El Culto del Ojo Sangrante, la Orden de Kallah, no era el único que poseía un ejército personal. Resultaba una práctica habitual en tiempos del Imperio, aún después de la formación de la legendaria Armada Imperial. Mucho antes, en época de las primeras dinastías, los ejércitos cultuales llegaron a ser el espinazo vertebral de defensa. Mucho antes ya lo habían sido del poderoso Imperio élfico.
Hasta la Rebelión de los Templos ellos tampoco eran más que un pequeño ejército de Culto. Ahora se contaban por decenas de millar. Aún así, las órdenes a las tropas partían de la cúpula religiosa según los intereses. Con todo, aunque fuera del brazo regular, los rangos militares también tenían peso en la orden. Estos eran los grandes Duques, los señores de la Guerra. Había cuatro, los cuatro grandes hombres de armas. Dorkos, el Alto Duque y Comandante en Jefe de las Legiones. El Duque Fensrral, Decano de la Sociedad Secreta de Ylos; un clan de asesinos e informadores hermanados con el Culto a Aros, Dios de los ladrones. Fueron ellos los verdaderos artífices en las sombras de la Revolución y derrocamiento del Emperador. Sus artes consumieron los resortes políticos e infectaron como un mal que navega por la sangre la pesada burocracia en servicio a los propósitos del Culto. Fueron ellos quienes prepararon el terreno.
Luego, también podía verse al Canciller Lord Vahlm’Huer, antes patriarca de las legiones, ahora mano derecha del Némesis Exterminador con sus galas de guerra y sus tenebrosos atavíos. Por último, el más espeluznante y temido de los Exarcas militares: UrlKan, Señor de los Inmortales, la escolta personal del Sumo Pontífice.
Aquello no se trataba de una reunión de placer. Aquellos hombres, cuyos nombres y títulos escrupulosamente redactados podían llenar las páginas de un libro; aquellos, cuyo peso de sus elaboradas togas, ornadas mitras y pesadas armaduras bien pudiera levantar un carro de guerra y sus caballos en una balanza, no acostumbraban a verse las caras con ninguna asiduidad. Muy pocas veces la cúpula se reunía al completo pues en muy pocas ocasiones se había precisado tanto esfuerzo. Había mucho que discutir sobre aquella mesa.
La enorme puerta crujió al abrirse como una vieja osamenta y sus monstruosas dimensiones dieron cobijo a unas figuras que se empequeñecían hasta el ridículo bajo sus formas. El pequeño séquito penetró en lo que antaño había sido el salón del trono del castillo Belhedor. La sala había perdido el esplendor de aquellos días. Ahora se sumía en la quietud de la penumbra, en la soledad del olvido. Aquellos muros otrora cargados de tapices, blasones y armas se revestían desnudos únicamente con el manto de sombras de la noche. Tan sólo la mirada de la luna osaba rasgar el velo negro con sus fulgores selénicos y proporcionaba a la vasta cámara de una borrosa claridad que no hacía sino fomentar la insana imaginación.
Lord Velguer y sus acompañantes sabían a quién iban a encontrar allí aunque no le vieran. Más bien le intuían sentado en el solio que una vez acogió a la más alta de las dignidades humanas. Los pasos resonaron sordos multiplicándose por entre los muros en un clamor caótico. Las tres figuras se detuvieron ante el trono. Tan sólo podía apreciarse la ensombrecida silueta de un hombre cuajado de ornamentos y atributos que ocupaba el sagrado lugar sin mover un músculo. Flanqueándolo había cuatro colosos de la legión Inmortal. Sus armaduras estriadas de sanguinolentos perfiles brillaban entre los haces de la luna como un cuerpo desprovisto de piel. Tras ellos, como una muralla de togas sangrientas se dibujaban entre la oscuridad las siempre siniestras figuras de los Consejeros Arcanos y los dogmáticos del Culto: los Lictores y Criptores. Vestían las mitras veladas de perfiles puntiagudos de los Kallihvännes. Se les conocía simplemente como «Los Arcanos». Su rango no podía medirse bajo una insignia. No poseían título. De hacerlo, estaría por encima de cualquier heráldica. Eran considerados todopoderosos, intocables, los auténticos hombres sin alma.
