Pero el antiguo Caballero de Takhisis era más rápido. Detuvo el golpe con la alabarda, partiendo en dos el arma de la mujer. Luego extendió una pierna, enlazó los tobillos de la joven y la derribó.
Un instante después estaba junto a Goldmoon, dispuesto a levantar su arma y bajarla por última vez.
¡No!,
gritó Dhamon desde el pequeño lugar de su mente al tiempo que la alabarda se hundía en el hombro de la sacerdotisa.
¡Por todos los dioses!
Vio caer a Goldmoon. Una mancha roja tifió su túnica blanca y comenzó a extenderse hacia el suelo.
¡No!
En la altiplanicie del territorio otrora llamado Goodlund, Malystryx lanzó un rugido de placer. La montaña tembló, los volcanes entraron en erupción y el pequeño ejército de dracs rojos que la rodeaban lucharon para mantener el equilibrio.
—¡Eres mío, Dhamon Fierolobo! —bramó Malys con su voz silbante e inhumana—. ¡Ven conmigo, vasallo! ¡Y trae tu arma mágica!
«Estoy perdido», pensó Dhamon. Mientras sus piernas corrían sobre el suelo cubierto de sangre y sus manos continuaban ardiendo, echó un último vistazo a sus compañeros caídos. ¿A cuántos de ellos había matado? ¿Cuántos estaban heridos? ¿Y Feril? Sus pies volaron escaleras abajo, cruzaron la planta baja de la Ciudadela de la Luz y luego la playa en dirección a la chalupa.
Su aguzado sentido del oído captó unos pasos a su espalda, los pasos de un hombre corpulento. Era el marinero. Rig seguía vivo.
Dhamon saltó a la chalupa, dejó el arma en el suelo de la embarcación y se alejó de la costa. Se alegraba de poder soltar el arma candente. La piel de sus manos estaba ampollada y roja, pero ahora la Roja lo obligaba a coger los remos y dirigirse al barco.
Divisó al marinero en la costa. Rig gritó algo, palabras furiosas que Dhamon sabía que merecía. Luego se arrojó al agua, y continuó gritando con los puños en alto. Pero el negro no podía alcanzar a Dhamon y finalmente retrocedió, regresó a la Ciudadela y desapareció en el interior.
Ahora Dhamon estaba cerca del
Yunque de Flint
y podía ver a los marineros al otro lado de la batayola. Gritaban preguntas, pero el dragón no les hizo caso, no permitió que Dhamon respondiera. Obligó a Dhamon a empuñar de nuevo la alabarda y dirigirla a la línea de flotación. El antiguo caballero asestó un golpe tras otro a la proa, destrozando el casco y arrancando gritos de terror a los sorprendidos marineros. El arma se hundió en la madera una y otra vez, atravesándola como si fuera tela. Comenzó a entrar agua y el barco escoró. Sólo cuando el dragón se hubo asegurado de que el barco se hallaba irremediablemente perdido, y cuando un arquero comenzó a descargar una lluvia de flechas desde la cubierta, la Roja dejó que Dhamon se alejara remando.
Ven conmigo,
ordenó.
Ven al Pico de Malys. Eres un vasallo excelente.
* * *
En la última planta de la Ciudadela de la Luz, Feril recobró el conocimiento y se arrastró hacia Ampolla. La kender estaba inmóvil y respiraba con dificultad. Tenía los labios partidos y cubiertos de sangre, y la patada de Dhamon le había roto la nariz. Feril se levantó con dificultad.
Fiona estaba inconsciente, pero no parecía herida. Goldmoon estaba muerta y Jaspe...
Feril se arrodilló junto al enano, que estaba empapado en sangre. La herida en el pecho era profunda. La alabarda había fracturado un par de costillas y atravesado un pulmón, pero Jaspe estaba milagrosamente vivo... al menos por el momento.
