—Cometemos el segundo error: el error del discípulo. Elegimos el camino más fácil, el más lógico. ¿Quién ha dicho que el Advenido sea un Dios? ¿Quién dice que tenga, siquiera, conciencia de ser? ¿Y si hemos de mostrarle su naturaleza? —Ishmant contempló de nuevo sus manos mientras su compañero continuaba hablando —Eso nos conduce al tercer error: el error del insecto. Hemos dado por supuesto que el Advenido nacería aquí, que tendría sangre como la tuya en sus venas, que crecería entre las mismas historias que plagaron tu niñez y la de cualquier otro humano. Que sería un elegido. Pero no. No es un elegido. Realmente es un «
enviado»
.
—¿Enviado? —repitió Ishmant expectante.
—Traído, desde los Dioses sabrán qué coordenadas, para cumplir un destino.
—¿Cómo? —quiso saber el guerrero.
—Quizá conjurado —respondió Rexor como en una sentencia.
—¿Un conjuro? —Ishmant dudaba seriamente de aquella posibilidad.
—Según Arckannoreth sería un conjuro de los Dioses. Lo suficientemente poderoso como para dejarse sentir
«Desde los pilares del Astado al Reino Escinto/ Desde las Soledades de Hielo al mar de Arenas / y más allá de toda coordenada y más allá
[ 17 ]
»
.
—Eso explicaría el estremecimiento en los estratos —aseguró Ishmant—. Si los dioses existieran realmente. Soy Clerianno, Rexor. Los Dioses son solo construcciones mentales colectivas, nada más.
—Los Estratos han vibrado, Ishmant. La fuerza mágica que cohesiona el mundo se agita. Debe ser un conjuro, incluso aunque no exista conjurador—. Rexor se frotó los ojos con cierto aire cansado—. Soy el Guardián del Conocimiento, Venerable. Mi formación y mi rango me hacen estar mucho más cerca de tu cosmovisión Clerianna que de los mitología Panteísta. Sabes que no soy ningún devoto creyente. Pero por más que busco una explicación racional de estos crípticos textos sólo hallo su interpretación desde la clave mitológica. Arckannoreth habla claramente de unas claves y se han producido. La vibración en los estratos es la prueba definitiva de su acierto profético y nuestra incapacidad para hallarle una lógica es precisamente lo que la hace más firme y sólida. Sé que traiciono todo cuanto represento afirmando esto pero… ¿y si los dioses han enviado al séptimo de Misal, de alguna forma? o lo que es más importante: si existe ese Enviado independientemente de quién sea el responsable de su llegada… ¿no valdría la pena seguir esa estela? Por muy descabellada que nos parezca tal opción ¿no merece la pena intentarlo?
Ishmant quedó pensativo por un instante.
—Está bien —aseveró el exiliado monje—. Demos un voto de confianza a las profecías de antaño. ¿Qué propones?
—Algo me dice que debemos dejar atrás todo lo aprendido. No cometamos el error del insecto. Si el Enviado es real, debemos encontrarle. Debemos mostrarle su naturaleza. Debemos propiciar que haga aquello para lo que ha venido. Pero como tú, lo ignoro todo. Sigamos su rastro. Sondeemos el origen de la misma forma que estoy seguro que Ossrik también lo hará. Porque ellos buscarán su destrucción—. El enorme extranjero suspiró sonoramente—. Los textos cuadran con asombrosa fiabilidad. Los clérigos de Kallah no esperarán mucho para darle caza. Ellos jamás han dudado de las palabras del profeta maldito. Sea cierto o no, irán a buscarle. Temo que sea la única pieza que no encaje en sus planes... si es que no lo estaban esperando incluso.
—¿En qué crees que pueda ayudarnos el Enviado de los Dioses?
—No puedo imaginarlo. Pero necesitaba un motivo, una señal y la he encontrado. Ahora te necesito a ti y a los otros. Lo demás aún son tinieblas. Pero es mejor caminar entre tinieblas que permanecer quieto hasta la muerte.
