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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (41 page)

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Sería por este riesgo tan evidente que Felipe II creyó necesario que los espías contratados no se conocieran entre sí, si no era estrictamente necesario, para evitar ponerse de acuerdo en transmitir información falsa y «poder entender mejor la verdad». Y se llegó a eludir cualquier tipo de colaboración en materia de espionaje con los aliados venecianos, dada su permanente actitud ambigua.

Espías y mercaderes

En aquellos tiempos de tanto movimiento de agentes secretos entre Oriente y Occidente, comercio y espionaje se solapaban de una manera natural. De manera que el hábito de mercader era el más empleado como disfraz por los espías. El caballero de Malta Juan Barelli consiguió pasar a Levante haciéndose pasar por mercader. Y lo mismo hizo Acuña. Pero sucedía que, en otros muchos casos, los espías eran realmente mercaderes y el viaje se aprovechaba tanto con fines de espionaje como comerciales.

La embajada española en Venecia

El movimiento que tuvo la embajada de España en Venecia, durante el periodo correspondiente al reinado de Felipe II, refleja perfectamente el papel que desempeñaron los representantes diplomáticos en el fichaje y en el control de las intenciones y de los recursos ocultos de los espías. De entre todas las legaciones del monarca en el extranjero, la que se estableció en la serenísima fue el caso más claro de que los asuntos de inteligencia tenían preferencia sobre cualquier otro negocio. Hasta el punto que puede llegar a pensarse que la principal razón de ser de la embajada española en Venecia era facilitar los asuntos del espionaje. Así lo expresa el propio monarca cuando le indica a Guzmán de Silva en una carta que su función principal es «saber y entender por todas las vías, modos y formas que pudiereis las nuevas que hubiera».

Hay numerosos episodios que son prueba de ello. Como el ofrecimiento que hizo un tal Juan de Trillanes al secretario en Venecia, García Hernández. Trillanes, natural de Valladolid, había sido hecho cautivo en el desastre de los Gelves y conducido a Constantinopla, donde llegó a convertirse en secretario del embajador del emperador ante la corte otomana. Es muy posible que, como muchos otros cautivos, hubiera renegado del catolicismo convirtiéndose en espía turco por puro interés.

García Hernández escribió a Antonio Pérez refiriéndose a él en estos términos: «Los espías más fieles fingen y los demás son dobles, porque yo les tengo bien contados los pasos».

La red de espionaje en Venecia estaba centralizada en la propia embajada, por mandato directo del rey. Y sus actividades se centraban en la captación de información en la propia ciudad, sobre los movimientos en ella de importantes personajes franceses, turcos, griegos o judíos. Pero manteniendo siempre la atención hacia las noticias que pudieran llegar desde el Imperio otomano, los posibles movimientos de su armada y los planes de cara al futuro.

Para este complejo menester, eligió el rey a personas de su estricta confianza, como al secretario García Hernández, que permaneció al servicio de la embajada durante más de dos décadas, recibiendo el encargo de poner en funcionamiento las sociedades de conjurados o conjuras, que era así como se designaba en los documentos a las redes de espionaje.

Es lamentable que haya sido tan poco reconocida y estudiada esta genial intuición de Felipe II a la hora de solucionar muchos de los graves problemas de su reinado. Sin duda, el trabajo de investigación más arduo, completo e interesante al respecto, además del ya mencionado de Carlos Carnicer y Javier Marcos, sea el patrocinado por el profesor Emilio Sola de la Universidad de Alcalá. Ya tenía yo conocimiento de sus pesquisas a través del
Archivo de la Frontera
, un serio esfuerzo de recuperación de muchas informaciones contenidas sobre todo en los legajos del Archivo General de Simancas. Y recientemente, el citado profesor ha publicado un interesante libro que resume sus investigaciones:
Los que van y vienen. Informaciones y fronteras en el Mediterráneo clásico del siglo
XVI
(Universidad de Alcalá, 2005).

La codiciada isla de Chipre

Después de fracasar en su intento de invadir la isla de Malta, Solimán el Magnífico intentó el desquite invadiendo Hungría, pero el viejo guerrero murió en su campamento ante Szigeth el 8 de septiembre de 1566. El sucesor, Selim II él Beodo, prefirió, sin embargo, buscar el dominio en el Mediterráneo oriental, antes que cualquier intrépida aventura europea. Con tal motivo puso su mirada en el último vestigio del poder de los cruzados en Oriente: la isla de Chipre.

El 13 de septiembre de 1569 tuvo lugar en Venecia una terrorífica explosión que se escuchó a 30 millas de distancia. Un almacén de pólvora había estallado y ardió el arsenal. Cuatro iglesias e innumerables palacios quedaron destruidos. Sin embargo, la armada de la serenísima sólo había perdido cuatro galeras. Aunque en Estambul se pensó que toda la flota estaba arrasada. Selim interpretó esto como la señal por la que Alá le revelaba que era el momento de apoderarse de Chipre. Y empezó a cundir la sospecha de que el judío Joseph Nasi, impaciente por reinar en la isla del dulce vino que Selim le había prometido, era quien envió a Venecia a unos sicarios para que provocaran la explosión.

