—¿Cartago? —repitió, incrédulo.
El otro soldado y el funcionario estaban visiblemente incómodos.
—¿No os habíais enterado? —dijo el anciano.
Arquímedes, perplejo, negó con la cabeza. Tal vez eso tenía sentido. Cartago y Siracusa llevaban tiempo luchando por la posesión de Sicilia y, sin duda, los cartagineses se sentían tan consternados como los siracusanos por la intrusión del creciente poder de Roma en la isla. Tal vez era comprensible que dos antiguos enemigos se unieran para combatir una amenaza común. Pero… ¡Cartago! Cartago, que había torturado hasta la muerte a toda la población masculina de la ciudad de Himera; Cartago, que adoraba a dioses que le exigían quemar vivos a sus propios hijos; Cartago, la devastadora, la embustera, la enemiga de los griegos.
—¿Es verdad que nuestro tirano ha firmado un pacto con Cartago? —preguntó.
—Nuestro rey —corrigió rápidamente el tarentino—. Ahora se hace llamar rey.
Arquímedes se limitó a pestañear. Para un siracusano, «tirano» era el título natural del gobernador absoluto; no tenía ninguna connotación negativa. Si el actual tirano de Siracusa quería ser denominado rey, estaba en su derecho, pero no parecía tener mucho sentido.
—El rey Hierón no ha firmado nada —dijo el funcionario, a la defensiva.
—No es ningún necio —añadió el otro soldado, hablando por primera vez sin susurrar y revelando con ello su acento, que Arquímedes identificó, con alivio, como el inimitable gruñido de los barrios bajos de Siracusa—. Si Cartago quiere ayudar a nuestra ciudad a combatir contra Roma, bienvenida sea, aunque no creo que el rey Hierón confíe mucho en esa saqueadora. No obstante, me parece bien. Lo único que ha hecho es acordar una operación militar conjunta contra los romanos, nada más. —Miró al tarentino con desagrado; era evidente que pensaba que pedir la destrucción de Cartago no se merecía un golpe.
Marco gruñó de impaciencia, y Arquímedes recordó lo que se suponía que debería estar haciendo, es decir, dirigirse a su casa.
—En Egipto no hemos oído hablar de esa alianza —dijo—. Lo siento, si es que Marco te ha ofendido, pero él creía estar rogando por la victoria de Siracusa.
El funcionario y el soldado siracusano asintieron con la cabeza, aceptando la explicación, aliviados al ver que Arquímedes había decidido tácitamente pasar por alto la agresión. El tarentino, sin embargo, se limitó a fruncir el entrecejo, pues Marco había rogado por la victoria de Siracusa, pero no por la destrucción de Roma. La oscura mirada del hombre retornó al esclavo, que seguía arrodillado en el muelle, con la cabeza gacha, tocándose el punto donde había recibido el golpe. Detrás de aquella mirada hervía el deseo de herir y humillar.
Arquímedes, que también era consciente de la evasiva de Marco, carraspeó.
—Si realmente crees que mi esclavo es romano, aunque es absurdo pensar que un ciudadano de Roma sea esclavo, podemos ir a ver al responsable de decidir sobre estos asuntos —propuso—. Aunque… —Hurgó en el interior de su bolsa y sacó dos monedas de plata, dos dracmas, cada una de ellas de un valor superior al jornal de un mercenario—. Se está haciendo tarde y quiero llegar a casa para ver a mi familia, no entretenerme en los tribunales. —Las monedas brillaban en su mano: plata recién acuñada, estampada con la cara del rey Ptolomeo de Egipto.
El soldado siracusano se abalanzó sobre ellas y las cogió con una sonrisa, pero viendo la cara que ponía el funcionario, volvió a sonreír y declaró sin problemas:
—Lo repartiremos entre los tres.
El tarentino le dedicó a Arquímedes una torva mirada, pero los otros dos se sentían felices de aceptar el dinero y olvidarse de Marco, y el hombre no se atrevió a llevarles la contraria.
—¡No es posible repartir dos monedas entre tres! —espetó, en cambio.
Arquímedes se obligó a sonreír, a pesar de que el esfuerzo estuvo a punto de ahogarlo.
—Por supuesto que es posible —dijo—. Os tocan ocho óbolos a cada uno. Pero toma. —Sacó otra moneda, idéntica a las dos primeras—. ¡Buena suerte a los defensores de la ciudad!