Los goznes chirriaron con voz casi imperceptible cuando los tablones de madera que formaban la trampilla se izaron. Descubrieron bajo ellos un oscuro tramo de escaleras que descendía hacia las negras y heladas profundidades de la nieve. El aire viciado se elevó por los escalones golpeando los olfatos con un rancio olor impregnado de humedad. Ishmant bajó la lámpara de aceite todo lo que su brazo dio de sí con la intención de iluminar el trecho de peldaños. El arco de luz hendió las sombras y reveló a la vista un tanto más de la escalera y los mástiles que la aguantaban. La potencia de la lumbre no bastó para mostrar mucho más antes de caer ante la reinante oscuridad.
—Hace años que no bajo ahí —confesó Ishmant ante la quietud de Rexor frente a la abertura en el suelo de la casa—. Me juré que no lo haría sin una razón convincente.
—Ha llegado el día de tu reencuentro —afirmó su acompañante en un tono seco y potente, sin apartar las pupilas doradas del negro agujero en la nieve. Ishmant indicó a su compañero que bajara tras él. Las botas del guerrero comenzaron a descender hacia el oscuro interior, oculto bajo el suelo, con el estandarte de luz abriendo camino. Tras sus pasos, Rexor inició la marcha.
—¡Cuidado con el dintel, amigo! A tu izquierda encontrarás una antorcha en el muro—. La frente de Ishmant había pasado a escasos centímetros del tablón horizontal que soportaba el suelo de la vivienda y que servía, en la subterránea cámara, de techumbre. Avisado, Rexor posó sus pupilas con recelo en la madera mientras doblegaba su tremenda estatura para poder acceder al recinto. Una vez ambos dentro de la solitaria y helada cámara comprobaron que el aroma resultaba cargado y húmedo, un tanto abrumador y pesado, pero no tan irrespirable como en un principio se esperaba.
La antorcha estaba donde Ishmant había indicado. El aceite tardó en prender pero tras varios intentos fallidos las llamas de la lámpara pronto se instalaron en la inflamable superficie de la tea, extendiéndose por ella en un abrazo mortal y candente. La luz se multiplicó, usurpando el territorio a las tinieblas y desvelando las dimensiones reales de la sala. Bajo la engañosa niebla de la oscuridad parecía mucho más amplia y alta. En realidad se trataba de una pequeña cripta de planta cuadrada excavada en el mismísimo hielo del Ycter aunque con la suficiente profundidad como para que Rexor cupiese con holgura. Las paredes despedían fuertes brillos al contacto de la anaranjada luz de las llamas que hacían refulgir aquellos muros de hielo y nieve en un mosaico de pequeños cristales. Las relampagueantes lenguas de fuego proyectaban largas sombras de ambos personajes sobre el suelo y las paredes. De la misma forma alargaban también las sombras de los objetos que sobre sus lisas y frías superficies desafiaban a la gravedad.
—He aquí el lugar en el que descansa mi pasado—. La voz de Ishmant sonó firme y como era costumbre en él, sin un hálito de emoción. Sin embargo, para quien le conocía bien, no había duda que en la aparente máscara de piedra el enigmático guerrero manifestaba su nostalgia. Había que conocerlo bien, de otra forma, los ojos de Ishmant, entrenados para tal fin, no mostraban alteración alguna. En ellos sólo había equilibrio—. He vivido todo este tiempo alejado de este lugar. Demasiadas memorias guarda—. De sus labios se escapaba un copioso vapor que delataba la baja temperatura que allí hacía—. Sin embargo, he mantenido intacta la esperanza de volver aquí y recoger lo que era mío.