El gran muftí de Estambul, Abu Saud, bendijo el proyecto, justificándolo en el hecho histórico de que la isla había estado sometida al islam en el pasado remoto y proclamó
una fatwa
aprobando la empresa y convirtiéndola así en una guerra santa. El
bailo
veneciano, muy alarmado, escribía a su gobierno en estos términos el 23 de noviembre de 1569: «Me informan de diversos sectores que don José anda diciendo que este señor llevará adelante la empresa de Chipre, con tal seguridad como si ya estuviera decidida».

El despliegue de fuerzas para el asedio que, organizó el sultán fue sobrecogedor. Entre los meses de marzo y en mayo de 1570 partieron más de 150 galeras, 12 fustas, 8 mahonas, 40 barcos de transporte para caballos y otros 40 de tropas, además de bastimentos y aparatos de guerra. Al mando de la expedición terrestre iba Lalá Mustafá, mientras que el renegado húngaro Pialí Bajá era el comandante en jefe de la flota.

En 1570 el rey Felipe II se hallaba en Córdoba, estableciendo allí la capitalidad de sus dominios para enfrentarse a la rebelión de los moriscos granadinos. El Papa le escribió entonces unas instrucciones que envió del emisario romano Luis de Torres: «Las fortalezas venecianas son el antemural de las plazas fuertes del Rey Católico». Venía esto a poner en guardia al monarca frente a la amenaza turca contra los dominios venecianos en el Mediterráneo, en especial Chipre, aprovechando la movilización granadina, rompiendo una paz con Venecia que se remontaba a treinta años atrás. El pontífice advertía a España de que no debía consentir en verse acorralada e iniciaba con ello una política de alianzas que culminaría en la Liga Santa.

Ante los preparativos guerreros turcos, la serenísima república se preparó para defenderse y reunió una flota de 90 galeras y 3000 hombres para socorrer Chipre. Por otra parte, se formaba una coalición con el resto de reinos de la Europa occidental. El Papa, que aportó dos galeras, emprendió la labor de concienciar a las potencias occidentales.

¿Quiénes fueron los marranos?

Se denomina marrano al judío convertido al cristianismo qué observa secretamente los ritos judaicos. Según algunos autores judíos, la palabra proviene del odio popular hacia los hebreos, a los que se designaba con el mismo término que al cerdo, como insulto y desprecio. Sin embargo, otros afirman que se trata de un término de raíz hebrea que hace referencia a la conversión forzosa. Pero parece más adecuado afirmar que «marrano» derive del verbo «marrar», del latín
aberrare
, «desviarse de lo recto». La voz se aplicó en España desde principios del siglo
XV
a los cristianos nuevos que guardaban de forma oculta el ritual hebreo. El vocablo se extendió más tarde al conjunto de los judíos conversos y se empleó para denominar al puerco.

Las prácticas judaizantes de las comunidades de origen hebreo fueron las que impulsaron a los Reyes Católicos a decretar, el 31 de marzo de 1492, el destierro de los judíos públicos: «Consta y parece el gran daño que a los cristianos nuevos se ha seguido y sigue de la participación, conversión y comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras pueden, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe católica a los fieles cristianos, y apartarlos de ella, y atraer y pervertir a su dañada creencia y opinión, instruyéndolos en las ceremonias y observancias de su ley… Y como quiera que de mucha parte de esto fuimos informados antes de ahora, y conocimos que el remedio verdadero de todos estos daños estaba en apartar del todo la comunicación de los dichos judíos con los cristianos nos…»

Aunque fueron numerosos los judíos públicos que salieron de España, muchos optaron por hacerse cristianos, habida cuenta de las ventajas que ello entrañaba. Sin embargo, una buena parte de los neófitos siguió profesando el judaísmo ocultamente y, lo que era más importante, muchos de sus descendientes continuaron haciéndolo durante siglos.

La emigración sefardí al Imperio otomano alcanzó su mayor desarrollo en la primera mitad del siglo
XVI
. Muchos de ellos se establecieron en Salónica, convertida entonces en el «centro judío de mayor irradiación en Europa». Con relación al tema, dice Dubnow que «durante el siglo
XVI
se fundaron en la Turquía europea y asiática multitud de comunidades judías. En la capital, Constantinopla, había unos 30 000 hebreos y 44 sinagogas», existiendo una división grupal de acuerdo a la procedencia: «castellanos», «aragoneses» y «portugueses».

