Read El caballero de Alcántara Online

Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (35 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No puedo perder ni un instante. ¡A partir de ahora el tiempo es oro! —Corrió impetuoso hacia la salida.

—¡Barelli, dime de qué se trata! —supliqué tratando de detenerle.

—¡Tú encárgate del barco y deja lo demás de mi cuenta!

Como una exhalación, salió a la calle y se perdió en la oscuridad de la noche.

Capítulo 45

Pasé la peor noche de mi vida. Hizo un calor pegajoso que me mantuvo envuelto en sudor y no pude dormir ni un momento sumergido en un torbellino de suposiciones. Como otrora me sucediera en Venecia, me aterraba la impetuosidad de Juan Barelli. Sin saber cuál era su misión en Constantinopla, me desgarraba por dentro el pensar que pudieran echarse a perder mis planes después de tantos desvelos. No me quedaba más que un día y no tenía tiempo para dudar, ni para complicarme en menesteres arriesgados sin la debida reflexión.

Había dado órdenes a la servidumbre para que tuvieran todo dispuesto a primera hora del día. El barco ya debía de estar carenado, cargados los pertrechos más pesados y la tripulación esperándome a bordo, mientras iba yo a recoger a Levana a su casa.

Antes de que amaneciera, atravesaba el Bósforo, dividido entre mis dudas y certezas, en dirección a la orilla del Gálata.

Me sobresalté al encontrarme a los oficiales y a los guardias del puerto en el atracadero, discutiendo con el maestre de mi barco.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Señor, hay orden de que no se permita zarpar a nadie sin un permiso especial.

—¡Por Alá! —exclamé—. Tengo todos los papeles en regla y he pagado las tasas obligadas.

—Nada tiene que ver eso —replicó el funcionario—. La guerra contra Venecia ha cambiado las cosas.

—¡Cómo que han cambiado las cosas! —grité angustiado—. ¡Debo partir hoy!

—Señor, cumplimos órdenes. Ningún barco zarpará si no es con el permiso oficial de la Sublime Puerta. Ésa es la ley.

Le llevé aparte y le mostré un puñado de aspros.

—¿Estáis loco? —replicó entre dientes a la vez que me propinaba un empujón—. No me jugaré la cabeza hoy. Ésta no es una simple norma del agá que gobierna el puerto. ¡Son órdenes directas del gran visir!

—¿Y qué puedo hacer? Necesito zarpar antes de la puesta de sol…

Recogió con disimulo parte del dinero y después me susurró con falsa comprensión:

—Hoy zarpa el visir Ishag Bey con destino a Atenas para organizar la defensa del Egeo. Ésa será vuestra única oportunidad, si lográis que os incorporen a su comitiva. Como comprenderéis, esa flota tiene todos los permisos de la Puerta.

—¿A qué hora zarparán?

—Eso no lo sé. Las galeras son aquellas de allí. Como veis, hay movimiento de esclavos cargando la impedimenta y la chusma ya está encadenada a los remos.

Corrí hasta donde permanecían expectantes mis hombres y les ordené:

—¡Esperadme con todo preparado!

A bordo de un veloz barquichuelo, recorrí en poco tiempo las escasas dos millas que hay desde allí hasta Ortaköy; aunque, en medio de mi ansiedad, me pareció un viaje eterno.

Cuando aparecí en casa de Isaac Onkeneira, las mujeres prorrumpieron en un griterío estremecedor al percibir que llegaba el triste momento de la separación de Levana. Todos la abrazaban y ella me pareció prodigiosamente bella en su palidez, a pesar de las azuladas ojeras que rodeaban su brillante y desconsolada mirada.

Me quedé paralizado y con la mente en blanco, sintiendo que todo se precipitaba en una concatenación vertiginosa de emociones y temores.

Entonces escuché la voz llena de autoridad del trujamán que trataba de poner orden en aquel alboroto:

—¡Deben partir cuanto antes! ¡Vamos! ¡No les entretengáis!

