—Así que nos escondemos de Beryl y los demás señores supremos y vigilamos. Quizás algún día aprendamos a procrear por nosotros mismos, sin necesidad de usar la magia. Tal vez no lleguemos a extinguirnos.
—Mis amigos y yo combatimos a los dragones —declaró Palin—. Buscamos un cetro: el Puño de E'li.
—Lo mismo que buscaban ellos —dijo el general, señalando a los caballeros caídos.
Palin miró directamente a los vidriosos ojos del aurak.
—Necesitamos el cetro. Es poderoso, y sin duda os resultará útil si lo retenéis en vuestro poder. Pero pretendemos usarlo para acrecentar el nivel de magia de Krynn y, si es posible, vencer a los señores supremos. Si accedieras a entregárnoslo, nosotros podríamos...
—No sabíamos que era poderoso hasta que vinieron los caballeros —le interrumpió el aurak—. Para nosotros no era más que una curiosa reliquia, un objeto decorativo para contemplar y admirar.
—Con él...
—Ya no está en nuestro poder, Palin Majere —dijo el general, negando con su cabeza cubierta de escamas—. Mientras luchábamos contra estos caballeros, otro grupo trepó en la torre, entró en la cámara del tesoro y robó el Puño de E'li. Cuando caiga la noche, los perseguiremos. Ellos no pueden avanzar por el bosque con tanta rapidez como nosotros, y tenemos sivaks en nuestras filas. Debemos impedir que quede algún testigo que denuncie la posición de nuestro fuerte.
Palin sabía que Takhisis había creado a los draconianos sivaks usando huevos robados de Dragones Plateados. Podían volar, por lo que la densa vegetación no sería un obstáculo para ellos y alcanzarían rápidamente a los caballeros. No cabía duda de que, una vez que los hombres de Mirielle Abrena cruzaran el bosque, tomarían el camino más corto; irían hacia la costa o directamente hacia el norte, rumbo a Abanasinia. Los sivaks sacarían ventaja de esta certeza.
—Quedan pocas horas de luz, Palin Majere. —El general Urek caminó hacia el hechicero y sus zarpas repiquetearon sobre el suelo de piedra—. Si consigues el cetro antes que nosotros, será tuyo y no intentaremos quitártelo. Pero, si nosotros lo recuperamos antes, lo conservaremos. Puede que encontremos la manera de usar su magia contra la Verde. —Palin oyó el sonido de la puerta que se abría a su espalda—. Yo en tu lugar me daría prisa —añadió el general.
* * *
—No me extraña que los elfos no se acerquen a este sitio —observó Jaspe una vez fuera de la torre de los draconianos.
El enano estaba empapado en sudor y andaba con tanta rapidez como le permitían sus piernas, cortas y rechonchas. Pero lo que lo hacía sudar no era el calor ni el ejercicio, sino el miedo. Jaspe había experimentado esa sensación con anterioridad; meses antes, cuando el barco se dirigía de Nuevo Puerto a Palanthas. Habían estado a punto de naufragar en las heladas aguas de Ergoth del Sur, donde habrían acabado devorados por el Blanco, que nadaba en el fondo. El pánico también se había apoderado de él cuando Ciclón, el Dragón Azul, había aparecido encima del barco y se había llevado a Shaon. Comenzaba a acostumbrarse al miedo.
Cuando estaban a unos setecientos metros de la torre secreta, Feril pidió a Palin y a Jaspe que se detuvieran. Se arrodilló y hundió los dedos en la tierra húmeda.
—Nosotros sólo podemos adivinar qué dirección han tomado los caballeros —dijo—. Pero la tierra lo sabe con absoluta certeza.
—Tenemos que darnos prisa —la apremió Palin.
El enano lo miró. El hechicero también sudaba y tenía una expresión de inquietud en la cara.
—Así que no soy el único —murmuró para sí.
—Si no encontramos el cetro y regresamos con los elfos, perderé a Usha —añadió Palin.
Feril se balanceó suavemente hacia adelante y atrás, al ritmo de las ramas mecidas por el viento. Luego comenzó a tararear una canción que sonaba como un tenue chapoteo en el agua.
—Madre tierra —susurró al final de la canción—, cuéntame tus secretos. Dime dónde están los hombres vestidos con un caparazón duro y negro como los escarabajos.
Volvió a cantar y sintió que su espíritu escapaba de su cuerpo, descendía por sus brazos y dedos hasta llegar a la tierra. Era una tierra fértil, llena de humedad, vida y fuerza.
La magia solía agotar a la kalanesti, pero no fue así con este encantamiento. Se sintió revitalizada y sospechó que se debía a que el dragón había embrujado la tierra. Sus sentidos se deslizaron alrededor de piedrecillas y ramitas podridas. Las plantas muertas daban fuerza a la vida que brotaba del suelo, alimentaban la energía y el poder de aquel inmenso bosque que ahora palpitaba en su interior. Mientras descendía, encontró pequeños cráneos de ardillas y conejos que habían muerto, fundiéndose para siempre con la tierra. Sintió el fervor de sus espíritus en el suelo.