Lord Velguer se arrodilló ante su señor.
—El Alto Capítulo... ¿se ha pronunciado ya? —Preguntó una voz que surgía desde el trono—. Espero que hayan tenido tiempo de proporcionarme respuestas.
—Su Voluntad —balbuceó Velguer sin alzar la mirada—. Los libros han hablado. Las fuerzas mágicas se han desatado. Es cierto: los eslabones de la cadena se han estremecido.
—El Crepúsculo ha comenzado... —dijo una siniestra voz en un espeluznante susurro que reverberó por entre los pilares de la sala multiplicándose. Velguer contuvo un escalofrío. Había alguien más allí con su señor. Alguien que emanaba poder incluso fuera de la vista. Su presencia se hacía insoportable. La Luna del Este trató de continuar como si no hubiese sido consciente de aquella interrupción.
—Los eruditos dicen que es la señal, Su Voluntad. La señal del Advenimiento tal y como fue predicho.
—Al fin. Se deja ver —suspiró Ossrik y el eco de sus palabras fue engullido por el denso silencio que habitaba en la estancia.
—Hay algo más, Mi señor. El Señor de las Runas ha sido visto en las antiguas tierras de Valqk-Aard, en las fronteras del Ycter—. El mitrado monje sintió como Ossrik se revolvía en su asiento.
—Hemos de estar atentos. ¿Por qué no he sido informado antes de eso? —endureció el tono entonces. Velguer sintió cómo se le secaba la garganta.
—Lo ignoro, Voluntad. Puedo ordenar que se movilicen hombres del frente. El Némesis Exterminador podría llegar al Ycter en cuestión de...
—¡¡No!! —clamó tajante, aunque relajó el tono de su voz—. Cualquiera que sea el motivo que le ha llevado hasta allí merece ser descubierto. Ningún Señor de las Runas actúa jamás a la ligera. Si ha movido pieza debe responder a un plan. Dejadle hacer. Prefiero ojos en la noche
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. Decid a la Orden de Ylos que apreste a sus espías. Que todas las regiones se mantengan alerta. Quiero estar informado de cada nueva.
—Como deseéis, Voluntad.
—Marchaos, Velguer. Haced que se cumplan mis órdenes.
—Por supuesto Su Voluntad—. Y con una reverencia se dispuso a marcharse. Sin embargo, fue requerido de nuevo por el alto pontífice.
—Velguer... —aquél se detuvo en el acto y se volvió con una reverencia.
—Milord...
—¿Qué ha sido de ese monje vuestro? ‘Rha... ¿Vive aún? —Velguer tardó un momento en recordar ese nombre.
—Aún sirve con devoción a Vuestra Voluntad, Mi Señor. Aunque es ya anciano.
—Encontradlo. Me será útil una vez más.
—Se hará como ordenáis, Señor —y con el gesto de sumisión aún permanente se retiró definitivamente de la sala.
El corrupto silencio del lugar regresó sólo instantes después de que los portones volviesen a encajar sus desmesuradas hojas. Ese silencio producto de miles de gritos agónicos enmudecidos, de gargantas que aúllan y claman su agonía en silencio. Ese lastimero lamento secreto de una multitud de voces que no pueden ser oídas. Es un silencio tenebroso e irrespirable. Resulta un silencio ensordecedor.