Volviendo en mí, gracias a sus apremiantes recomendaciones, me fui hacia él y le comuniqué angustiado:

—Isaac, no me dan permiso para salir del puerto. ¡Todo se ha complicado!

—Ya me ocupé de ello —contestó él con calma, poniendo en mi mano los papeles—. Ayer, con las prisas y entre tanta pena, olvidé decírtelo. Menos mal que me enteré de la necesidad de este documento especial.

—¿Cómo lo has conseguido? —Una vez más, mi amo el duque ha intervenido en tu favor. Si no tuviera fe, me preguntaría por el significado de todo esto…

—Gracias a Dios —susurré—. ¡Qué interés tan grande debe de tener Nasi en que a mi rey le lleguen noticias suyas!

—¡Vamos, se hace tarde! —urgió él.

Por la tarde, Estambul se hallaba cubierto por oscuras nubes; el aire era denso y ardiente. El agua se agitaba en los atracaderos y los barcos subían y bajaban movidos por el oleaje, de manera que las tareas a bordo resultaban dificultosas. El puerto se veía animado. Centenares de esclavos acarreaban los pertrechos bajo las encendidas órdenes de los arráeces y maestres, mientras los escribientes y contables hacían sus anotaciones y revisaban cuidadosamente todo lo que era embarcado. Levana y yo aguardábamos todavía en tierra, acompañados por la familia Onkeneira, a que se dispusiera la partida.

Cuando tronó y brillaron en el cielo los cárdenos relámpagos, llegué al colmo de la preocupación, temiendo que la tormenta nos impidiera zarpar. Por otra parte, no había vuelto a tener noticias de Juan Barelli y me desazonaba pensar en que debía dejarle allí abandonado a su suerte. Pues no me quedaba más remedio que unirme a la flota del bajá que iba a Grecia, si quería servirme del permiso conseguido por mi suegro.

Por eso, cuando el maestre de mi barco vino a comunicarme que se acababa de dar la orden de partida en la nao capitana, di un respingo y exclamé:

—¿Con la tempestad que hay?

—La tormenta no afecta a la mar —señaló él—; está agarrada a la parte de tierra. El Mármara está sereno. Abandonaremos el Bósforo a golpe de remos y pronto iniciaremos la singladura, con viento favorable y corrientes propicias, hacia los Dardanelos.

Cuando el aviso fue dado en firme y conocido en todos los navíos, el ajetreo se intensificó en los muelles. Empezaron a acudir las tripulaciones para ultimar los preparativos y los contramaestres se encaramaron en los puentes de mando.

—Subamos a bordo, querida —le rogué a Levana.

—Rezaré todos los días de mi vida por vosotros —dijo el trujamán con lágrimas en los ojos.

Nos abrazamos y llegó el momento de ir hacia la pasarela. El gentío que abarrotaba el muelle también se despedía a nuestro alrededor y hubimos de abrirnos paso a empujones. Todavía con nuestros pies en tierra firme, escuchábamos a nuestras espaldas los gritos de la madre, las hermanas y las cuñadas de mi amada.

—El ambiente en cubierta no es adecuado para una dama —le sugerí a ella—. Mejor será que les mires por última vez y después te refugies en la carroza del barco, donde he mandado preparar para ti una confortable estancia.

Aunque aquel postrero instante fue muy triste, en un abrir y cerrar de ojos estaba ella en la alcoba, donde por la mañana esparcí una exquisita esencia cuya fragancia permanecía impregnando las cortinas, el diván y la mullida cama. Toda atención me parecía poca para mitigar el dolor que le provocaba la separación de su familia.

Ella se quedó tranquila y me regaló una sonrisa para hacerme ver que no se arrepentía de su decisión. Eso me tranquilizó mucho.

Pero los sustos no iban a terminar aún durante aquel larguísimo día. De repente, oí gritar a Hipacio.

—¡Barelli! ¡Es Barelli!