—Conozco la magia para curar, pero no puedo practicarla sola —murmuró la kalanesti—. Ayúdame, Jaspe. —Le cogió la mano regordeta y se la llevó al pecho. Luego puso sus manos sobre la herida, como había hecho con Palin unas semanas antes. Luchó contra las lágrimas que le anegaban los ojos—. Ayúdame, amigo, por favor.
* * *
A varios kilómetros de distancia de la Ciudadela de la Luz, Groller y el anciano examinaban una amplia extensión de tierra.
Furia
olfateaba alrededor del perímetro de la zona y de vez en cuando levantaba la cabeza para mirar a Sageth. Ninguno de los dos hombres imaginaba lo que había ocurrido en la sala de Goldmoon.
—Es una suerte que no puedas oírme —dijo el anciano con una risita. Miró a la tablilla y se dirigió a ella:— Este sitio servirá. Ya no falta mucho.
Cabos sueltos
El Dragón Azul sobrevolaba los Eriales del Septentrión. La luna estaba tan grande, brillante y baja que proyectaba la sombra del dragón sobre la blanca arena por delante de él. La silueta pasó por encima del ruinoso Bastión de las Tinieblas, de una diezmada aldea bárbara y de un pequeño oasis. El dragón olió el agua fresca y dulce y consideró la posibilidad de detenerse para saciar su sed y darse un festín con los camellos y jinetes que, si su olfato no lo engañaba, dormían bajo las palmeras. Pero decidió que ese lujo tendría que esperar.
El dragón continuó su vuelo rumbo a una colina rocosa, donde había una enorme cueva parcialmente oculta por la sombra de la montaña. Plegó las alas sobre el escamoso cuerpo y desapareció en el interior de la caverna; dejó atrás el reconfortante calor y se adaptó a la temperatura más fría de la cueva subterránea.
—Khellendros —comenzó el Dragón Azul mientras inclinaba la cabeza de color zafiro para demostrar el debido respeto.
—Ciclón —respondió Khellendros—, ¿por qué te has demorado tanto?
El joven Dragón Azul relató la historia de su batalla con Dhamon Fierolobo, le contó que el humano —su antiguo compañero— lo había herido de gravedad y lo había dejado ciego. Ahora tendría que guiarse por sus otros sentidos y por su furia, que era implacable. El dragón sabía que Dhamon Fierolobo seguía vivo y juró que lo mataría por sumirlo en un mundo de oscuridad.
Detrás de Khellendros descansaba un grupo de Caballeros de Takhisis. Habían conseguido recuperar un juego de llaves de cristal, objetos mágicos de la Era de los Sueños. Los caballeros escucharon con interés la historia del dragón, que contó cómo había caído al frío lago y permanecido inmóvil en el fondo durante mucho tiempo. Había supuesto que moriría, había sentido que lo abandonaban la sangre y las fuerzas, y lo había embargado una sensación de tristeza y furia al pensar que había sido su antiguo compañero, el mismo que en otro tiempo había visto como un hermano, quien había asestado el golpe mortal. El dragón quería morir en una batalla gloriosa. Había estado de servicio en Ergoth del Sur durante la lucha del Abismo y había sobrevivido a la guerra de Caos. Pero esta muerte parecía totalmente vana.
Le dijo a Khellendros que acaso seguía vivo gracias a esos pensamientos. Ciclón había permanecido en el fondo del lago durante horas, pues las reservas de aire de sus grandes pulmones habían impedido que se ahogara. Había percibido la presencia de dos humanos y una elfa en la orilla y no había querido salir mientras ellos estuvieran allí, ya que se encontraba tan débil que habría estado a su merced. Así que había esperado a que se marcharan y luego se había dirigido a las colinas que rodeaban a Palanthas.