El tarentino le arrebató el dracma con expresión de odio y partió hacia la puerta de la muralla más cercana. Su camarada se encogió de hombros, miró a Arquímedes como queriendo disculparse y se volvió hacia el funcionario de aduanas con las otras dos monedas. Arquímedes se dirigió cojeando hacia Marco.
—¿Estás bien? —preguntó.
Marco se tocó el golpe una vez más, sacudió la cabeza y se puso en pie con expresión sombría.
—¡Que los dioses destruyan a esa basura tarentina de la manera más cruel posible! —murmuró—. ¡Tres monedas tiradas a la cloaca!
Arquímedes le dio un bofetón, lleno de rabia y alivio al mismo tiempo.
—¡Pedazo de inútil! —exclamó, con un susurro vehemente—. ¡Podrías haber acabado en las canteras! ¿Por qué no has repetido lo que él decía?
Marco apartó la vista, tocándose la cara.
—No soy su esclavo —declaró.
—¡A veces desearía que tampoco fueses el mío!
—¡A veces yo también! —replicó, mirando a su amo a los ojos.
Arquímedes soltó un suspiro.
—Pues casi lo consigues. Ese tipo quería verte encadenado y picando piedra hasta el final de la guerra, sea cual sea esa maldita nación tuya, y la verdad es que has hecho todo lo posible por provocarlo. ¡Debería haber permitido que te llevaran! ¿Por qué no podías llamarlo «señor» y bajar la vista cuando te hablaba, como un buen esclavo?
—He nacido libre —dijo Marco, taciturno—. Nunca me he arrastrado ni ante vos ni ante vuestro padre. ¿Por qué debería hacerlo ante un tarentino sin casa ni medio acre a su nombre?
—¡Tú y tu maldita cantinela de que has nacido libre! —exclamó Arquímedes, disgustado—. Yo también he nacido libre y soy ciudadano con todos los derechos, y sin embargo no peleo con mercenarios.
Cuando se dio cuenta de que el funcionario de aduanas se marchaba, estuvo a punto de añadir: «¡De todos modos, no sé por qué debería creer ese cuento de que has nacido libre, cuando eres incapaz de decidir si eres sabino o samnita!», pero se tragó las palabras, pues el otro soldado se había quedado escuchando. En cualquier caso, no tenía sentido. Nadie nacido en la esclavitud podía ser tan obstinado, difícil y orgulloso como Marco.
—Si nos hubieran inspeccionado nada más desembarcar, no se habrían detenido tanto con nosotros… —gruñó Marco, defendiéndose—. Pero vos teníais que entreteneros dibujando círculos… —Bajó la vista al suelo arañado del muelle y rectificó: —Dibujando cubos.
—Cuboides —lo corrigió Arquímedes. Miró de reojo los dibujos medio borrados, y luego se palpó el cinturón y exclamó: —¡He perdido el compás!
Marco miró alrededor y lo vio en el suelo, junto al equipaje. Se agachó rápidamente y se lo tendió a Arquímedes. Éste lo cogió, agradecido, y lo examinó para comprobar que no hubiera sufrido ningún daño.
—Es un objeto muy punzante… —dijo el soldado siracusano, acercándose—. Has tenido suerte de que cayera al suelo. De haberlo llevado en el cinturón cuando Filónides te ha tirado al suelo, te lo habrías clavado. ¿Qué tal esa pierna?
Arquímedes pestañeó y se observó el arañazo. Había dejado de sangrar.
—Está bien —respondió, y se guardó el compás en el cinturón.
El soldado bufó ante aquel disparate y se ofreció a ayudarlos con el equipaje. Arquímedes se fijó entonces en el guardia. Era más o menos de su edad, ancho de hombros, con barba bien recortada y un agradable rostro de mirada penetrante. A pesar de las bromas que había estado susurrándole antes a su camarada, ahora parecía sinceramente dispuesto a mostrarse amistoso. Arquímedes aceptó la oferta.
Con Marco sujetando un extremo del baúl, el soldado el otro, y Arquímedes intentando, con escasa efectividad, ayudar en el medio, se encaminaron hacia la puerta de la muralla.