Corrí a la barandilla de estribor y miré hacia el muelle. Ya estaba recogida la pasarela y los marineros soltaban las amarras mientras nos retirábamos del amarradero. Al borde mismo del agua, el caballero de Malta me hacía señas con desesperación.

—¡Alto! —ordené—. ¡Echad de nuevo la pasarela!

Abarloó el barco y subió a bordo Barelli con extasiada alegría, ante mi estupefacta mirada.

—¡Increíble! —exclamé cuando estuvo a mi altura.

—Dios no me deja de su mano —dijo feliz como un niño.

—¿Y la misión? —susurré.

—Espera y verás —contestó guiñando el ojo.

Zarpó la flota en perfecto orden: la nao capitana al frente con los pabellones del Gran Turco y del bajá Ishag Bey ondeando al viento, seguida por las galeras de guerra, doce en total; y detrás pusimos proa hacia poniente una veintena de navíos mercantes turcos, franceses y griegos, todos los que lograron el permiso especial de la Puerta.

Mi corazón empezaba por fin a sosegarse, cuando se formó un gran alboroto a bordo:

—¡Hay humo en Gálata! ¡Fuego! ¡Fuego en los puertos!

Miré en la dirección que señalaban y vi alzarse una columna de humo negro en la misma punta de Karaköy, al pie de la colina.

—¡Es en el puerto de Pera! —indicaron.

Barelli, que estaba a mi lado, miraba hacia allí con aguzados ojos de halcón:

—Lo consiguieron —susurraba—. Esos diablos arderán hoy en el infierno.

Le agarré por el brazo y le llevé a un rincón.

—¿Qué tienes que ver tú con ese fuego? —inquirí.

Entonces me explicó que aquel humo era la señal de que su misión estaba cumplida. La segunda parte de la encomienda, que debía realizarse en Constantinopla, consistía en ponerse en contacto con el renegado de origen griego llamado Mustafá Lampudis, el cual ostentaba un alto cargo en el atarazanal del puerto de Pera, donde se armaban las principales flotas del Gran Turco. El Caballero de Malta había traído consigo el dinero suficiente para sobornarle, con la intención de que reuniese gente afín a la causa y lograse incendiar el arsenal.

—Si ha de haber guerra el año próximo —dijo con delirante satisfacción en el rostro—, el Gran Turco necesitará equiparse convenientemente. Arreglar ese estropicio le costará tiempo y dinero. Nuestro Rey Católico estará contento cuando sepa que se puede perjudicar a su mayor enemigo en el núcleo de sus dominios.

Era la última hora de la tarde, cuando los faroles de los barcos comenzaban a encenderse porque el sol ya había desaparecido apagándose en el mar. Hacia levante, resonaban las explosiones del arsenal mezclándose con los truenos y el griterío confundido. Un fuego brillante resplandecía al borde de las aguas oscuras de los fondeaderos reflejándose en ellas. Algunas galeras también ardían.

La flota permanecía detenida a una milla de distancia, vacilando, con los remos quietos y los timoneles esperando a que el bajá decidiese si se proseguía o se retornaba.

Entonces empezó a llover violentamente.

—¡Qué fatalidad! Ahora se apagará el fuego —se lamentó Barelli, desilusionado como un crío con su juguete favorito roto.

—No todo está en nuestras manos —sentencié.

La capitana retomó el rumbo inicial y yo suspiré aliviado cuando comprobé que ya no regresaríamos. Los tambores marcaban el ritmo de la boga y los comitres se esforzaban arreando latigazos a la chusma de remeros.

A pesar de quedarse atrás Constantinopla, mi desazón no se aplacó del todo. Empapado, tiritaba de frío en la cubierta y los cortantes vientos de mi conciencia soplaban causándome un extraño pesar.

Entonces me acordé de que ella iba en el mismo barco que yo. Fui hacia la carroza de popa y entré en la estancia donde me aguardaba. Levana estaba asustada y sola. Se aspiraba allí la exquisita fragancia aliada con el aroma de su cuerpo. La sensación de los abrazos y su ternura me hundieron en la dicha del deber cumplido.

