Por cierto, como si hubiese escuchado que hablábamos de él, mi joven amigo apareció acompañado por los dos últimos integrantes del grupo que capitaneaba la singular semielfa. En un principio pensé que la historia del asalto de las provisiones no había sido más que un sutil y hábil señuelo que me condujese a esta malintencionada trampa con objeto de reunirme con mis salvadores. El motivo de que no les hubiese conocido antes era por que la mayoría de ellos habían estado de ronda por el bosque. La verdad es que pasamos momentos distendidos y agradables haciendo bromas y comiendo aquellas suculentas y deliciosas pastas.
—¿Por qué no me lo dijiste? —Le preguntaría susurrando momentos después a Alann mientras el resto atendía a la conversación general.
—¿Decirte el qué? —contestó aquél extrañado.
—¡Que fuiste tú quien me trajo hasta aquí!
—No lo preguntaste —afirmó muy convencido.
—Sí, claro que lo hice —le replicaba yo igualmente seguro. La sombra de la duda bañó su rostro.
—¿Lo hiciste? —y en la expresión de su cara pude comprobar que su falta de memoria era total y absolutamente fingida.
Akkôlom fue el último en llegar.
Por un lado me entusiasmaba la idea de compartir momentos con un hombre tan enigmático. Por el otro me asustaba que siendo nuestro jefe mi habitual torpeza le llevara en algún momento a tener que reprenderme.
—Amanecerá en una hora —suspiró el marchito elfo deteniendo el suave trote de su montura. La mañana hacía traer una brisa fresca de entre los árboles que agitaba los cabellos y vivificaba. Entonces detuve mi cabalgadura y le observé durante un momento. Subido en aquel potro de línea altiva y semblante noble, cubierto por su capucha verde pálida, armado con un soberbio arco que descansaba inerte sobre la espalda y una larga espada adormilada en la vaina, el demacrado elfo ganaba en magnificencia. Y sus marcas, si cabe, servían para distinguirlo aún más del joven grupo que le acompañaba entre los cuales me incluía.
—A lo lejos puedo divisar el primer T’halla’va
[ 47 ]
—añadió. Así es como llamaban a una serie de pequeños almacenes de provisiones sobre los árboles, que a la vez servían como puestos de vigía y pequeños campamentos estacionales de paso. Resultaban cabañas de madera con ventanucos rectangulares pequeños, de techos bajos a una sola agua. Allí guardaban alimento que se consumía en las constantes rondas del bosque. A la vez podía servir de estación de paso resguardando de la lluvia y el frío. En cualquier caso había de conocerse perfectamente la ubicación de estos pequeños almacenes o pasarían totalmente inadvertidos ante los ojos.
A pesar de parecer que cabalgábamos bosque a través, en realidad seguíamos una ruta marcada y clara que mis compañeros, conocían y reconocía a la perfección. De hecho, podía marcarse claramente el ritmo de la marcha por el número de T’halla’vy superados. Aquellos están dispuestos para cruzar dos de ellos por cada jornada, alcanzando el tercero -primero de la jornada que sigue- al anochecer. El que avistamos suponía el primero en nuestra travesía.
—No haremos mal si saludamos a los Dioses con el estomago lleno y con los caballos frescos —dijo. Y no hubo que añadir más.
Hicimos algunas jornadas a caballo parando regularmente en los T’halla’vy que encontrábamos a nuestro paso donde comíamos y descansábamos brevemente. Dos días que se hicieron monótonos devolviendo frescos a mi memoria aquellos momentos en los que cabalgaba con mis accidentales compañeros los músicos y el desaparecido Falo.
Cuando conversábamos, solíamos hacerlo acerca de lo que nos encontraríamos. De hecho, al parecer el único que lo ignoraba resultaba ser yo. El resto comentaba el tema como quien repasa una lección aprendida de memoria y sólo pretende perfilar algunos cabos. Plasa era un enclave importante. Quizá sólo una pequeña aldea, una villa mientras estuvo habitada por humanos pero resultaba algo más en poder de la oscura garra de Kallah. Punto y final en la línea de suministros a través del cauce ascendente del S’uam. Resulta el principal punto de partida para cargamentos destinados a los pequeños enclaves, alcázares y campamentos diseminados por el valle del S’uam y el Belgarar. Así, se trataba del punto más cercano y vulnerable para realizar una rapiña sin levantar ninguna sospecha que pudiera atraer la atención hacia nuestro celoso escondite. Cerca de las lindes del bosque se levantan T’halla’vy de mayores dimensiones denominados T’hëllymai
[ 48 ]
. Estos son estructuras similares a los primeros salvo por una mayor capacidad e incluso algunos cuentan con varios niveles de altura. Su principal cometido resulta el proporcionar de puntos de vigía óptimos de las fronteras aunque también son utilizados como almacenes aunque cedían mucho en este sentido en favor de sus funciones estratégicas. Este recurso está muy extendido en el sistema de defensa élfico, del cual se adapta. Estos T’hëllymai albergan una dotación de hombres permanente que en nuestro caso se suplía ampliamente con una pareja de soldados, reemplazada, claro está, cada cierto tiempo. Probablemente fue desde uno de estos desde los que advirtieron nuestra llegada a los bosques. Se tomaron bastantes molestias en explicarme todas estas cosas durante el camino. Yo agradecí enormemente tanta molestia pues aunque a veces resultaba un tanto monótono y plomizo escucharles, aprendí cosas interesantes que de otro modo hubiesen pasado totalmente inadvertidas.
