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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (32 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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—Me siento agradecida… —sollozó la anciana—. ¡Es un precioso regalo…!

Me incliné con sumo respeto para responder a su sincera gratitud.

—Antes de retirarme de vuestra presencia, señora —le dije—, una vez más manifiesto en nombre de Su Majestad que estará dispuesto a contaros felizmente entre los súbditos más distinguidos de sus reinos.

—Lo tendré en consideración —respondió ella—. Bese vuestra merced la mano del rey en nombre mío y en el de toda mi familia. Yo ya soy vieja y estoy enferma, pero estos queridos hijos míos decidirán lo que ha de ser más conveniente.

Libro VII

De la manera en que se ganó el corazón

de la bella judía Rija del sabio trujamán
.

Y también de lo que le sucedió en el palacio

del Gran Judío, cuando llegó a estar en la presencia

del Señor de Estambul, y de lo que le acaeció después

por ser fiel a su encomienda
.

Capítulo 41

Puede parecer una extraña coincidencia, pero sucedió: no bien había transcurrido una semana desde que visité a doña Gracia Mendes en la Casa Roja, cuando murió.

Entre los judíos de Estambul cundió la tristeza. La Señora había llegado a ser una suerte de reina entre los hebreos de aquella parte del mundo. Todo Ortaköy se vistió de luto. Se hicieron largas honras fúnebres en las sinagogas y después el cuerpo fue embarcado en una galera fúnebre para ser trasladado a la Tierra Santa, donde sería sepultado junto al de su esposo.

Tres semanas después, para mayor consternación, murió el hermano del duque de Naxos, Samuel Nasi. De nuevo hubo velorios y solemnes funerales.

Isaac Onkeneira, que tenía cosas de sabio y aun de profeta, me confesó que había llegado a pensar que todo era obra de la Providencia Divina.

—Resulta ciertamente misterioso que hayan rendido las almas casi al mismo tiempo, después de haber recibido el aviso de tu rey —me dijo con mucha gravedad—. Parece que un mundo se cierra a la vez que otro se abre. Tengo la sensación de que se avecinan tiempos todavía más difíciles que éstos…

A pesar de que el venerable trujamán se sinceraba frecuentemente conmigo, me pareció que en su casa ya no me trataban como antes. Aunque me aseguró él que no le había contado ni siquiera a sus hijos quién era yo de verdad, para preservar mi seguridad.

En el pequeño despacho donde guardaba sus libros, me habló con el desconcierto grabado en el rostro:

—Todo esto me ha confundido. Veo que eres un hombre de buenas intenciones y nobleza de espíritu. Pero no puedo dejar de pensar en el lugar de donde vienes y todo lo que allí nos hicieron padecer a los judíos. Mi hija te ama sin saber la verdad sobre ti, y yo no quisiera verla sufrir…

Entonces le rogué que me permitiera estar una vez más a solas con ella.

—Si realmente estás enamorado de Levana —observó—, deberás contenerte. Ahora, con todo lo que ha sucedido, sólo puedes perjudicarla.

—¿Por qué?

—Porque es evidente que muy pronto te marcharás a España. Un hombre honorable no daña el corazón de la mujer que quiere.

—¡Nunca haría eso! He ido en serio con ella.

—¿Y qué pretendes? ¿Vas a llevártela a España?

—Creo que eso debe decidirlo ella. Por favor, déjame verla.

—¡Nos la robarás! —sollozó—. ¡No es justo!

—Déjame estar con ella sólo una vez más —insistí—. Te lo ruego.

—Anda, ve a la terraza —otorgó al fin, secándose las lágrimas—. ¿Quién puede contener el mar?

Subí llevado por mi ansiedad y saqué del bolsillo un collar de perlas que había comprado para ella. En mi arrobamiento, no reparé en que no estaba sola; ¡tan grande era el deseo que tenía de verla! Y tampoco fui consciente de que estaba muy enojada por el tiempo que había pasado sin que viniera a visitarla.

Su cuñada Ebru se me encaró:

—¡Eso no se hace! ¿Dónde te has metido durante la última semana, sinvergüenza?

—Tuve complicaciones —me excusé tímidamente.

Levana me miraba a los ojos de manera acusadora como si todo lo que había ocurrido fuera por mi culpa. Pero me sentí aliviado al darme cuenta de que no estaba enterada de los verdaderos problemas que me habían acuciado. Así que añadí:

—Se me embrollaron los negocios.

—Debes saber que no eres el único que anda enredando para casarse con ella —me espetó maliciosamente la cuñada.

Sin embargo, Levana, lejos de unirse a ella en contra mía, le gritó con enojo:

—¡Ebru, déjanos!

La cuñada se marchó refunfuñando. Y sentí un escalofrío de esperanza cuando mi amada sonrió haciéndome ver con sus brazos abiertos que me perdonaba.

—¡Qué dura es la vida, querida mía! —suspiré apretándome contra su pecho—. ¿Qué me importa a mí el mundo sin ti?