Ciclón había pasado meses allí, curando sus heridas y recuperando las fuerzas, durmiendo semanas enteras y aprendiendo a guiarse por sus aguzados sentidos del oído y el olfato. Todavía tenía señales de la batalla. Sus ojos estaban fijos y pálidos y una cicatriz de casi sesenta centímetros cruzaba un lado de su cuello. La herida había sido profunda y se había infectado. Las escamas no habían vuelto a crecer alrededor del surco y nunca volverían a hacerlo. Tenía otras cicatrices en la base del cuello y en el flanco, donde Dhamon le había clavado la espada hasta la empuñadura y luego la había usado, como un alpinista que clava el pico en la roca, para saltar sobre su grupa.
Khellendros se alegraba de que su lugarteniente hubiera sobrevivido al ataque. Era tan leal como puede serlo un dragón, aunque Khellendros nunca se fiaría de él por completo... ni de ningún otro. Tormenta sobre Krynn no lo había matado durante la Purga de los Dragones y de hecho había evitado que lo mataran otros dragones.
—Ahora me propongo servirte y matar a Dhamon Fierolobo —gruñó Ciclón.
Su grave voz retumbó en los muros de la caverna, y finos hilos de arena cayeron de las grietas de la roca.
—Ya llegará la hora de su muerte —respondió Khellendros—. Por el momento, quiero que vigiles mi desierto. Yo tengo otras cosas que hacer.
La Era de los Sueños
El sitio elegido por Sageth, situado a unos kilómetros al norte de la Ciudadela de la Luz, era el antiguo patio de armas de un castillo. La luz de la tarde iluminó los restos de las murallas almenadas que en otros tiempos habían rodeado una blanca torre octogonal de piedra. Las pocas ruinas que quedaban sugerían que el castillo había sido imponente.
Jaspe reprimió un gemido e inspeccionó la gruesa venda que le cubría el pecho. Aunque con la ayuda de Feril había conseguido curarse, nunca volvería a ser el mismo. Ahora una actividad tan simple como andar era una tarea ardua para él. Tenía un pulmón perforado y le dolía el pecho.
—Debería haberla salvado, como ella me salvó a mí.
Su pequeño cuerpo se estremeció al pensar en la sacerdotisa, que ahora estaba envuelta en una mortaja en una pequeña bóveda de la Ciudadela de la Luz. La enterrarían en cuanto llegaran Palin y Usha.
Rig estaba junto al enano, mirando al mar.
—Estamos varados —dijo—. Dhamon hundió el barco. —Añadió para sí que el antiguo caballero era el responsable de la muerte de Shaon y de todas las cosas malas que habían ocurrido desde que se había unido a ellos—. Lo mataré.
—No lo dices en serio —replicó Feril.
—Yo creo que sí —dijo Jaspe—. Y, si me siento en condiciones, lo ayudaré.
La kalanesti se acercó a la pareja.
—Quiero saber qué ocurrió, qué le pasó a Dhamon. Tengo la impresión de que todo fue culpa de la escama. Estaba poseído.
—Quizá no fuera nada —respondió el marinero con un brillo de furia en los oscuros ojos—. Es probable que haya estado jugando con nosotros todo el tiempo, esperando el mejor momento para atacar. Hasta es posible que él organizara el ataque al
Yunque,
que planeara la muerte de Shaon. Si ese Dragón Azul está vivo en algún sitio, sabrás con seguridad que Dhamon estaba compinchado con él, que formaba parte de sus perversos planes. Si Palin no regresa pronto, me iré. Encontraré la forma de salir del puerto de Schallsea. Tal vez me lleve tiempo, pero lo encontraré. Esa alabarda no puede detener las armas que Dhamon no ve venir —añadió y, para dar énfasis a sus palabras, acarició la empuñadura de una daga que sobresalía de la caña de su bota.
La kalanesti escuchó en silencio las amenazas de Rig y observó a Groller y a Sageth, que se paseaban por el claro. Fiona Quinti permanecía apartada de los demás, mirando con cautela hacia todas partes. De vez en cuando sus ojos se cruzaban con los de Feril.
