El enviado (25 page)

Read El enviado Online

Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
13.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El avance del ejército se ha detenido —confesó el visitante con gravedad—. Desde el final del Exterminio la expansión se ha visto reducida en todos los frentes. El Némesis podrá ser inmortal pero sus huestes no lo son y de lo que no hay duda es que las necesita. Las necesitó entonces para conquistar y las necesita ahora para mantener lo conquistado. Sus criaturas soportan más que diez hombres pero después del desgaste del Exterminio también ellas precisan reposo. Hay numerosos frentes abiertos aún pero la virulencia de antaño se ha perdido. ¡Llevas tanto tiempo fuera de este mundo, viejo amigo! Las huestes de Kallah se han vuelto poderosas y han crecido en número. Sus atavíos de guerra Neffarai
[ 13 ]
infunden pánico con sólo mirarlos. Ahora se batalla mucho más con el daño anímico, la parafernalia escénica y la propaganda del terror. Las huestes oscuras parecen una legión demoníaca pero están exhaustas y su escenografía contribuye en buena medida a paliar esa falta de energía. Basta su sola presencia para disuadir de la guerra a cualquier facción enemiga. Y hoy por hoy pocos enemigos les quedan capaces de presentarles batalla—. El interlocutor quedó mirando el rostro severo y marcado del humano esperando ver una muestra en sus ojos que le mostrase algo de sentimiento. No obstante Ishmant era una máscara.

—Sorom ha encontrado la cámara de los Doce Espejos —anunció seguidamente, como hilando los restos de una conversación dada por supuesta. Entonces Ishmant mostró un repentino interés.

—¿El Salón de los Espejos? ¿De los Jerivha?

—Temo que así sea. Desde hace algunos años—. Ishmant dejó el recipiente que contenía su caldo amargo en la mesa baja, frente a él y quedó mirando las facciones duras de quien le había dado tal noticia.

—Entonces ha traducido el Código del Honor del Altar de Morkkian —dijo al fin. El otro suspiró largamente y acomodó su desproporcionada espalda otra vez en el respaldo de su asiento.

—Una buena parte, al menos —le confesó—. La suficiente como para despertar a los Innombrables.

Ishmant al escuchar aquello se detuvo en seco y la taza de líquido humeante quedó clavada en sus labios sin que aquellos probaran más que el vapor que se elevaba de su superficie.

—Esa certeza, amigo mío, debe tener un buen motivo.

—Los Levatanni han vuelto. De hecho lo hicieron hace años —anunció el gigante con voz queda pero profundamente sonora—. Y deben de haber pactado en secreto con el Culto asuntos que me aterra sólo pensar. Se han erigido la élite de su cohorte clerical. Neffando los creó y únicamente él ha podido recuperarlos. Ni siquiera sabemos con seguridad cuántos secretos siguen en aún en el celo de los Jerivha.

Un silencio insano, angustioso vino a apoderarse de la solitaria pareja. Los golpes y ruidos procedentes del exterior cobraron protagonismo nuevamente, un silbido extraño se coló por entre los maderos de la casa.

—Muy malas nuevas las que traes, Rexor —anunció el dueño del hogar tratando de mostrarse lo más optimista posible en tales circunstancias—. El Culto siempre ha despreciado públicamente el interés de otras órdenes por los mitos y artefactos de antaño. En ese sentido siempre se han definido como iconoclastas. Me sorprende saber que llamasen a Sorom y le pidiesen buscar las reliquias Jerivha.

Rexor desvió la mirada hacia otra dirección por un instante y quedó con la vista perdida hacia ningún lugar.

—Hemos caído en una trampa, Ishmant. Una trampa tramada hace siglos. Deberíamos haber aprendido, mi buen amigo, que la Oscuridad siempre juega con dos caras y ésta no ha sido una excepción. Ahora sabemos que no solamente creen en tales mitos sino que se han preocupado de buscar y conseguir muchos de ellos. Incluso de aquellos que ninguna relación guardan con las legiones Jerivha. No existen fuentes fidedignas que especifiquen qué o cuántas reliquias cayeron bajo sus garras, pero de los que no hay duda es que todo lo que el mundo ha padecido no es más que la consecuencia de un plan dictado y rubricado desde tiempo inmemorial por alguna mano poderosa. He traído algunas cosas.