Con mucha frecuencia los judíos importantes, hombres cultivados, ocupaban altas posiciones en la corte otomana como consejeros o médicos. En tiempos del sultán Solimán, desde 1520 a 1566, se afianzaron las comunidades hebreas en Estambul y alcanzaron su máximo esplendor. E hicieron grandes aportes al imperio. Menciona Dubnow que «hicieron conocer a los turcos las últimas invenciones, como la pólvora y los cañones, prestando así un señalado servicio a la clase militar».

Hace notar el historiador Cecil Roth que los cristianos nuevos residentes en la zona de Italia no controlada por España espiaban en favor de los turcos. William Thomas Walsh escribe que «En 1542, la Dieta de Bohemia expulsó a los judíos de Bohemia, fundándose en que informaban a los turcos de los preparativos militares de los cristianos. Los exiliados pasaron a Polonia y Turquía». Pero también en el reino de Nápoles, donde el número de judíos públicos superaba al de conversos, a principios de 1534 se descubrieron muchos actos de complicidad con los turcos. Esta connivencia fue uno de los factores determinantes de la expulsión de los judíos públicos del reino de Nápoles el 31 de octubre de 1541. La mayoría de ellos se estableció en Turquía.

También cuenta Roth cómo los conversos proveían de armamento a los turcos: «Durante el sitio de Metz, Carlos supo que los marranos de España y Portugal enviaban armas y municiones secretamente a los turcos, en guerra contra el cristianismo y el imperio». En una carta de fecha 25 de junio de 1544 el emperador denunció que ricos mercaderes cristianos nuevos huían a Turquía llevando clandestinamente armas a los turcos.

Ante estas realidades, se comprende que Felipe II manifestase una permanente inquietud y que estuviese muy interesado en que sus espías le proporcionasen la mayor información posible acerca de las actividades y los planes de los marranos huidos a los dominios del Gran Turco.

Los Mendes

El clan de los Mendes fue fundado por los hermanos Francisco y Diego, que llegaron a ser importantísimos comerciantes en toda Europa desde Lisboa, donde estaba Francisco, y en Amberes, donde vivía Diego. Establecieron juntos un verdadero y propio imperio financiero a nivel internacional: dominaban en particular el campo de las especias y de la pimienta. Asimismo, se ocupaban del transporte de capital clandestino de muchos marranos de la Península Ibérica que, en un azaroso viaje, atravesando Europa y Venecia, decidían dar el paso de ir al Levante, a Tesalónica o Constantinopla.

Los judíos portugueses, como los españoles, empezaron entonces a ser acosados por la Inquisición. En 1536, a la muerte de Francisco, su mujer, Beatriz de Luna, decide dejar Lisboa y refugiarse en Amberes, donde vivía su cuñado Diego con su esposa Brianda de Luna, que muchos autores sostienen que pudiera ser hermana de la primera. Ambas tenían una hija cada una, la de Beatriz de nombre Brianda y la de Brianda, Beatriz. La viuda de Francisco Mendes, Beatriz de Luna, marrana como su marido, y con el nombre secreto de Gracia Nasi, llegó a Amberes acompañada de su sobrino, un joven de inteligencia dispuesta y de porte noble, que se llamaba Juan Micas.

En Amberes, en la corte de Carlos V, los Mendes vivían en el bienestar y el florecimiento. Aunque, y a pesar de la amistad de mucha gente importante en un nueva patria, empezaron de nuevo a soportar la precariedad de resultar sospechosos de ser secretamente hebreos. Ya en 1532 Diego Mendes había sido encausado por herejía y en 1540 muchos colaboradores suyos de origen marrano fueron arrestados e interrogados.

En 1544 una nueva amenaza se cernía sobre ellos en Amberes. Al parecer, el anciano noble don Francisco de Aragón, favorito de Carlos V, aspiraba al matrimonio con la bella Brianda de Luna, hija de Beatriz de Luna, que en realidad se llamaba Gracia Nasi.

Con decisión imprevista, considerando incompatible ese matrimonio con la propia condición marrana, la viuda de Francisco Mendes decide abandonar Amberes con su hija, con su hermana y con su sobrina, dejando al joven Juan Micas la entera gestión de los negocios de la potente empresa familiar.

Juan empieza entonces a reducir, con habilidad y discreción, gradualmente los negocios de Amberes y Flandes, diversificando la actividad comercial en Francia, en Lyon y en Ratisbona.

Sus tías habían ya llegado a Venecia en marzo de 1544, gracias a un salvoconducto concedido expresamente por el Consejo de los Diez, concedido no sólo a la estrecha familia, sino también a su servidumbre, hasta un total de treinta personas. El salvoconducto del Consejo rezaba así: «Le otorgamos la patente de manera amplia y consentida como si se tratara de los demás habitantes de esta ciudad nuestra». Así lo recoge Riccardo Calimani en
Storia del Ghetto di Venecia
(Milán, 1995).

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