—Gracias por el dinero —dijo el soldado—. Por cierto, me llamo Straton, hijo de Metrodoro. Cuando vayas a alistarte, di que vas de parte mía. Yo me encargaré de que te traten bien.
Arquímedes volvió a pestañear y luego recordó que el funcionario de aduanas daba por supuesto que él había regresado para combatir por su ciudad. Permaneció un momento en silencio. Aunque no planeaba alistarse, no estaría de más recibir asesoramiento por parte de alguien que estuviese de su lado en la guarnición de la ciudad.
—Yo no tenía pensado alistarme… —dijo dudoso—, pero supongo que el rey estará buscando ingenieros. ¿Sabes cómo podría trabajar como tal?
Straton miró de reojo la cesta de mimbre atada al baúl, ¡el gran cubo!, y sonrió.
—¿Sabes algo sobre catapultas y maquinaria de asalto? —preguntó.
—Bueno. La verdad es que nunca he fabricado nada de ese tipo. Pero sé cómo funcionan.
Straton volvió a sonreír.
—Entonces puedes hablar con el rey sobre el tema. Es posible que necesite gente. No lo sé.
Marco se echó a reír. La sonrisa del soldado se esfumó, pero no dijo nada.
—¿Está en la ciudad el rey Hierón? —preguntó Arquímedes, impaciente.
Straton le informó de que el rey Hierón se encontraba al frente de su ejército sitiando la ciudad de Mesana. En su ausencia, el responsable de Siracusa era Leptines, su suegro. Straton no estaba seguro de si era mejor que se dirigiera al regente o se desplazara al norte, hasta Mesana, para entrevistarse con el monarca. Lo preguntaría. ¿Le apetecería a Arquímedes quedar con él al día siguiente para tomar una copa? Volvería a estar de guardia en los muelles, pero su turno acababa al anochecer. Arquímedes le dio las gracias y aceptó la invitación.
Cruzaron la puerta y depositaron el baúl en el suelo de la estrecha y sucia callejuela.
—¿Hacia dónde vais? —preguntó Straton.
—Hacia el otro lado de la Acradina —respondió al instante Arquímedes—. Cerca de la fuente del León.
—No pensaréis cargar con todo esto hasta allí… —dijo el soldado en tono autoritario—. Gelón, el panadero que vive en esta calle, tiene un asno. Te lo prestará a cambio de unas monedas.
Arquímedes le dio las gracias y se dirigió a alquilar el animal. Marco se disponía a sentarse en el baúl cuando Straton lo agarró por el brazo.
—¡Espera un momento! —le ordenó bruscamente.
El esclavo se quedó inmóvil, sin hacer el menor esfuerzo por retirar el brazo. Los dos hombres eran más o menos de la misma altura y se miraron a los ojos. Empezaba a oscurecer y, a sus espaldas, el nuevo cambio de guardia se encargaba de cerrar la puerta marítima de Siracusa.
—Yo no soy Filónides —dijo en voz baja Straton—, y no pego a los esclavos de los demás, pero te mereces una azotaina. No me importa el tipo de italiano que seas, pero, en estos momentos, nadie de tu nación es bien recibido en esta ciudad, y si hubiéramos ido al magistrado, no te habrías librado de una paliza, como mínimo. Tu amo te ha sacado de un agujero apestoso, y a cambio tú te has mostrado insolente con él. No me gusta ver que un esclavo se ríe de su amo. Hay muchas personas que piensan como yo, y algunas son como Filónides.
Marco se relajó al darse cuenta de que sus problemas se debían más a su comportamiento que a su nacionalidad.
—¿Cuándo me he reído yo de mi amo? —preguntó afablemente.
La mano de Straton se tensó sobre su brazo.
—Cuando ha dicho que quería ser ingeniero del ejército.
—¡Ah! —respondió sin perder la calma—. Era de vos de quien me reía… señor.
Straton lo miró, atónito y ofendido. Marco dibujó una sonrisa torcida. Empezaba a divertirse con todo aquello.
—Vos os habéis reído de él desde el momento en que le habéis puesto los ojos encima —dijo—. Y cuando ha afirmado que nunca había construido una catapulta, habéis imaginado que no tenía ni idea del tema, ¿verdad? Pues permitidme que os diga una cosa: si Arquímedes se ofrece a construir catapultas, y si Hierón es la mitad de listo de lo que se supone que es, quienquiera que en estos momentos esté construyendo catapultas para el rey se quedará sin trabajo. ¿Os apostáis algo?