Ella se estremeció y después me apartó suavemente. Sin mirarme del todo a los ojos, con un tono inesperado que parecía pedirme angustiosamente la verdad, me preguntó:

—¿Te marcharás pronto?

—¿Por qué te importa eso ahora?

—Porque tengo un presentimiento. ¡Siento miedo! No lo puedo evitar.

—Oh, no, mi pequeña —intenté tranquilizarla—. No debes sentirte así. Yo estoy aquí y no te dejaré.

Una enorme y brillante lágrima se deslizó por su mejilla pálida. Me pareció una imperdonable crueldad tenerla engañada un solo momento más. De repente me afectó mucho ese llanto y decidí que debía contarle la verdad. Aunque primeramente era necesario serenarla.

—He traído estas perlas para ti —dije, poniendo el collar en su bonita garganta—. ¿Te gusta?

—¡Es precioso!

Me agradó que me mirara a la cara durante un largo rato sin hablar. Se palpaba las perlas en el cuello y sonreía, a pesar de que seguían brotándole las lágrimas de los ojos hinchados.

—¡Eres tan hermosa! —expresé con franqueza.

Nos abrazamos. Entonces me atravesó una sensación inmensamente agradable. Como otras veces, cuando estaba junto a ella era como si el mundo quedara cubierto por una bondad luminosa.

Pero ya empezaba a considerar que no era justo mantenerla en esa especie de nube. Así que le susurré al oído con cuidado:

—Debemos hablar ahora. He de decirte algo muy importante.

—Ya me he dado cuenta de que pasa algo malo. Mi padre está muy inquieto últimamente y sé que es por causa tuya. Por favor, dime de qué se trata. No soy una niña…

—Sentémonos ahí, querida —propuse señalándole un escaño que había al lado—. Necesito tiempo y tranquilidad para contarte muchas cosas.

Con todo el miramiento que me fue posible, dada su preocupación, le revelé quién era yo en verdad y los motivos ocultos que me habían llevado a Estambul. Como daba por concluida la misión, consideré que no violaba los juramentos hechos a Su Majestad siendo sincero con mi amada.

Ella me escuchó sin decir nada y su rostro fue demudándose hasta manifestar el horror, después lloró desconsoladamente y no consintió que la rozara siquiera cuando quise atraerla cariñosamente hacia mí.

—Lo siento… ¡Lo siento tanto…! —balbucí—. ¿Qué puedo hacer por ti, amor mío?

Se apartó de mi lado y fue hasta la balaustrada desde donde se contemplaba el Bósforo. Allí, dándome la espalda, sollozó:

—¿Por qué…? ¿Por qué…?

Fui hacia ella y le puse las manos en los hombros con delicadeza. Se estremeció, pero me permitió seguir a su lado.

—Querida —le dije suavemente—, mis sentimientos son los mismos. Nada cambia por lo que te acabo de contar. Aunque sé que resulta duro para ti, nuestro amor debe estar fuera de todo eso.

—¡Siempre he odiado las mentiras! —suspiró mientras seguía sin mirarme—. No puedo amar a un hombre falso.

—¡No digas eso, por favor! Trata de comprenderme…

—Lo nuestro no tiene futuro, ¡es absurdo! —se lamentó llevándose las manos al rostro.

—Podemos decidir… ¿No somos acaso libres?

—No, nadie es libre del todo.

—¡En mi corazón mandan Dios y yo! —manifesté con rabia.

—¿Dios y tú? —susurró con ironía—. Toda tu vida pertenece a la cristiandad y a ese rey tan poderoso.

—Toda no, querida mía. Aunque no puedas comprenderlo, ahora debes fiarte de mí. En mi mundo nadie se mete con los efectos más profundos del alma. ¡El amor es sagrado!

—¡Palabras que nadie cree en el fondo!

—No. Esas cosas las entiende todo el mundo en Oriente y en Occidente. Aunque es cierto que no se respetan en todas partes. Pero mis intenciones son puras, ¡te lo juro!

Gimió con visible confusión e intenté consolarla pegando mi pecho contra su espalda. Entonces se volvió y por fin me miró con dulzura, a pesar de tener los bellos ojos inundados de lágrimas.

—¿Qué voy a hacer contigo? —suspiró.

Me pareció que toda ella estaba creada para mi amor y perdí la razón. Me arrodillé a sus pies.

—¿Me odias? —le pregunté.

Negó con la cabeza. El sol de la tarde hacía resplandecer sus cabellos rubios y tuve la extraña sensación de que era como una aparición descendida de las alturas. La alegría de la esperanza me hizo temblar y le abracé las piernas; después me incliné y le besé los pies.

—¡Te amo, Levana! ¡Oh, cómo te amo! Haré todo lo que me pidas.

Se desmoronó y descendió hasta mi altura. Me cubrió de besos.

—¡Y yo a ti, vida mía! ¡Elokim el eterno ha de ayudarnos! ¡No me dejes, o moriré! Iré contigo a donde quieras llevarme…

Capítulo 42

En los jardines del señorial palacio del duque de Naxos una vez más se reunían sus familiares e invitados para celebrar una fiesta. Me sentí muy honrado cuando Isaac Onkeneira me comunicó lleno de felicidad que habían dispuesto contar conmigo.