El visitante extendió su brazo para agarrar el petate que descansaba a pocos centímetros de su asiento. Abrió la humedecida bolsa y después de escarbar en su interior durante la brevedad de un instante, extrajo de ella algunos rancios volúmenes que acabaron colocados sobre la mesita que les acompañaba junto al fuego. Ishmant permaneció en silencio, atento mientras observaba al temerario viajero acabar de colocar los libros que había cargado consigo hasta el fin del mundo. Aquello no dejó de sorprenderle. Un preciado testimonio habrían de guardar entre sus anicientas páginas para que Rexor decidiese portar su peso en lugar de transportar más víveres o cualquier cosa de mayor utilidad para sobrevivir en aquella jungla espesa de nieve y hielo.

El inesperado viajero abrió varias de aquellas voluminosas encuadernaciones por páginas que ya habían sido previamente marcadas y señaladas. Las gastadas pastas del último de ellos golpearon la madera de la mesa con un pesado sonido y una leve nube de polvo acabó elevándose del desusado interior.

—¿Conoces la Esfera de Yrär’ka? —preguntó con su voz profunda al dueño de la casa alzando los ojos un instante de la prisión de la lectura—. La esfera que el Dios Omnipresente legó a Arkias el Belo, de la tribu de los Belos; quien portó la Flor de Jade—. Ishmant asintió con un lento pero rotundo cabeceo al visitante que aún clavaba su vista en él.

—La esfera que llaman «de la Vida» y que según las leyendas contuvo el poder de los Dioses que se sacrificaron para poder crear la Santa Reliquia, el arma única, la flor de los Dioses con la que destronaron al Príncipe Kaos. Sí, Poderoso Rexor, he oído hablar de ella.

—Siendo así —continuó el primero, volviendo ahora la mirada a las envejecidas páginas recién abiertas—, no te sorprenderá saber que tal esfera no existe. Quizá nunca existió. Forma parte de las fábulas con las que nuestros antepasados explicaban el mundo. La leyenda, aunque extensa y hermosa, resulta improbable. Nadie ha confirmado la existencia de ese o ningún otro artefacto de aquellos Primigenios involucrados en las letanías de antaño, como lo es la madre de todas ellas: la letanía de la Flor de Jade de los Merehmanthi—. Ishmant sonrió aunque Rexor no le viese. No lo hizo, pero su singular compañía conocía de antemano que aquella iba a ser la probable reacción en su oyente.

            —Pues yo dudaría de ello —aseguró con aquella pesada rotundidad que revestían todas las sentencias de Rexor. A Ishmant aquella afirmación le provocó un gesto de extrañeza—. No te culpo —continuó el visitante—, si me creyeras falto de juicio. Pero estos tiempos exigen una renovación de los esquemas mentales y cualquier brizna de luz, por disparatada o difusa que pudiese mostrase a nuestros ojos es merecedora de nuestra atención. Aunque se encuentre entre los mitos y las fábulas del pasado.

Ishmant escuchaba con atención y algo de recelo aquellos inusuales argumentos. Rexor prosiguió, esta vez pasando su mirada tranquilamente de las páginas de un libro a otro. Los había colocado abiertos sin pudor unos sobre otros, como si aquellos fuesen vagos durmientes que retozaran cómodamente sobre un lecho de plumas.

—Sabrás que la reliquia estuvo según la tradición poco tiempo en poder de los Belos. Alrededor de unos doscientos años después, los Gulgos procedentes del norte acabaron con la hegemonía de esta tribu y con seguridad rapiñaron el orbe, hasta entonces enseña de identidad de los Belos y de la estirpe de Arkias. Sin embargo, en la marea de tribus que se sucedieron en el dominio de esas tierras antiguas, aún hoy sin identidad, la reliquia se pierde por el espacio de unos mil años. La devuelve a la luz, según las fuentes legendarias Rhuthar Helldrik, Masón de los Helldrik, que dice reclamarla para sí por derecho como botín de guerra durante los primeros compases del mundo enano. Desde entonces pasará de un Masón a otro mientras el mundo atraviesa la época oscura de la raza enana. Habrá de ser con un nuevo Rhuthar, Rhuthar Garrión Quebrantasuelos; mucho después, durante las gloriosas centurias de la Dominación Enana que la reliquia será enviada hasta la mítica ciudad de Yra. La Tradición cuenta que aguardaría tras lo titánicos muros de la legendaria Yra durante el periodo más largo que se conoce: unos dos mil trescientos años. Esa es fecha que la historiografía posterior datará su devastación durante las epidemias del 1600 R
[ 14 ]
.

