negro! ¡Genuino baldoque negro como la noche! ¡Qué preciosidad! ¿Cuánto cuesta esta maravilla, señores di vendetodo?

—Benevento —le corrigió Mandel—, Di Benevento.

Encantados al ver su entusiasmo, los comerciantes se pusieron a negociar con Hipacio, mientras yo aprovechaba para ir con el hebreo a la trastienda.

—Por aquí, rápido —me decía él.

Atravesamos un par de corredores y descendimos por una vieja escalera de madera hasta una especie de húmedo sótano donde, curiosamente, penetraba el agua del canal bajo un arco, formado por una especie de embarcadero donde se hallaba varada una de esas chalanas tan alargadas y elegantes que ellos llaman «góndolas», en las que navegan los nobles y principales venecianos.

—Vamos, señor, embarque vuestra merced —me dijo el hebreo—. Yo le aguardaré junto a sus compañeros.

Tenía la góndola en su centro una especie de baldaquín todo cerrado con doseles. El barquero me tendió la mano, me ayudó a subir y retiró los telones. Dentro encontré a un caballero sentado, el cual me indicó con un gesto el lugar donde debía acomodarme. Cerró las cortinas y gritó:


Andiamo
!

La góndola se puso en movimiento y, por las rendijas, vi que salíamos al canal. Pronto navegábamos pasando por delante de los bellísimos palacios, hasta llegar a un cauce
mis
ancho y transitado.

—Nos alejamos —le dije al misterioso caballero, que permanecía silencioso—. ¿Adónde vamos?

—No hay cuidado —respondió con pulcro acento castellano—. Simión Mendel se ocupará de todo. No se preocupe por los compañeros. Es sólo con vuestra merced con quien debo tratar.

—¿Puedo saber con quién hablo, caballero? —le pregunté.

—Soy el secretario de la embajada de Su Majestad el rey de las Españas en la república serenísima de Venecia. Me llamo García Hernández, para servir a Dios, al rey y a vuestra merced.

—¡Oh, por fin! —exclamé aliviado—. Ya empezaba a preocuparme tanto misterio.

—En estos menesteres toda precaución es poca —dijo con circunspección.

Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra que reinaba dentro del baldaquín, pude ver mejor al secretario. Era un hombre muy delgado, de cara melancólica, nariz prominente y frente despejada. Tenía cierto aire indiferente, apagado y frío, a pesar de la gran importancia del negocio que íbamos a tratar.

En cierto momento, descorrió la cortina que estaba a su lado derecho y señaló:

—Contemple vuaced qué hermosura.

—¡Vive Cristo! —exclamé al ver el exterior.

Habíamos llegado frente a unos edificios majestuosos que resplandecían a la luz del sol, después de aparecer repentinos en la desembocadura del canal por el que navegamos.

—Es el palacio ducal —explicó García Hernández, volviendo a correr la cortina.

La góndola pasó por delante de un amplio embarcadero, y a través de la rendija atisbé unas lujosas galeotas varadas.

—Ya podéis volver a mirar —dijo el secretario a la vez que retiraba nuevamente el dosel—. Aquello es la catedral de San Marcos. Ese templo es desde antiguo el orgullo de los venecianos.

Contemplé admirado las cinco cúpulas rematadas por brillantes cruces doradas. Como todo en Venecia, la visión resultaba extraña y sorprendente.

—Aquí nos detenemos —dijo el secretario—. Almorzaremos juntos en un lugar de confianza y podremos conversar tranquilos.

Echamos pie a tierra en un barrio muy refinado, por donde se podía caminar por calles estrechas, pasando delante de historiadas puertas y ventanas cuyos dinteles eran de pulcro mármol labrado. Después de adentrarnos por un complicado laberinto en el que, yendo solo, a buen seguro me habría perdido, entramos en una casa angosta desde cuyo zaguán ascendimos a un segundo piso. Nadie nos recibió. Pero García Hernández se movía con la seguridad de quien se encuentra en un lugar familiar.

—Tomemos asiento —propuso.

En la estancia había cuatro mesas, una de las cuales estaba preparada con mantel, platos, cubertería y vasos. Nos sentamos el uno frente al otro.


Signare Giuliano
! —gritó con sonora voz el secretario.

Enseguida acudió un hombre de mediana edad que llevaba puesto un largo delantal.

—El señor Julián es español —explicó García—. Pero lleva aquí más de cuarenta años. ¿Verdad, Giuliano?

—Desde que tenía quince —respondió el tabernero.

—Todos los negocios importantes de la embajada se cierran aquí. ¿Qué tenemos para comer hoy, Giuliano? —le preguntó.

—Sopa de tuétanos primero y
sarde in saor
para después, señores.

—¡Umm…, me encanta! —suspiró el secretario—, sírvenos enseguida.

Tomamos la sopa en silencio. Estaba yo tan impaciente que no hice uso de la cuchara, sino que la bebí directamente del tazón.

—Se quemará vuaced —me advirtió el secretario, que parecía no tener prisa y se entretenía añadiendo pedazos de pan al caldo.

El siguiente plato estaba compuesto por una especie de escabeche a base de sardinas con mucha cebolla, piñones y unas pasas. Era delicioso. Gomo el vino, semejante al que nos sirvieron en casa de los Di Benevento.

—Y ahora, vayamos al grano —dijo por fin García Hernández, cuando hubo terminado con la última sardina y la última miga de pan, dejando limpio el plato.

—Para estar tan delgado, tiene vuestra merced gran apetito —le dije, buscando acortar distancias.

—Sufro dolores de huesos y resfríos frecuentes, a causa de este maldito clima húmedo, pero, gracias a Dios, la comida y la bebida me sientan muy bien.

—Me presentaré —dije—. Mi nombre verdadero es Luis María Monroy de Villalobos y…

—Ahorrémonos todo eso —me interrumpió. Se hurgó en las faltriqueras y sacó un fajo de papeles—. Aquí tengo cartas de los secretarios de Su Majestad en las que se me explica todo lo que necesito saber sobre vuestra merced.

—¿Entonces? —pregunté algo desconcertado—. ¿Qué he de decir?

—Nada. Pues yo soy el que debe hablar. Preste vuestra merced atención, pues he de explicarle con detenimiento en qué consiste la misión secreta que comienza aquí, en Venecia.

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