Emocionado, me dijo:

—Es el momento más adecuado para que le digamos que pronto partirás para España y que Levana se irá contigo.

Comprendí que don José Nasi ya no me miraba con recelo, que por ser hombre cultivado, de mundo, había llegado pronto a vislumbrar que yo era un mero intermediario y que mis intenciones no ocultaban doblez. Para convencerle de ello, hube de pasar muchas horas en su compañía y aprendí que el vino delicioso de Chipre era la mejor llave para abrir los corazones.

Pero nada de aquella aventurada estancia mía en la imprevisible Constantinopla me hizo más dichoso que lograr ganarme al venerable trujamán, para que me entregara la mano de su adorable hija y que consintiera en que viajara conmigo a España. A pesar de tener el alma desgarrada por la separación, a Onkeneira le complacía que Levana alcanzase una vida venturosa cuando el rey premiase mis arriesgados servicios con las pertinentes prebendas. Al fin y al cabo, casarla con un hebreo adinerado de Estambul le habría costado una desmesurada dote, y ni siquiera se le pasaba por la cabeza entregársela a un turco para que la encerrase de por vida en el serrallo. Encantado por la feliz solución de todos mis problemas, nada me retenía allí una vez cumplida la encomienda. Que el duque tomara la decisión de aceptar la invitación de Su Majestad o la rechazara ya no estaba en mis manos. Así que, antes de que los vientos dejasen de ser favorables, resolví embarcarme y regresar en veloz viaje a los puertos de la cristiandad.

Si demoré la partida hasta los primeros días de otoño, fue porque mi suegro me rogó que celebráramos los desposorios a la manera judía durante las fiestas del Sukot, que tenían lugar el decimoquinto día del séptimo mes del calendario hebreo, coincidiendo con el 26 de septiembre cristiano.

—Mi amo debe saber que os vais —consideró el trujamán—. Quiero contar con su anuencia en todo lo que se decida sobre lo vuestro. Lo contrario sería una ingratitud ahora que La Señora ha muerto.

—Haré lo que me pidas —le dije—. No podría negarte nada, después de la gran merced que me has hecho.

—La fiesta del Sukot se celebrará la semana próxima. Acudiremos todos a la casa de don José y haremos lo que manda la ley de Israel en estos casos.

En los jardines del duque de Naxos reinaba un ambiente bullicioso. Se habían construido una especie de cobertizos con ramas de palmera para cumplir con la tradición hebrea, que exigía ese día conmemorar lo que ellos llaman la fiesta de los Tabernáculos, en la que obedecen al mandamiento levítico de erigir habitaciones temporales, para recordar las cabañas en que vivió el pueblo de Dios cuando se encontraba en el desierto del Sinaí, de camino hacia la tierra de Israel.

Don José estuvo encantado porque celebráramos nuestra promesa de matrimonio en su casa un día tan concurrido. De manera que me desposé con Levana en presencia de diez testigos, parientes y ancianos judíos, entre los que se contaron los Nasi, y ante el padre de la novia, que otorgó su consentimiento entregándome a la novia y bendiciendo las arras.

Después los rabinos hicieron las lecturas y los rezos propios del Sukot. A lo que siguió un animado banquete.

Como en otras ocasiones, corrió el vino, mientras que un tierno cabrito, puesto en un espeto y asado sobre las ascuas, exhalaba su apetitoso aroma. Se había vendimiado ya en los generosos viñedos del duque y las uvas maduras, rojas y doradas, se hallaban dispuestas en el centro de las mesas sobre recipientes de plata labrada que tenían forma de barcos.

Los hombres brindábamos bajo nuestros tabernáculos y las mujeres conversaban jaraneras bajo los suyos, encantadas por compartir la felicidad de Levana.

Ella me lanzaba miradas sonrientes que reflejaban su dicha y yo no podía apartar los ojos de cada uno de sus movimientos desde la distancia. A la vez que agradecía a Dios en mi interior el haber hallado una criatura tan maravillosa.

Caía la tarde mientras dábamos cuenta del banquete y advertí que el duque me hacía una seña con la mano mientras estaba entre un escogido grupo de sus invitados. Me acerqué y aproveché la ocasión para agradecerle los favores. Entonces él me llevó aparte y me dijo con mucho misterio:

—Como ves, el Gran Judío no es tan pérfido como pensáis en España. Ahora podrás decirle a tu rey que no somos unos malvados que nos pasamos la vida haciendo pactos con el demonio.

—Trasmitiré a Su Majestad todo lo que aquí he visto y oído. Quiera Dios que pronto se solucionen los problemas de los judíos y alcancéis el sosiego necesario dondequiera que estéis.

—¡No seas iluso, muchacho! —respondió lanzando una carcajada—. Tu rey no quiere arreglarnos la vida. Si le interesa algo de nosotros, no es otra cosa que nuestro dinero.

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