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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (34 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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El sultán le dijo a Nasi:

—He aquí la corona del reino de Chipre y el estandarte con tu emblema bordado. Ahora es otoño y se avecina el invierno, pero la próxima primavera enviaré a aquella isla mi flota, al mando de Piale Bajá, con cincuenta mil de mis mejores guerreros. Tú, Muteferik, querido siervo mío, serás el rey de Chipre y me honrarás como a tu emperador, rindiéndome tributos y gobernando para mí aquella parte del mundo.

Capítulo 43

Pronto corrió la noticia por toda Constantinopla. En las plazas, caravasares y mercados no se hablaba de otra cosa. La gente turca estaba encrespada, eufórica, relamiéndose al pensar que los ricos emporios venecianos pronto les pertenecerían. Cundía la esperanza de que todo el Mediterráneo estuviera en breve bajo el dominio del sultán. En cambio, sobre el barrio veneciano de Gálata pareció haber caído un velo de desamparo y temor. Decían que el
bailo
representante de la serenísima permanecía oculto, sin que nadie supiera dónde, por temor a que algún exaltado atentase contra su vida. Las casas, almacenes y atracaderos de los súbditos de Venecia que vivían allí se cerraron y todos los negocios cesaron.

Hablé de ello con Melquíades de Pantoja. Me dijo él:

—Lo que sucede es terrible. Hay una gran incertidumbre. Nadie se aventura a navegar desde hace una semana y todo parece indicar que en Venecia ha ocurrido un grandísimo desastre. Cuentan que en Chipre ha triunfado una sublevación promovida por los agentes del Gran Judío y que la isla posiblemente no pertenezca ya a la serenísima. Pero… ¿quién puede saber esto? Llegan muy pocas noticias.

—¿Se veía venir algo así? —le pregunté—. ¿Era previsible lo de Chipre?

—Sí. Era un secreto a voces. Desde que subió al trono, al sultán Selim le apeteció siempre reinar Chipre y Creta. Y dicen las malas lenguas que fue don José Nasi quien le engolosinó con la idea de poseer los mejores viñedos del mundo en propiedad. Pero detrás de todo esto hay algo mucho más peligroso: es el gran visir Mehemet Solloku quien anima al frágil sultán para que se decida por fin a declarar la guerra total a la cristiandad.

—¡Terrible! —exclamé.

—Sí que lo es. Aquí todo el mundo sabe que el Rey Católico se afana muy ocupado tratando de aplacar la insurrección de los moros de Granada, a la vez que ha de sostener una guerra en Flandes contra los protestantes calvinistas. Ésta es la oportunidad que siempre han esperado los turcos para hacerse con el dominio de la mar entera. Y el Gran Judío ve el momento muy propicio para emplear su cuantiosísima fortuna en perjudicar a quienes humillaron a su familia de marranos.

—¡He de correr a llevar la noticia a Su Majestad! —le dije—. Debes ayudarme a prepararlo todo lo antes posible para embarcarme.

—Cuenta conmigo.

Esa misma tarde fui a pedir consejo a mi suegro y lo encontré conmovido por lo que sucedía. Nada más verme, me apremió muy apesadumbrado:

—Debéis iros cuanto antes. Las cosas se complican y el invierno se echa encima. El año próximo no sabemos lo que puede pasar.

—Venía precisamente a comunicarte eso mismo. Tengo la intención de aparejar mi barco enseguida.

—Pero considero que debes ir a ver al duque antes de partir —me pidió—. Creo que es oportuno que te despidas de él. Ha sido muy generoso contigo.

—Su forma de ser me desconcierta mucho —objeté.

—Trata de comprenderle. Ha obrado siguiendo el dictado de su conciencia. ¿Iba acaso a ponerse de parte de quienes tanto mal les causaron a él y a su familia? Don José ha interpretado las muertes de La Señora y de su hermano como una señal propicia. Ha creído llegado el momento de actuar al fin en favor de los judíos. Si aspira al trono de Chipre no es por agrandar su poder, sino para lograr la consecución del reino ansiado de Israel.

—Todo eso lo comprendo —observé—. Pero temo que se avecina una gran guerra. Mi rey no dejará desamparada a la cristiana Venecia.

—También a mí me asaltan esos miedos. Desde que me enteré de todo esto, no puedo dormir…

El duque me recibió en su palacio con pasmosa naturalidad; como si nada hubiera pasado. Yo estaba tan nervioso que incluso llegué a temer que me impidiera de alguna manera partir enseguida; que se hubiera arrepentido de sus decisiones y todavía pudiese entregarme a los jueces. Así que no me anduve por las ramas y le pregunté directamente:

—¿Vas a dejarme marchar?

—¿Por qué temes? —replicó—. ¿Sigues pensando que soy un pérfido judío…?

—¿De verdad vas a consentir que le comunique a Su Majestad Católica todo lo que he visto y oído?

—¡Qué más me da! Quiero que tu rey tiemble sabiendo que pronto el orbe pertenecerá al Gran Señor. El destino lo ha dispuesto así. El mundo, su mundo cristiano, será finalmente turco también, como ya lo es Hungría y muy pronto Venecia. Después le tocará al Papa tener que doblar el espinazo ante el paso triunfal del sultán agareno…

—¡La cristiandad se unirá!

