Levantó el cetro y lo dejó caer contra el suelo. El enano jadeó, se cogió el pecho y finalmente aceptó agradecido la mano que le tendía el marinero para sacarlo del agujero.
Khellendros giró hacia el sur, al encuentro del Dragón Plateado que volaba por debajo de las nubes. El dragón parecía gris bajo el manto de nubes. Había un hombre montado a su grupa y lo seguía un Dragón Dorado, más joven y también con un jinete.
Tormenta sobre Krynn soltó un rugido desafiante. Ninguno de los dos dragones era lo bastante grande para vencerlo. No ganarían aunque se aliaran. Sin embargo, sabía que podían herirlo y no tenía tiempo para lamerse las heridas. No permitiría que esos dragones le impidieran apoderarse de los objetos mágicos y recuperar a Kitiara.
Mientras el Dorado y el Plateado batían las alas para ganar velocidad, Khellendros dirigió una mirada despiadada al hechicero y sus amigos. Quizá los matara a todos. Sus gruesos labios azules se separaron y dejaron escapar una andanada de rayos. Las flechas de luz blanca y amarilla rebotaron en las figuras que había debajo: la kender, el enano de barba corta, el lobo y la valiente kalanesti. También alcanzaron a Rig Mer-Krel, el hombre oscuro con ojos aun más oscuros, y a Palin Majere, el hechicero.
Los rayos de Khellendros cayeron una y otra vez, mientras su cuerpo gigantesco soportaba las ráfagas de mercurio descargadas por el Dragón Plateado y las columnas de fuego del Dorado. Hizo caso omiso del terrible dolor, lo arrinconó en el fondo de su mente y lanzó una última andanada de rayos.
Los rayos y los truenos sacudieron la tierra. Bloques de mercurio solidificado volaron en el aire y cayeron sobre Palin Majere, sepultando al hechicero y sus amigos en una improvisada tumba colectiva.
Cuando los Dragones Dorado y Plateado se acercaron, Khellendros batió las alas para elevarse por encima de la línea de ataque. Había ganado y se había apoderado de la magia de la Era de los Sueños, de los benditos objetos mágicos que le permitirían recuperar a Kitiara.
Tal vez los dragones lo persiguieran, pero eran pequeños y sus alas no podrían llevarlos muy lejos ni adquirir la velocidad de las de Khellendros. No lo alcanzarían. Tormenta sobre Krynn había sufrido el impacto del aliento de los otros dragones, pero su corazón estaba henchido de orgullo.
Se elevó más y más hasta perderse en la nube más densa. Lanzó nuevos rayos, que lo ayudaron a aliviar el dolor. El viento feroz acarició su enorme cabeza y la lluvia lo refrescó.
Khellendros continuó subiendo en dirección al norte, sumergiéndose por debajo de las nubes en una sola ocasión: para coger a Fisura con una garra y la lanza con la otra.
—¡Tormenta sobre Krynn triunfará! —bramó el Azul a los cielos—. ¡Con esta magia traeré a Kitiara de vuelta a casa!
Sus gritos de alegría se convirtieron en aullidos de dolor cuando la Dragonlance abrasó su carne perversa. Pero el dragón siguió ascendiendo.
Las nubes se disiparon y la lluvia amainó. Los Dragones Dorado y Plateado dejaron de perseguirlo y regresaron al escenario de la catástrofe.
—¡Padre! ¡Hemos respondido a tu llamada demasiado tarde! —Ulin bajó de la grupa de Alba y contempló con horror los escombros que cubrían los cuerpos destrozados. Las lágrimas le anegaron los ojos y se deslizaron por sus mejillas. Desesperado de dolor, trató de contener un sollozo... que pronto se convirtió en un grito de sorpresa.
Una parte del claro resplandeció. Ante los atónitos ojos de los dragones y de Gilthanas y Ulin, se formaron unas siluetas, primero transparentes pero luego más brillantes y aparentemente sólidas. Había ocho figuras: Palin, Rig, Fiona, Groller,
Furia,
Feril, Ampolla y Jaspe.
El mayor de los Majere cayó de rodillas. El hechizo que había practicado para ocultar su presencia y forjar imágenes falsas de todos los miembros del grupo le había robado toda la energía. Estaba agotado y jadeaba desesperadamente para llevar aire a sus pulmones. No había vuelto a usar ese truco desde que los dioses habían retirado la magia del mundo.
Gilthanas, Silvara, Ulin y Alba habían distraído al Azul, con lo que habían facilitado el engaño. Ahora los dragones estiraban el cuello hacia las delgadas nubes para asegurarse de que Khellendros no volvía.
—Todavía tenemos una oportunidad —dijo Rig, que apoyó el Puño de E'li sobre su hombro y ayudó a Palin a levantarse.
Al menos tenía uno de los objetos mágicos y Palin sabía dónde estaba el anillo de Dalamar. También había magia de la Era de los Sueños bajo el mar, en el territorio de los dimernestis. Y estaba la alabarda de Dhamon, de la que Rig planeaba apoderarse después de matar al traidor.
—Goldmoon está muerta y nosotros heridos. ¿Qué oportunidad tenemos? —se lamentó Jaspe.
—Una oportunidad —repuso Rig calmosamente—, y tenemos que aprovecharla. —Miró el cetro que tenía en las manos—. Si nos damos por vencidos ahora, todo Krynn se perderá.
* * *
Era un lugar de ondulante niebla gris, insustancial pero lo bastante sólida para sostener el peso de un cuerpo. Goldmoon estaba encima de ella, firmemente sujeta por las brumosas hebras de nube que le enlazaban las piernas como para evitar que cayera o se alejara flotando.
Vestía pantalones de cuero y una túnica, también de cuero, que le llegaba a los muslos. Las prendas parecían nuevas y le sentaban a la perfección. Su largo cabello, dorado y plateado, estaba recogido en una trenza semejante a la que solía usar en su juventud, adornada con cuentas y plumas.
Aunque allí no había ni sol ni luna, la niebla gris irradiaba un tenue resplandor. El pelo de la sacerdotisa brilló bajo esa luz, y sus ojos resplandecieron mientras sus labios esbozaban una sonrisa.
Goldmoon, que tenía el mismo aspecto que el día en que se habían conocido, miró con arrobación la apuesta figura masculina.
Riverwind se encontraba frente a ella, con la piel bronceada, el cabello negro como el azabache, los ojos penetrantes y llenos de pacífica dicha. Estaba exactamente igual que en su primera cita, que, aunque parecía haber sido ayer, había sucedido mucho tiempo antes. Él tendió una mano y le acarició la tersa piel de la cara.
—Marido —se limitó a decir ella.
—Te esperaba —respondió Riverwind.