Rexor se detuvo a observar al humano, petrificado, ausente del mundo mientras hablaba... Un millar de palabras se atropellaron en su mente. Quizá, Ishmant únicamente necesitara un «levántate y anda». Puede que jamás volviese a ser el mismo hombre que un día huyese de un mundo hostil y agonizante por el que nada pudo hacer. Pero... sería el instante presente el que lo iba a decidir todo. Por eso, se limitó a contemplar su larga trenza caoba que recogía sus finos cabellos y las gruesas ropas de abrigo con las que jamás recordaba haberlo visto y que tanto escondían su figura esbelta y proporcionada. Parecía tan conocido y extraño a un mismo tiempo...
Plagando los muros del habitáculo, como pinturas o piezas de algún apartado museo, reposaban inertes las armas que, empuñadas por la misma persona que ahora las miraba, se habían teñido del carmín fresco de la sangre en innumerables ocasiones. Tanta quietud y calma. Cuánto reposo para aquellos filos inagotables. Demasiada. Demasiado. Desde sus vainas de cuero. Desde sus astas de madera. Desde el más profundo rincón del afilado metal de sus hojas. Todas ellas parecían estar dormidas en un sueño eterno y a la vez, ansiosas por volver a las experimentadas manos de su dueño.
—Llevan así desde que me instalé aquí —comentó Ishmant al ver que Rexor se había acercado al lienzo de un muro para contemplar con detalle el armamento—. De poder crecer aquí, estarían cubiertas de telarañas.
El enorme visitante volvió la mirada justo a tiempo para ver cómo Ishmant se giraba en dirección al muro opuesto. Entonces tornó la vista de nuevo a las armas. Ante ellas, viendo cómo sus hojas refulgían al contacto con los átomos de brillante luz que expulsaba la antorcha se preguntó inundado de nostalgia ¿Quién podría asegurar en cuántas batallas participaron? ¿Quién, viéndolas en tan inofensivos atriles podría adivinar cuántas almas sesgaron, cuánta sangre derramaron, cuántas victorias consiguieron? ¿Quién, después de todo, podría tan siquiera imaginar la cantidad de historias que contaría una sola de esas armas si se las dotase del habla?
—¿No oyes? —Exclamó volviéndose hacia su amigo. Aquél se torció despacio hasta quedar mirándole a la cara y entonces aprestó el oído lo que pudo intentando averiguar el objeto de la alerta de Rexor, no obstante, lo único que extrajo fue el zumbido del silencio profundo. Ishmant quedó mirando a Rexor sin alterar ningún músculo de su rostro. Sus ojos, ligeramente rasgados y negros como el ébano, parecían repetirle «¿De qué estás hablando?»
—No, Ishmant. No fuera. ¡A ellas! —indicó, señalando con un amplio arco de su brazo extendido las paredes salpicadas de armas—. A ellas. Escucha a tus aceros. Yo las siento, amigo mío. Percibo cómo suplican que las liberes de sus vainas. Que aprietes fuerte sus empuñaduras y sientas que cortan el aire bajo tu mando—. El guerrero hundió sus pupilas en el mosaico que se extendía ante sus ojos. Su mente se vio inundada de palabras y recuerdos. Rexor pareció darse cuenta de ello—. Han sido siempre instrumentos de Luz. No lo olvides jamás —dijo con voz profunda—. Te necesito a mi lado en esta guerra, Venerable.
—Déjame pensarlo, Poderoso.
—Te esperaré arriba. Tómate tu tiempo.
La llama de la antorcha y la vacilante lumbre del farol hacían parpadear el inmaculado color de las paredes de hielo pero aún no alcanzaban a iluminar la totalidad de la cámara subterránea. Por eso, cuando Ishmant se acercó a un ángulo alejado de la entrada, la luz de su lámpara reveló un arcón pequeño y de madera, adormecido a los pies de un rincón. Sin decir una palabra, hundió una mano entre sus ropas hasta dar con un colgante.