Como ya anunciaba momentos antes, al atardecer de la última jornada arribamos a los pies del fronterizo puesto con exótico nombre élfico. Allí una pareja de hombres, estos sí maduros y acorazados, aguardaba que llegásemos de un momento a otro en aquellos días. Con ellos, y dentro del espacioso T’hëllymê cenamos, hablamos y dormimos. No había habido muchas noticias en los últimos meses y eso resultaba una magnífica señal, pero por el contrario evitó que nos extendiéramos demasiado en las charlas.
Desperté algo más repuesto pero quedaba claro que había permanecido demasiado tiempo sin probar la silla de montar y acaso mis huesos lo acusaron. Al abrir los ojos descubrí que ya había amanecido y que estaba solo. Todos se habían levantado ya, incluidos los soldados que patrullaban en el T’hëllymê, aunque desde el exterior me llegaban el eco de sus voces advirtiéndome que no se habían marchado como en un primer momento sentí el temor.
Se respiraba cierta expectación en aquellas tempranas horas o quizá la impaciencia sólo era mía y creía verla reflejada en todas partes y en todos. Sea como fuese y aún con inequívocos signos que delataban mi recién abandonado sueño, llegué hasta una segunda plataforma donde Akkôlom acompañado por uno de los soldados escudriñaba el cercano horizonte mientras puntualizaban asuntos formales sobre la partida.
—Bueno, dejaremos algunos aquí —escuchaba decir al elfo—, pero a la vuelta espero que podamos marcharnos todos. Escuché asegurar que vuestro relevo estaba listo para abandonar el pueblo. Si no han salido ya lo harán probablemente en los próximos días.
Yo me encontraba tras ellos, sin decir una palabra pues no pretendía interrumpir. De hecho aún me pesaban tanto los párpados que apenas si me restaba tiempo para otra cosa que tratar de mantenerlos abiertos. No sé en qué momento ni de qué manera la conversación concluyó y Akkôlom volvía a quedar solo atisbando con su único ojo las llanuras que se extendían hacia delante.
—¿Ves aquel desfiladero que corre entre las montañas? —Me dijo nada más situarme a su altura, como si hubiese presentido mi llegada o dispusiese en la nuca del ojo que le faltaba en el rostro. Yo le contesté enseguida con una parca afirmación—. Allí hemos levantado unas pequeñas trincheras, ocultas entre la roca. Ese será nuestro próximo destino, pero partiremos al anochecer. No es probable que dispongan centinelas tan alejados del poblado, pero no quiero arriesgarme a ser descubierto saliendo del bosque a caballo a plena luz del día.
Una vez que la densa muralla de viejos y maltrechos árboles se diluía, se extendía ante mis ojos una pradera ondulante, apenas salpicada por algunas lomas dispersas, que poco a poco se elevaba sobre el terreno hasta formar las decrépitas colas del enorme macizo del Belgarar. Una cadena, no sé si menguante ya, o quizá naciendo desde aquí, de sierras tupidas de árboles que ocultaban la visión más allá de ellas. La villa de Plasa se situaba al otro lado de esa declinante elevación montañosa, justo en aquellas faldas, más allá del amplio desfiladero visible incluso en la distancia. Aquellos montes, ingenua réplica de las verdaderas cumbres del macizo, no resultaban a la vista tan devastadoras como sus hermanas mayores. Sin embargo, la magia de los paisajes, la hermosura de contemplar esos lienzos perennes y a la vez fugaces de formas y siluetas vivas, me hacían sentir privilegiado por estar allí, ante ellas y afortunado de tener ojos sanos para contemplarlas.
Una de aquellas coincidencias del destino hizo que contemplase el rostro de Akkôlom desde el ángulo que carecía de señales. Pude apreciar su perfil intacto, inmaculado y portador de esa belleza especial de los elfos.
—Me siento muy agradecido por venir con vosotros—. Sus labios dibujaron una difuminada sonrisa entonces, esa sonrisa delatora de verdades—. El bosque comenzaba a engullirme y necesito saber qué más existe en este mundo aparte de estos árboles, aunque ello entrañe algún peligro.
Akkôlom no contestó a mi pregunta. Sé que mis palabras habían activado ciertos resortes en su cabeza, tal vez polvorientos y olvidados, o quizá visiones más cercanas. Lo único de lo que estoy seguro es que el elfo quedó pensativo y muerto durante un buen rato.
Los cascos de los caballos resonaban sordos en el manto de hierba que cubría la nocturna pradera. Una brisa fresca soplaba en la madrugada sin el estorbo de los pilares de madera de los árboles. Sus moribundas copas no podían ahora tapar el inmenso campo de estrellas que se extendía a muchos millares de kilómetros sobre nuestras cabezas. Resultaba excitante, casi increíble encontrarse fuera del abrazo del bosque. Haber salido de sus garras, de sus fauces. Casi parecía una eternidad la que había pasado en sus dominios. Una eternidad que apenas con una hora de caballo bajo las estrellas menguaba en mi recuerdo a pasos de gigante.