Final venturoso de esta historia

Donde se narra el viaje que hizo el caballero de

Alcántara de regreso a España y lo que sucedió

cuando estuvo en presencia del Rey Católico
.

Capítulo 46

Siempre me apenará recordar el desdichado y fatigoso viaje que hube de hacerle padecer a Levana de regreso a España durante aquel otoño de cielos de plomo y espesas nieblas. Bien es cierto que pareció que la Providencia nos guiaba por los mares de Grecia a merced de vientos constantes y favorables. Tampoco hasta Sicilia se sufrió mayor contratiempo que algún leve temporal. Pero, en la travesía desde Nápoles hasta Valencia, hube de arriesgarme con desesperada resolución a tomar la única nave que se aventuraba a hacerse a la mar en tales alturas del año. De manera que nos embarcábamos en una vieja y destartalada carraca de treinta y tres codos de quilla y altísimo bordo, cuyas maderas crujían estremecedoramente.

Zarpamos con muy buen tiempo y nos alcanzó un viento largo que nos puso pronto a la vista de Cerdeña. Mas, no bien habíamos atravesado el estrecho de Bonifacio después de hacer la escala, cuando se armó una gran tempestad que nos obligó a amollar en popa, dejando correr el barco a sotavento peligrosamente, mientras la proa subía a los cielos y bajaba luego tan hondo que llegó a temerse que se quebrara la quilla por la mitad. Así transcurrió una noche completa, hasta que amainó el viento al amanecer. Pero a medio día nos alcanzó otra terrible borrasca que nos causó aún mayor pánico que la anterior. Entonces resolvió el maestre buscar abrigo en las Baleares para aguardar a que remitiera. Y no se pudo levar anclas hasta pasados seis días.

Milagro nos pareció alcanzar al fin el golfo de Valencia, cuando se contaba ya más de una semana desde que se declarara el
mare clausum
en las postrimerías de octubre.

Después de echar pie a tierra, de viaje por los montuosos parajes que hay hasta Madrid, no fueron mejor las cosas. Llovió frecuentemente y los ventarrones soplaban en los oteros pelados helándonos las carnes. Mi amada palidecía agotada, aunque no salía queja alguna de su bonita boca, sino que se manifestaba determinada a proseguir la marcha para no entorpecer mis planes. A pesar de lo cual, resolví que nos detuviéramos durante algunos días en Tarancón para reponer fuerzas.

Era diciembre cuando llegamos a las puertas de la Villa y Corte. Y no por ello acabaron nuestras fatigas, pues enseguida supe en los reales alcázares que Su Majestad se había ausentado para celebrar las fiestas de la Natividad de Nuestro Señor en Toledo. Nadie podía atenderme en su nombre, ya que los secretarios tampoco se hallaban en Madrid. Así que no quedaba otro remedio que aguardar a que concluyeran las fiestas.

A primeros de enero se anunció que el rey iba con toda su corte hacia el sur, para atender personalmente a los asuntos militares que requerían su presencia a causa de la guerra de Granada. ¿Qué hacer sino ir en pos de él para darle alcance?

Nos pusimos en camino, y en Oropesa nos enteramos de que Su Majestad había pasado por allí dos jornadas antes y que avanzaba por las sierras hacia Guadalupe para encomendarse a la Virgen en la empresa que se avecinaba. Así que apretamos el paso con el fin de darle alcance, temerosos de que prosiguiera pronto su marcha llevándonos sin resuello en pos suyo.

BOOK: El caballero de Alcántara
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Still Here: A Secret Baby Romance by Kaylee Song, Laura Belle Peters
The Stolen Queen by Lisa Hilton
The Darkness of Perfection by Michael Schneider
The Tin Roof Blowdown by James Lee Burke
The Book of the Heathen by Robert Edric
Brasyl by Ian McDonald
Winston’s War by Michael Dobbs