Una lágrima se deslizó por la mejilla izquierda de la kalanesti.
—Elfa —llamó Sageth y caminó a su encuentro consultando la tablilla—, no podemos esperar a Palin Majere mucho tiempo más. Deberíamos haber destruido los objetos mágicos anoche, a pesar del caos en la Ciudadela. La luna estaba baja, en la posición perfecta. Tenemos que hacerlo esta noche. No habrá otra ocasión hasta dentro de un mes.
—No tenemos suficientes objetos mágicos —respondió ella.
—Claro que sí. —Los vidriosos ojos del anciano brillaron—. Tenemos la lanza de Huma y el Puño de E'li que trajisteis del bosque. —Señaló el zurrón de cuero que estaba a los pies del enano—. Y también los dos medallones de Goldmoon.
—¿Dos? —preguntó Feril.
—Así es —dijo Ampolla dando un paso al frente—. El que me dio a mí y el que todavía lleva colgado al cuello. Si quieres puedo ir a buscarlo.
—No —terció Jaspe—. Déjame a mí. —Era un esfuerzo levantarse, un esfuerzo dar unos pocos pasos. Y sabía que sería un sufrimiento cruzar los pocos kilómetros que lo separaban de la Ciudadela y volver a subir por las escaleras. Pero no permitiría que ninguna otra persona cogiera el medallón de Goldmoon—. Volveré antes de que anochezca.
El semiogro vio que Ampolla tocaba el medallón que colgaba de su cuello y adivinó de qué estaban hablando. Cogió la lanza de Huma y fue a reunirse con los demás, seguido de cerca por
Furia.
—Ya ves, tenemos cuatro —concluyó Sageth—. Esta noche, cuando se apague el último rayo de luz, cambiaremos el destino de Ansalon.
* * *
Palin había pasado varios días meditando a solas en la Torre de Wayreth, mientras el Custodio concluía su investigación sobre los objetos mágicos. El Hechicero Oscuro había abandonado temporalmente sus estudios sobre los señores supremos para ayudarlo. Entretanto, Usha y Palin trataban de dilucidar cómo harían los dragones para traer de vuelta a Takhisis. Sus colegas se mostraban escépticos. Si la diosa oscura podía regresar, ¿la seguirían los demás dioses?
Usha insistió para que Palin se concentrara en otro asunto, mucho más urgente que las especulaciones sobre el regreso de Takhisis.
—Dhamon y los demás nos están esperando —dijo—. ¿Y dónde está el anillo que mencionaste?
Palin subió por la escalera de la torre. El Custodio estaba en su habitación, donde se guardaban todos los escritos de Par-Salian, inclinado sobre un grueso volumen escrito por el antiguo jefe del Cónclave de Hechiceros. El libro estaba encuadernado en piel de lagarto verde. Palin carraspeó para atraer la atención del hechicero.
—Podría funcionar —dijo el Custodio. El viento soplaba con fuerza al otro lado de la única ventana de la habitación, y Palin tuvo que aguzar el oído para oír los susurros de su colega—. La magia de la Era de los Sueños fue creada por los dioses, como toda la magia. Al destruir los objetos, podría liberarse una increíble cantidad de energía.
—¿Suficiente para inundar Krynn?
—No sé si será suficiente para aumentar el nivel de la magia —prosiguió el Custodio—; pero, de acuerdo con los escritos de Par-Salian sobre la Era de los Sueños, los objetos mágicos están tan saturados de poder arcano que al menos deberían poder aumentar el nivel general de magia en una zona de considerable extensión.
—El Hechicero Oscuro afirma que eres Raistlin.
El Custodio se separó de la mesa y miró a Palin.
—¿Y tú crees en las conjeturas del Hechicero Oscuro? ¿Sólo porque conozco bien la obra de tu tío? ¿Sólo porque mi presencia te resulta familiar?