Ossrik no se había movido salvo para llevar una de sus manos al rostro con la que acariciaba el mentón y los labios con una mesura casi empalagosa. Junto al pontífice permanecían impertérritos como efigies de acero enrojecido los cuatro inmortales que aún aguardaban en su puesto. Ni siquiera se movieron, apenas si llegaron incluso a parpadear cuando desde los muros de la estancia, quizá alojados en el secreto y celo de las sombras, impenetrables, una serie de personajes salieron de aquél siniestro escondite hasta hacerse visibles. Parecían fantasmas. De hecho cualquiera podría creer sin dudarlo que jamás habían estado allí y que habían surgido como espectros. Si no es que hubieran podido atravesar las paredes…
Seis formas. Acaso no pudieran llamarse siquiera figuras, cuanto menos personas. Seis formas delgadas y altas, pero seis formas muy distintas, repartidas en varios lugares de aquel vasto salón. Ossrik tampoco pareció alterarse cuando al levantar la mirada sombría divisó aquellos cuerpos en movimiento que progresivamente se acercaban a la escasa luz.
Varios vestían túnicas. Largas y raídas túnicas oscuras y gruesas de emblemas gastados e irreconocibles. Bajo los embozos apenas si se lograban distinguir facciones algunas. Apenas unos vagos rasgos que se movían al compás de las palabras y que pudieran ser las formas de una cara. Sólo unos orbes brillantes podían apreciarse sin error. Unas esferas sanguinolentas que parecían haber visto el pasado y el futuro y los secretos que esconde el turbio velo de la muerte. Otro parecía un cadáver. El cadáver de un rey. Llevaba corona y tabardo, también una túnica de tejidos ricos ahora maltrechos y polvorientos con enseñas de linajes y casas antiguas bordadas sobre ella. Montaba un corcel o una carcasa viviente con la vaga forma de un corcel, habría de precisarse.
Había otro jinete pero la aberración que montaba, otro de aquellos caballos fantasmales, cargaba con profusos atavíos de guerra. Una deslucida barda de placas, muchas de las cuales se habían desprendido, no sólo en los duros lances de la batalla, sino por la acción destructora del implacable tiempo. Su jinete también portaba coraza. Una armadura antaño elegante y esbelta cuya frente la coronaba una diadema alada y un penacho deslucido y despoblado que en días de mayor fortuna hubo de rivalizar con las crines de su caballo. Otro, mucho más alejado del resto se cubría con andrajos de pies a cabeza entre los que podía descubrirse la descarnada naturaleza de aquellos seres.
Andaba deforme. Se movía de manera espasmódica. No había duda de que aquel ser había sido levantado de una fosa. Pero no resultaba un cadáver corriente, no una criatura animada tras la muerte por hechizos prohibidos. Aquél ser era así por naturaleza. Aquella putrefacción le pertenecía como las plumas a un ave. Y había poder en sus ojos. No eran los ojos de un muerto. Eran los ojos de quien vive más allá de la muerte.
El salón se llenó de ellos. El crujir de sus pasos, el arrastrar de sus túnicas o el bufar espectral de sus monturas acabó por diluirse y apagarse cono una maquinaria vencida por el esfuerzo.
—Ya lo habéis escuchado —dijo lord Ossrik con una rudeza marcada en su gesto.
—Nuestra Alianza, Ossrik. Peligra —añadió una voz sibilante como una sierpe que parecía venir del mismo infierno. Pertenecía a uno de los monjes espectrales.
—Nadie habló jamás de ningún «Advenido» —dijo otro de ellos con un matiz distinto en aquel tenebroso agudo silbido.
—Nunca dije que todo os sería revelado desde el principio, espectros —exclamó Ossrik elevando el tono de voz. El caballo con barda metálica emitió un bufido espeluznante y se levantó sobre sus patas para volver al suelo firme al instante.
—El Señor de las Runas ha sido visto. Eso es lo que importa —manifestó igualmente escalofriante el jinete con aspecto de rey.
Ossrik suspiró. Su pecho acogió un suspiro largo y profundo.
—Los Hielos Eternos... —se dijo, como si únicamente hablase para sí— ¿Qué habrá ido a hacer allí?