Montar en noche avanzada y sin portar una sola luz resultaba difícil, al menos para un jinete inexperto de corta visión como indudablemente yo lo era. Kallah, presidiendo su velo maldito, lucía perfiles brillantes desfigurados por la presencia invisible de alguno de los soles que impedían que su esfera pudiese contemplarse intacta y completa en el nocturno cielo.
A pesar de que las percepciones visuales se reducían considerablemente, ello no me impedía disfrutar de la oscura travesía. Sentir el tacto de la brisa en el rostro o el manto estelar como gran telón sólo resultaba una parte. Los olores, tan restringidos tras las murallas perpetuamente verdes del bosque, se prodigaban por el valle con gran profusión deleitando a un olfato, éste, el mío, no demasiado fino, pero sí muy agradecido. Aunque, ante todo, resultaban los sonidos de la noche los que me fascinaban. Poder volver a escuchar el inalterable silencio roto por los cantos de los animales que vagaban, como nosotros, en las horas del sueño, los sonidos, en fin de las criaturas vivas, tan añoradas en el lugar del que veníamos, volvían a cargar a la noche de esa antigua magia perdida.
Poco a poco empezamos a notar que el terreno se elevaba conforme se endurecía y dificultaba en una proporción progresiva e imparable. En un punto, no mucho más distinto a cualquier otro, desmontamos y nos establecimos. Yo estaba allí, al pie de un alto desfiladero que apenas se me dibujaba a los ojos divisando sobre mí la mutilada silueta de Kallah sentada sobre su lecho oscuro salpicado de estrellas. Al frente, los puntos de luz de las hogueras que ardían en Plasa, bajo nuestros pies, apenas a varios disparos de flecha. Sentí la emoción del primerizo que contempla a su dama desprenderse de las ropas por primera vez. En ese instante no quise imaginarme por qué yo debía estar en ese lugar, en aquellos precisos momentos.
Akkôlom habría vuelto aquella pasada tarde a reunirse con algunos de los jóvenes que integraban nuestro grupo. Fue abajo, en tierra firme. Allí sorprendió a la mayoría de ellos mientras disponían a los caballos para la inminente partida, asegurando las cinchas y correajes y ultimando los preparativos. El primer ocaso estaba cerca, la luz comenzaba a menguar casi por instantes y pronto partiríamos. Yo no me encontraba con ellos aún. No supe de esta conversación hasta mucho más tarde, cuando los eventos que acontecerían casi borraron de la memoria los días que ahora les narro.
El mutilado elfo saludó a los jóvenes, aún con la mirada perdida en el interior de su cabeza, dando fin a unas cavilaciones que tal vez se prolongaron desde nuestro anterior encuentro. Allí se encontraba Alann, quien apoyado contra un árbol comía pequeños puñados de semillas tostadas de Arabuqo que cogía entre sus dedos. Akkôlom llegó hasta él. Robándoles algunos de los crujientes granos y se los echó a la boca.
—Tusala —llamó con cierto aire de descuido—. ¿Te importaría aguardar en el T’hëllymê en esta ocasión? —El chico levantó la cabeza y dejó de apretar las correas de su silla, algo confundido.
—Sí claro, Akkôlom... no hay ningún problema —afirmó sincero. El resto del grupo cesó la actividad poco a poco ante la conversación. Hubo un cruce de miradas expectantes entre los jóvenes que el arquero no llegó a apreciar pues sus ojos volvían a perderse de nuevo en insondables distancias.
—Gracias —dijo mientras vaciaba otra vez algunas semillas en su boca.
—¿Iremos sólo diez, esta vez? —preguntó otro de los jóvenes.
—No, nada de eso —contestó muy seguro el elfo—. He pensado que el muchacho nos acompañe.
La noticia suscitó expectación y el cruce de miradas retornó esta vez con extrañeza en las pupilas.
—¿Alguna objeción? —preguntó. Todo el mundo evitó mirarle a la cara pero contestaron con una leve negación de la cabeza—. ¿Forja? ¿Quieres decirme algo? —Ella ni siquiera había mostrado algún signo de conformidad. Se limitaba a proseguir sus tareas—. ¡Forja!
Al fin, indecisa, miró a su alrededor y tras dudar un instante se aproximó al elfo con la intención de hablar con él en privado. Antes, Akkôlom se había asegurado de coger suficientes granos de Arabuqo de la bolsa de Alann.
—No quisiera dudar de tus intenciones —se sinceró la mestiza—, pero pensé que debíamos enseñarle los T’halla’vy, las rutas. Que estaba aquí para empezar a familiarizarse con la organización. No hablamos nada de que nos acompañara al asalto. Ese chico apenas sabe cabalgar. Con suerte sostiene su arma entre las dos manos y jamás ha tocado una flecha. ¿Por qué razón tiene que venir él cuando puede hacerlo alguien más capacitado?