Entonces la tierra le habló, le contó que los dioses la habían creado con sus manos y que el tiempo la había nutrido. En la mente de la elfa pasaron siglos, aunque fueran sólo segundos alrededor del cuerpo que se mecía. La kalanesti escuchó el relato de cómo el dragón había vigorizado el bosque, permitiendo que las plantas crecieran hasta hacerse gigantescas, que los helechos y los arbustos cubrieran cada centímetro de suelo mientras sus tallos se elevaban hacia el sol. La tierra honraba al dragón, a quien consideraba una importante fuente de vida. También le gustaban los elfos, que la habían protegido antes de que llegara el dragón, y no le molestaba la presencia de los draconianos.
Feril notó que la tierra estaba desconcertada, dividida entre los dos bandos, pues sabía que el dragón había matado a muchos elfos y otras criaturas. Pero la esencia de las víctimas del dragón se fundía con el suelo y el bosque, acrecentando su singular energía. En el bosque qualinesti, la muerte era vida.
—Los hombres con caparazón —susurró Feril.
Como escarabajos,
respondió la tierra.
—Sí —respondió la kalanesti, visualizando una imagen en su mente.
Y los hombres del color del cielo, de los grajos, de las dulces y jugosas bayas que maduran en primavera.
Feril se quedó atónita, pero continuó:
—Esos nombres sirven a otro dragón a quien no le importa en absoluto tu hermoso bosque. Su reino es árido, caluroso y estéril.
Caluroso y estéril,
repitió el rico suelo.
Sé dónde están esos escarabajos.
Las piedrecillas, ramitas, pequeños cráneos y bellotas cruzaron como un relámpago por los sentidos de Feril. La mente de la kalanesti avanzó más aprisa y se dejó llevar por la tierra que la empujaba hacia el norte. De repente sintió un gran peso en la espalda, aunque ésta sólo estaba cubierta por una ligera túnica de cuero. Pero la sensación era opresiva. Feril ascendió con los sentidos y reconoció las armaduras, las botas de gruesa suela que descendían pesadamente sobre el suelo y aplastaban los helechos.
—Son sólo cuatro —murmuró a Palin—. Dos caballeros y dos cafres pintados de azul. Creo que se han perdido, pues no avanzan en línea recta. El camino que siguen parece una serpiente. —Sabía que era fácil perderse en un bosque tan denso—. Es probable que los alcancemos al ocaso.
—A la misma hora en que los draconianos saldrán de la torre —le recordó Jaspe.
Feril dejó que sus sentidos permanecieran con la tierra unos instantes más, regodeándose en las sensaciones y las percepciones, antes de regresar junto a sus compañeros. Se levantó de mala gana, se sacudió la tierra con los dedos y dijo:
—Por aquí.
La kalanesti echó a andar rápidamente entre la vegetación, mientras Palin y Jaspe se esforzaban por alcanzarla. Sin embargo, ninguno de los dos le pidió que aflojara el paso, conscientes de la importancia de encontrar el cetro antes de que anocheciera.
Cuando al fin se detuvieron, las sombras se habían vuelto más densas y los dos hombres estaban agotados. La luz mortecina se había teñido de naranja, insinuando que muy pronto el bosque se sumiría en la oscuridad y los draconianos comenzarían su cacería. Se acuclillaron detrás de un enorme helecho aterciopelado y apartaron las hojas. Los dos caballeros iban a la cabeza, usando sus espadas como machetes para cortar las plantas y abrirse paso. Feril se estremeció ante su indiferente brutalidad.
El cafre más bajo, un hombre corpulento de aproximadamente metro noventa de estatura, llevaba un zurrón de cuero al hombro y empuñaba una porra llena de púas en la mano izquierda. El otro cafre era un palmo más alto y exploraba el terreno con expresión alerta. Su cara angulosa reflejaba inquietud y sus fosas nasales parecían temblar. Feril comprendió que ya los había olido.
Acarició una hoja del helecho y se dirigió a ella:
—Únete a mí —susurró.
Sus sentidos se deslizaron con facilidad por las hojas y los tallos hasta llegar a la raíz. El bosque embrujado le permitía practicar sus encantamientos casi sin esfuerzo, y su mente pronto alcanzó a las plantas que rodeaban a los caballeros y a los cafres. Notó que Palin se acuclillaba a su lado.
El cafre más alto se detuvo en seco y se volvió hacia el helecho detrás del cual se ocultaban los tres amigos. Jaspe se puso en pie, empuñando el martillo en la mano derecha. Calculó la distancia que lo separaba del cafre y arrojó el arma. El martillo giró varias veces en el aire antes de golpear al grandullón en el estómago y derribarlo de espaldas.
Palin había comenzado a pronunciar otro encantamiento, uno de los primeros que había enseñado a su hijo. Consistía en un ingenioso uso del calor y no produciría llamas que amenazaran el bosque. En cuanto recitó las últimas palabras del hechizo, los caballeros gritaron, arrojaron sus espadas y lucharon por quitarse la armadura. El metal se había calentado y el calor se intensificaba progresivamente, abrasándoles la piel.