—¿Algo? ¿Cuánto? —preguntó Straton, perplejo.
—Diez dracmas a cambio de la moneda que él os ha dado… No, ¡que sean veinte! Os apuesto a que si mi amo es contratado por el rey, quienquiera que esté ahora al cargo será degradado o perderá su empleo en el plazo de seis meses, y a Arquímedes le ofrecerán sustituirlo.
—¿Tienes veinte dracmas?
—Sí. ¿Queréis saber cómo los conseguí antes de decidiros a apostar?
Straton lo miró con recelo un instante y luego bufó a modo de concesión.
—De acuerdo. —Le soltó el brazo.
Marco se recostó en el baúl.
—Cuando partimos hacia Alejandría, hace tres años, el padre de mi amo, Fidias, vendió un viñedo para costear el viaje: él había estado en aquella ciudad de joven y quería que su hijo disfrutase de la misma oportunidad. Y Arquímedes la disfrutó… ¡Por Heracles que lo hizo! Allí se halla ese gran templo dedicado a las musas, con su biblioteca…
—He oído hablar del Museo —dijo Straton, interesado—. Yo sólo sé leer, y mal, pero tengo entendido que los eruditos del Museo de Alejandría son los hombres más instruidos de la tierra.
—Es una casa de locos —repuso Marco con desagrado—. Está lleno de griegos borrachos de lógica, y mi amo corrió a unirse a ellos como el cordero perdido que por fin encuentra su rebaño. Hizo muchos amigos, y pasaba los días entregado a la geometría y hablando, hablando y bebiendo: ni siquiera quería regresar a su casa de Siracusa. A vos os parece adecuado decirme que merezco una azotaina por la forma en que me dirijo a mi amo. Pues bien, permitidme que os diga que me he ganado el derecho a hablarle como me apetezca. Podría haberle robado hasta el último céntimo y huido tranquilamente. Él ni se habría enterado hasta al cabo de al menos tres días. Sin embargo, lo que hice fue cuidar de él e intentar que cada dracma valiese por dos. Fidias nos había dado dinero para subsistir un año, pero con los precios de Alejandría no nos habría durado ni la mitad de ese tiempo. Nos lo gastamos todo, incluido el reservado para el viaje de vuelta. Tuvimos que intercambiar cosas, pedir préstamos y vender de todo. Después de un año en la ciudad, estábamos sin dinero y endeudados. Yo se lo recordaba continuamente a Arquímedes, hasta que por fin me prestó atención y decidió fabricar alguna máquina.
Marco hizo una pausa y prosiguió:
—Hasta aquí es una historia normal, ¿verdad?, exceptuando lo de la geometría, por supuesto. Un joven fuera de su casa por primera vez, desenfrenándose en una gran ciudad extranjera, y un esclavo fiel retorciéndose las manos y diciendo: «¡Oh, señor, acordaos de vuestro pobre y anciano padre y volved a casa!» Muy bien, pero aquí es donde la historia empieza a salirse de lo normal. Mi joven amo construye máquinas, pero no vulgares, sino tan ingeniosas que podríais recorrer el mundo de punta a punta y no ver nada igual. Así es como sobrevivimos dos años en Alejandría: siempre que íbamos mal de dinero, él inventaba cualquier cosa y yo la vendía. Estuvo un tiempo haciendo juguetitos de ésos —añadió, sacudiendo la cabeza en dirección a la cesta de mimbre que tenía a sus espaldas—, pero nunca se preocupó por ver si alguien quería uno de tamaño natural. Entonces se lo enseñó a un hombre rico que acababa de adquirir una finca en el delta del Nilo y buscaba formas de mejorar sus tierras. Zenódoto, que así se llamaba, vio el caracol de agua y se enamoró de él… Y con razón, pues es la máquina más asombrosa que jamás ha construido Arquímedes y que yo he visto en mi vida. Zenódoto hizo inmediatamente un pedido de ocho de esos aparatos, a treinta dracmas cada uno. Acordamos que él suministraría el material y la mano de obra para fabricarlos, y que se encargaría, además, de nuestra manutención mientras estuviéramos trabajando, así como de los gastos de desplazamiento hasta su finca.