Ishmant apareció poco después ante sus ojos de aquella zona donde debería encontrarse la trampilla subterránea. Surgía con ese aire teatral que le caracterizaba, como si fuese un fantasma aparecido de entre los muertos. Caminaba despacio, con la misma elegancia de los elfos. Sin prisas, solemne, tranquilo. Sus prendas ya no eran las ropas de abrigo gruesas que vestía hacía breves instantes. Ahora llevaba su habitual atavío de batalla de la misma forma que pendían de cinto y espalda la mayoría de las armas antes exhibidas en los helados muros de la pared. Esa era, y no otra, la visión que todos recordaban de él. La misma que transportaba el recuerdo a esos días de gloria de antaño. Era aquel Ishmant y no otro al que había venido a buscar. Una sensación, quizá emoción y una pizca de sentimiento acudieron al pecho de Rexor cuando vio acercarse a su amigo. Sus miradas se cruzaron. La energía se palpaba. Una sonrisa cruzó los labios del gigantesco guerrero. Había conseguido al primero.
Pero lo que Rexor ignoraba es que toda aquella conversación había sido una estudiada pantomima. Ishmant le había estado esperando, desde hacía mucho tiempo. Todo cuanto allí se había dicho no era sino un teatro orquestado, una conversación hilvanada conscientemente para llevarlo a su terreno, para ponerle en movimiento. Aquel monje guerrero escondía secretos.
Bajo aquel embozo que ahora ocultaba su rostro, sonreía, aunque Rexor no pudiese apreciarlo. El Guardián del Conocimiento había iniciado el camino sin saberlo, aunque sus planteamientos tuvieran fisuras y grietas. Eso no era lo importante ahora. El Cambio, el verdadero Cambio había comenzado a producirse, al fin. Era el momento de actuar, sin duda.
Rexor había venido a buscarle y no al contrario.
La Rueda iniciaba el Movimiento... y él no había sido el responsable.
«Yo soy mi compañero».
(Dicho popular)
No tengo recuerdos hasta que mis huesos dieron en la tierra otra vez...
Algo pendió mis ropas y me lanzó al aire. Mi cuerpo acabó estrellándose al fin contra el suelo rugoso y áspero del desierto. Todo en mi cerebro era caos y confusión. Mis percepciones regresaron en tumulto. Abrí los ojos, dolorido. Apenas tuve tiempo de restregarlos con fuerza. Encontré a la chica junto a mí, apenas consciente, con el rostro desencajado de terror. Justo en ese instante dejaron caer el cuerpo de Alexis sobre nosotros. Todo sucedía demasiado rápido. Un enjambre de manos grandes y firmes aplastó mi cabeza contra la arena del suelo. Sentía presionado todo el cuerpo. Voces y quejidos de angustia llenaban mis oídos… y mi cerebro continuaba perdido en aquella marea. Oía a Claudia y Alex, pero desde mi ángulo no podía verles. Trasteaban mis ropas, mi cuerpo. Toda la atmósfera se invadía de su punzante olor. Invadía las fosas nasales como un extraño que se cuela en tu fiesta sin ser invitado. Todo mi cuerpo temblaba de miedo. Desde mi forzada posición vi cómo traían a Odín. Tres orcos arrastraban su cuerpo pesado y grande. Apenas ofrecía resistencia a sus captores y eso que tal vez el suyo fuese el único físico capaz de impresionar a los orcos. Aquellas bestias rondaban una media de estatura muy por encima de la nuestra. Sus torsos eran anchos y desproporcionados. Había una apreciable diferencia entre la longitud de sus extremidades superiores e inferiores. Aquello les confería un aspecto simiesco. Su corpulencia, sus gruñidos, la propia arquitectura de su cuerpo, todo parecía aliarse para congelarnos de miedo. Sus rostros… aquellos rostros con vagas resonancias porcinas, aquellas mandíbulas monstruosas de grotescos dientes ponían nombre a nuestra pesadilla. Eran orcos. Auténticos orcos. Por mucho que costara admitirlo.