—No. La cristiandad ya está dividida para siempre. Satanás ha sembrado la discordia entre ellos. Sus maldades les han perdido. Francia jamás se aliará con España, y en Europa crece la discordia entre cristianos. Ha llegado el tiempo en que un poder superior ha de gobernar a todos.

—¡Es una locura! ¡El reino del Gran Turco es un reinado de esclavos! Tú has vivido en la cristiandad y sabes bien que allí los reyes no se rodean de pobres criaturas mutiladas: mudos, sordos, eunucos… ¡Éste es el reino de Satanás!

—¿Y las hogueras de la Inquisición? —replicó.

—Esa comparación no me sirve.

—¡Pues a mí sí!

—Las consecuencias no serán buenas… —dije con tristeza y enfado.

—La suerte ya está echada —sentenció orgulloso—. El Señor de los mundos resolverá este pleito. No nos corresponde ni a ti ni a mí vislumbrar el futuro, sino a aquel que todo lo sabe.

Dicho esto, se fue hacia un arcón y sacó algo.

—Aquí tienes —me dijo—. Éstos son los presentes con los que respondo al rey de las Españas. Él me envió un libro, el
Orlando Furioso
, escrito por Ludovico Ariosto y traducido al hebreo precisamente en Venecia. Veo que sus consejeros le asesoraron muy bien en eso. Es un inteligente obsequio, preñado de intención, en el que adivino que tu rey quiere hacerme ver que no debo fiarme de los sentidos ni de los juicios meramente humanos. He aprendido la lección. Y yo le envío como contestación otro libro:
Calila e Dimna
; una antigua colección de cuentos que, a pesar de haber sido escritos en Castilla hace tres siglos, casi nadie conoce. Fue el árabe español llamado Al-Mugaffa quien lo ideó, basándose en una antiquísima obra de la India, el
Panchatantra
. Es un libro que todo príncipe de este mundo debería leer, para llegar a comprender que el hombre no sabrá jamás evitar las decisiones del destino, a pesar de sus denuedos. Tu rey, como los monarcas de todos los tiempos, deberá conducirse en su reino con libertad; pero cuidándose de pretender tener atado y bien atado hasta el último cabo. Todo poder es limitado, excepto el del Eterno. Dios es uno y todopoderoso, que recompensa el bien y castiga el mal. Nadie tiene el dominio sobre su voluntad y nadie debe ejercer en nombre suyo autoridad alguna…

—Debería pues leerse también ese libro el Gran Turco —observé con ironía.

—El Gran Señor no lee nada de nada —contestó con desdén—. Ya nos encargamos otros de hacer eso por él.

Dicho eso, me mostró algo más.

—Y esto son rubíes —explicó, dejando un puñado de brillantísimas piedras preciosas de color rojo vivo sobre la mesa—. El rey envió a doña Gracia esmeraldas traídas del Nuevo Mundo que posee allende el océano. Yo le devuelvo el regalo en nombre de La Señora que descansa en paz; son las más preciadas joyas del mundo, traídas desde la India a través del Camino de la Seda. Por esta parte de la Tierra también hay señoríos para conquistar. ¡Sólo Dios sabe qué emperador dominará el orbe enteró al final de los tiempos!

Capítulo 44

Me pasé todo el día en el puerto de Gálata disponiendo lo necesario para la partida. Melquíades de Pantoja tenía mucha experiencia y me facilitó una tarea que para mí, hombre de tierra adentro, suponía todo un mundo. A su vez, Isaac Onkeneira se encargó de solicitar los permisos y de pagar las tasas. El dinero se me agotaba y ya apenas me quedaba lo necesario para el viaje de vuelta. Me pasaban tantas cosas por la cabeza que temí volverme loco. Deseaba estar solo para pensar, pero no tenía más remedio que encargarme de los múltiples preparativos.

A última hora de la tarde no me apetecía otra cosa que abandonarme en los brazos de Levana. Pero la encontré en su casa sumida en la melancolía de la despedida. Habían acudido todos sus familiares y los recuerdos estaban prendidos en el aire como el perfume de una flor marchita. Ella apenas me hizo caso en medio de la aflicción de los suyos y comprendí que ellos necesitaban más consuelo que yo. Así que decidí dejarle pasar la última noche con sus padres; no iba a robarle ese postrero cariño.

Iba camino de mi casa para darle las últimas órdenes a mi servidumbre, cuándo me crucé con una muchedumbre enardecida que bajaba desde la mezquita de Aya Sofía hacia el puerto de Eminönü profiriendo gritos de amenaza.

—¿Qué sucede? —le pregunté a un muchacho.

—¡El muftí Abu Saud ha declarado la guerra santa! Venimos de la gran mezquita y vamos a proclamarlo por toda la ciudad.

¡Alá es grande!

Más tarde supe que el jefe religioso de Estambul había lanzado una
fatua
aprobando la empresa de Chipre, con el argumento de que la isla estuvo en la antigüedad sometida a los musulmanes. Esa bendición del proyecto de don José Nasi suponía un gran apoyo. Ya difícilmente se volverían atrás. Por lo que urgía aún más mi partida, antes de que empezasen los movimientos guerreros.