Rexor miró a su amigo quien le observaba con su habitual escepticismo. Aquella mueca indolente que le hacía semejante a los témpanos de hielo que colgaban de la techumbre de su casa azotada por el vendaval. Si no fuese por que ambos se conocían bien, uno pensaría que el humano se había congelado de frío durante la charla y el otro, con mayores motivos, que aquél se había excedido en la bebida.

—Lo que te acabo de contar parece ser el seguimiento histórico más exhaustivo que se conoce de esta supuesta pieza. Luego ya no son más que hipótesis. El rastro de la Esfera, a partir de este punto se desvanece y cualquier otra breve referencia o mención hecha acerca de su paradero siempre resulta en tono evocador. Conocías el resto de la historia. ¿No es cierto? —preguntó Rexor seguro de la respuesta afirmativa que iba a encontrar en el humano. Entonces señaló por fin uno de aquellos volúmenes.

—Mnamsakkles de Ferähim —continuó Rexor —dejó constancia con todo lujo de detalles de la entrada de las tropas de Theneriom Almahlda, al mando de las escuadras elfas que encontraron por azar el mítico bastión enano. Las murallas de Yra eran tan inexpugnables que cuando los elfos lograron traspasarlas, arruinadas por miles de años de abandono tras su destrucción, comprendieron que habían sido los primeros en penetrar tras sus líneas. Sin embargo, lee este pasaje mi buen amigo.

Ishmant aferró el grueso y carcomido libro entre sus manos. El saber pesaba mucho más de lo que calculó a ojo. La letra era pequeña y llena de artificio. La selección que Rexor le había pedido repasar evocaba de manera somera pero muy clarificadora cómo los elfos de Almahlda encontraron durante la exploración de las ruinas de Yra un panel tallado que representaba un orbe limpio y brillante. Un ojo, tal y como fue identificado por el autor. El panel, supuestamente, tenía grabada una inscripción que pareció interesar a los elfos y que decía: «Itt Neëva’ssubha» y que Mnamsakkles traduce como «El Ojo Divino». El autor añade que los elfos tomaron aquella placa como un pequeño altar de adoración, algún tipo de icono conmemorativo de alguna deidad enana.

Ishmant quedó un tanto perplejo al leer aquello. Como hombre instruido conocía por referencias el material de Mnamsakkles de Ferähim, en concreto aquel Volumen IV de sus Campañas, pero no había tenido la ocasión de leerlo por sí mismo. Prefería otro tipo de lecturas a la propaganda militar de antaño, aunque aquella viniese revestida con el ornato pomposo de la literatura y dulcificada por el tiempo transcurrido. Aquel pequeño pasaje del panel del ojo no resultaba, desde luego, del dominio del vulgo. Ni siquiera podía escucharse entre círculos más elevados. Hasta ese mismo instante incluso él mismo lo había desconocido.

A Ishmant le sorprendió en especial unos garabateos imprecisos que alguien había trazado con mano insegura y temblorosa sobre los márgenes de aquella misma página.

—Son las notas de uno de mis antecesores —aclaró Rexor que intuyó los pensamientos del exiliado—. En cierta medida fueron ellas quienes me pusieron en antecedentes. Cuando me marché a las Cámaras del Conocimiento para buscar una forma de contraataque ni siquiera sabía por donde empezar. Supongo que el hecho de que el Culto se apoderase del Sagrado y que su poder sirviese para convocar al demonio Némesis me brindó, al menos, un punto de partida. Supe, analizando minuciosamente los trabajos de aquellos que fueron Guardianes del Conocimiento antes que yo, que el Culto había estado interesado en recuperar muchos de los testimonios secretos de los Jerivha. Temí entonces que todo tuviese un orden, un programa que implicase otros círculos más allá de los tesoros de la vieja Orden del Martillo y la Lanza. Quise saber si también a lo largo de la historia habían pretendido más de esos artefactos y descubrí lo que voy a mostrarte.