Entretanto, el cafre más alto había conseguido ponerse en pie. Su compañero arrojó el zurrón y alzó la porra armada de púas. Localizó al enano y corrió hacia él, pero cayó de bruces en el aterciopelado helecho. Las enredaderas habían reptado por el suelo para enlazar sus tobillos. Otras plantas trepadoras rodeaban las muñecas y el cuello del cafre, fluían como el agua sobre su cuerpo y lo sujetaban con fuerza, prácticamente sofocándolo bajo sus hojas.
Otras plantas habían atrapado al cafre más alto. Mientras luchaba contra ellas, Jaspe se acercó, cogió su martillo y lo balanceó con actitud amenazadora. El cafre consiguió liberarse y dirigió una mirada fulminante al diminuto hombre de la barba.
Palin y Feril se acercaron a los caballeros, apartaron con los pies las piezas de armadura caídas y cogieron las espadas. El calor no afectaba a Palin, que observó cómo el musgo y las enredaderas se extendían hasta cubrir los yelmos y las cotas de malla. El hechicero se quedó atónito al ver la insignia de un oficial en uno de los petos.
Los caballeros sólo se habían quedado con las prendas protectoras que usaban bajo la armadura. Fueron lo bastante prudentes para no atacar a Palin, pero no pudieron evitar mirarlo con furia.
—No me obliguéis a mataros —dijo el hechicero mientras estudiaba las caras de sus adversarios—. Lord Breen —prosiguió al reconocer la cara del caballero más maduro, el presunto sucesor de Mirielle—, ya hemos derramado demasiada sangre. Yo, en vuestro lugar, me marcharía cuanto antes de este bosque.
Palin notó que el caballero parecía aliviado, convencido de que él y sus hombres salvarían la vida. Los Caballeros de Takhisis ignoraban que los draconianos los perseguirían y no tenían intenciones de dejarlos escapar. El hechicero recordó que el aurak no quería testigos.
—¡Aquí está! —exclamó Jaspe. El enano miró brevemente dentro del zurrón, alzó la vista hacia el cafre y blandió su martillo para dejar claras sus intenciones. Luego se dirigió a Palin:— Sabes que los caballeros nos perseguirán. Hay un oficial entre ellos, de modo que no renunciarán fácilmente al Puño de E'li. Esperarán a que estemos dormidos o...
Palin hizo una seña al enano y a Feril para que se apartaran de los prisioneros y caminó unos pasos sobre las huellas de los caballeros, en dirección a la torre de los draconianos.
—Si tienes razón y nos siguen —dijo al enano—, los asesinos del aurak los encontrarán rápidamente.
Cuando hubieron llegado a una distancia prudencial de los caballeros, se ocultaron detrás de un fragante arbusto y aguardaron.
—Yo tenía razón, naturalmente —susurró el enano con orgullo—. ¿Lo ves?
Unos instantes después, los cafres se levantaron e iniciaron la persecución. Los caballeros los siguieron con las armas en alto.
Para Palin fue una decepción que el enano estuviera en lo cierto. Aunque Steel Brightblade era un Caballero Negro, en el pasado se había comportado honrosamente. Había escoltado a los hermanos muertos de Palin hasta su patria, había rezado sobre su tumba y se había arriesgado a que lo ejecutaran después de la huida de Palin.
Feril señaló hacia el norte y los guió en dirección al claro donde habían dejado a Usha. En el camino habló con las plantas, pidiéndoles que cubrieran sus huellas. Continuaron avanzando incluso cuando la oscuridad descendió sobre ellos, guiados por los aguzados sentidos de la elfa.
Más de una semana después y sólo un día antes de que se cumpliera el plazo que les habían dado los qualinestis, encontraron a Usha en compañía de media docena de arqueros elfos.
Jaspe sacó el cetro del zurrón y se los enseñó. Parecía una pequeña maza de madera pulida. El mango estaba adornado con bandas plateadas y doradas y la esfera que lo coronaba tenía incrustaciones de diamantes, granates y esmeraldas.
—De modo que lo conseguisteis —observó la elfa más alta, cautivada por las brillantes piedras preciosas—. Nos alegramos. Sólo lamentamos no haber podido ayudarte como tú has ayudado a los qualinestis, Palin Majere.
Usha corrió a abrazar a Palin.
—¡Estás sano y salvo!
—Tu esposa nos convenció de nuestro error. Nos dijiste la verdad, pero nos negamos a escucharte. Espero que aceptes nuestras disculpas.
—Usha puede ser muy persuasiva —dijo Palin sonriendo a su mujer—. No os guardo rencor. Ya tenemos el cetro y yo he recuperado a mi esposa.
La elfa asintió, y un instante después ella y sus amigos desaparecieron silenciosamente entre la vegetación.
Usha besó a Palin, pero enseguida se apartó, frunció la nariz y miró fijamente a su marido.
Al igual que Jaspe y Feril, el hechicero estaba agotado, sucio y olía a sudor. Usha, por el contrario, parecía tan descansada y fresca como si acabara de despertar de una larga siesta.