Cuando llegué a mi casa, me aguardaba otra sorpresa. Hipacio me abrió la puerta y gritó nada más verme:

—¡Adivine vuestra merced quién ha venido!

—No lo sabré si no te apartas y me dejas pasar.

—Entre vuaced y verá quién está aquí.

En el vestíbulo, con la piel curtida por el sol septembrino, delgado, amojamado, aguardaba con ojos delirantes el caballero de Malta, Juan Barelli.

—¡Oh, Santo Dios! —exclamé—. ¡Tú aquí, precisamente ahora!

Dio él un salto hacia mí y me aprisionó entre sus fornidos brazos:

—¡Hermano mío, qué alegría volver a verte!

También yo me alegraba por la sorpresa. Pero enseguida me preocupé.

—¿Has venido solo? ¿Te habrá visto entrar alguien? —le pregunté.

—¡No te apures, hombre! He venido desde Tesalónica y nadie puede sospechar… ¡Oh, hermano —exclamó con entusiasmo—, qué revuelto está todo! Por fin se avecina la guerra que ha de poner a cada cual en su sitio…

Reparando en que Hipacio andaba cerca y recordando lo inoportuno que era, le di un ligero codazo a Barelli y le susurré al oído:

—Después hablaremos. Ahora veo que estás agotado, sucio y seguramente hambriento. Vamos a reponer fuerzas. También yo lo necesito.

De camino hacia la cocina, le pregunté:

—¿Cómo has dado con mi casa?

—¡Eres un mercader! —respondió con guasa—. Pregunté en el caravasar.

Mientras devorábamos con avidez un pescado asado, y entre cucharada y cucharada de garbanzos, le manifesté que mi encomienda estaba concluida, que ya había cumplido con todo lo que Su Majestad me mandó y que me disponía a partir para España.

Miró en derredor y se percató de que los criados tenían embalados ya los pertrechos. Soltó la comida y, mirándome con unos interrogantes ojos abiertos, inquirió:

—¿Cuándo?

—Mañana, si Dios quiere.

—¡Nada de eso! —dio un puñetazo en la mesa—. ¡Imposible!

—Chis… No te alteres, por santa María…

—¡Antes debo cumplir mi cometido aquí! —rugió—. ¡Es lo acordado! Mi segunda encomienda depende de la tuya.

—Calma, calma, hermano —imploré—. Hablemos con tranquilidad. No nos pongamos más nerviosos de lo que ya estamos.

Entonces logré que me contara con cierta tranquilidad cómo se había desenvuelto la primera parte de su misión, la que debía realizar en La Morea. Todo había acabado en un gran fracaso. Tras el encuentro en Patras con su tío arzobispo y con el noble moraita Nicolás Tsernotabey, que debían encabezar la sublevación de los griegos, alguien les traicionó poniendo en conocimiento de la autoridad turca el plan. Advertido Barelli del gran peligro que corría, huyó apresuradamente de allí y se embarcó en uno de los puertos del lado oriental del Peloponeso. Después de navegar durante todo el verano de isla en isla, anduvo errabundo por las costas del mar Egeo, buscando la manera de atravesar los Dardanelos para llegar a Constantinopla.

—¿Puedes imaginar los peligros que he tenido que arrostrar? —exclamó con enfado—. ¡Sólo gracias a Dios conservo la vida!

—Lo mío tampoco ha sido fácil —repuse—. Ambos sabíamos que este menester sería muy arriesgado.

—Por eso hemos de concluirlo juntos —manifestó—. ¡Debes esperarme! ¡No puedes irte mañana!

—¡Deja de discutir! —le pedí con desesperación—. He de explicarte lo que sucede. Vamos, bebe un poco de vino, cálmate y presta atención a lo que he de contarte sin interrumpirme lo más mínimo.

Logró controlarse y aproveché para contarle con detenimiento mi peripecia. Ambos sabíamos que la segunda parte de su misión en Estambul dependía del logro de la mía. De manera que hube de hacerle comprender lo difícil que me había resultado cumplir lo que Su Majestad me pidió en persona primero y después por medio del embajador español en Venecia. Barelli debía saberlo, pues de ello dependía su misión en Constantinopla.

El caballero de Malta suspiró y permaneció pensativo durante un rato, como si intentara ordenar sus pensamientos después de escuchar los nombres, lugares, conversaciones y demás datos que yo le había dado. Al cabo, preguntó aturdido:

—Entonces… ¿El marrano ese obedecerá o no a la llamada del Rey Católico? ¿Volverá a Portugal con su fortuna?

—No. Y por eso he de regresar cuanto antes a España.

Su Majestad debe saber lo que aquí se urde. La cristiandad está en peligro y sólo él podrá socorrerla.

—He comprendido —dijo con impaciencia, poniéndose en pie—. Eso que me has contado supone que debo apresurarme para cumplir la segunda parte de mi encomienda.

—¿En qué consiste? —le pregunté muy preocupado.

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