Se había formado un inexplicable silencio. Incluso los bramidos de la furiosa tormenta más allá de las gruesas paredes de madera habían enmudecido. Como en la hoguera. A pesar de que las lenguas que consumían los maderos continuaran su destructora labor mientras danzaban, los quejidos de la leña parecían haber desaparecido. El mundo había perdido el sonido. Reinaba la calma absoluta. El interés que había cobrado la conversación hacía enmudecer a todo lo demás.

—Tardé un tiempo en descifrar la anotación de mi predecesor. Seré breve. No quisiera aburrirte con la retahíla de cabos sueltos que tuve que anudar para poder arrancar un nuevo paso hacia delante. Sus notas hacían referencia a una página concreta de un volumen muy distinto. El «
Sedd Infersus Nivee»: «Sobre los Dioses Malignos
» de muy distinta catadura.

Las manos de Rexor, ahora desnudas de guantes, alcanzaron un viejo y pequeño libro de labrada encuadernación, pastas gruesas remachadas con grandes esquineras en metal dorado y cubierta de piel, ahora cuarteada.

—Si las
Campañas
resultaban la visión de las gloriosas empresas militares elfas en tono épico melodramático, éste es uno de los libros más demoníacos que se hayan escrito jamás. De su autor poco sé, salvo que su vida fue turbulenta y su muerte horrible. Se devoró a sí mismo en un espantoso rito a Morkoor. ¿Qué puedes esperar de alguien capaz de eso? —Preguntó con cierto tono mordaz a su interlocutor. No obstante, se respondió él mismo—. Probablemente, mucho más que del viejo y aburrido Mnamsakkles.

Rexor abrió el libro por la página marcada y una caligrafía soberbia, escrita en una tinta enrojecida vio la luz. Su aspecto inspiraba cierta aura de pomposidad y malevolencia. El visitante ofreció el volumen a Ishmant señalando con un dedo por donde habría de iniciar la lectura. Ishmant comenzó a recorrer aquellas líneas. El párrafo mencionado hablaba de un rito, un ritual ante un orbe gigantesco... un «Neëva’ ssubha». Un ojo divino.

—El Ojo —explicaría Rexor con un entusiasmo poco habitual—. El mismo erróneo ojo que creyó ver Mnamsakkles en la placa de Yra. No se trataba de ningún ojo, sino de un «Orbe». En el idioma que se escribió la placa, antiguo Galeno,
ssubha
significa «
esfera»
aunque una acepción permite utilizarla para designar un ojo, un globo ocular—. Ishmant abandonó la lectura y prestó atención a la hipótesis que Rexor trataba de explicarle—. Cuando Mnamsakkles tradujo la inscripción de la placa, la palabra
orbe
debió parecerle demasiado poética para los enanos. Prefirió la segunda acepción, la de
orbe ocular
,
ojo
. Lo entendía mucho más acorde con la idea grotesca y ruda que el pueblo elfo tiene del enano. Para la refinada mentalidad élfica resultaba bastante más afín la idea de ver a un puñado de pequeños y peludos guerreros salvajes danzando como posesos ante un enorme y sanguinolento ojo que la imagen cristalina y limpia de una esfera. En realidad lo que hizo fue desvirtuar el mensaje. Un mensaje que nunca dijo ni pretendió decir el «Ojo de los Dioses» sino más bien el «Orbe de los Dioses».  Yo creo que hablaba de la «Esfera de la Vida». Ahora bien, el primer error en el que incurrió nuestro querido Mnamsakkles fue atribuir la factura de la placa a los enanos sin cuestionarse otra opción. La placa no es Enana. Para empezar ninguna deidad enana, pasada o presente ha sido representada nunca con una esfera, ojo o cualquier otro elemento circular. Y lo que resulta aún mucho más clarificador; Yra llevaba deshabitada algunas generaciones antes de que se escuchara por primera vez hablar en Galeno, cuanto menos verlo escrito—. Ishmant hacía rato que había perdido interés por la lectura. Seguía con suma cautela las palabras de quien se había expuesto a la muerte por venir a contarle aquello.

Other books

Catacombs of Terror! by Stanley Donwood
Julius Caesar by Ernle Bradford
Dire Straits by Megan Derr
Scream Catcher by Vincent Zandri
The Steam-Driven Boy by Sladek, John