A su espalda algo se movió pero la guardia, ya fuere por conocimiento o por estar sumidos en un latente letargo no se inmutó. El sonido de unos pies que se arrastran siguió al vislumbrar de una sombra alta, de pie tras su hombro. Una mano de dedos afilados y huesudos, una mano que la sangre había dejado de frecuentar hacía siglos posó sus perfiles macilentos y descarnados, provistos de uñas como lanzas, se posó sobre el hombro del pontífice. Ossrik no pudo evitar disponer su mirada sobre aquel extremo corrompido cuajado de anillos.
—Neffando se siente celoso, Lord Ossrik. Nada sabía de vuestro paladín —dijo una de aquellas criaturas. El pontífice de Kallah percibió el tacto frío en su hombro estrecharse en el abrazo de sus dedos.
—Tenéis libertad para buscarlo, Neffando. Vuestros Aattanis tienen el control absoluto en este asunto. Seguid al Señor de las Runas. Él podrá llevarnos derecho hasta el Advenido.
—De él depende nuestra alianza, mortal —dijo aquella voz susurrante, endiablada hasta el extremo.
—Agradecemos tu gesto—. La mano huesuda del espectro relajó su presa. Ossrik se sintió aliviado.
—Necesitaremos de nuevo los servicios de tu leónida.
—¿Sorom? Sí… Sorom… —sonrió con malignidad—. Contad con él.
—Lo que me cuentas es algo inaudito—. La expresión de Ishmant, pocas veces alterable, advertía algo más que una mera sorpresa. El cabello anaranjado del visitante estaba aún algo mojado. La cálida lumbre de la chimenea no había sido lo bastante intensa como para arrebatarle toda la humedad de su cuerpo. Sin embargo, bajo las gruesas mantas que le cubrían ya no temblaba. El estimulante amargor de Kyawan resultó más eficiente que el ardiente beso de un buen licor o de una hembra generosa.
Ishmant dirigió una mirada a su compañero con las mantas sobre el cuerpo y arrellanado en una butaca, algo ridículo dada su tremenda envergadura.
—¿Tanto tiempo hace, amigo mío? —El gigante sonrió ante la expresión de su viejo aliado.
—Tanto, en efecto. Pero por desgracia poco o nada ha cambiado el mundo desde entonces. Y todo cuanto cambia lo hace siempre en nuestro perjuicio—. Aquél suspiró antes de proseguir—. Ossrik levantó «el Exterminio» hace unos años, al menos de manera oficial. Poco importa que en estas latitudes aún se le combata en el norte. Pocos existen en lo que antaño fue la tierra de los hombres para atender a esa noticia. Así que oficialmente el «Humano» se ha extinguido. Ningún pueblo duda ahora del poder del Culto—. El anfitrión escuchó las palabras con un mutismo absoluto.
—Los sicarios de Kallah controlan la mayor parte de la tierra que un día fuera el Imperio- continuó hablando el visitante—. Sólo los monjes del Culto y sus legiones negras han sobrevivido al holocausto. Sin embargo, dudo que Ossrik quede contento con eso. Los humanos fueron su punto de partida, su primer movimiento. Algo me dice que la partida acaba de comenzar. Ossrik no es más que una pieza más en el tablero, él no es el Tamuh
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de esta partida. Apostaría mi cabeza a que existe una intención detrás que aún no ha salido a escena.
Ishmant inspiró fuerte y se detuvo un instante antes de propinar un largo trago a su infusión.
—No has hecho un viaje tan largo para hablarme de cosas que ya sabía el día que me marché —le dijo. Aquél sonrió—. Si ahora estás aquí es porque, ciertamente, algo ha cambiado.
Rexor miró a Ishmant con más intensidad, como si quisiera clavarlo en su asiento con tan penetrante mirada. En su rostro palpitaba la luz del hogar mezclándose entre sombras con la anaranjada pelambrera que se escapaba bajo la protección de la manta.