—Batidores mercenarios. Buscamos un oso herido. Grande, muy grande —describió Akkôlom con amplios gestos grandilocuentes—. En los últimos días ha estado comiendo ganado en las cercanías. ¿Tenéis noticias de ataques al ganado por aquí? Se ha vuelto muy fiero últimamente.
El jinete nos respondió sin dejar de escrutarnos desde su montura con una rotunda negativa y guardó silencio. Sólo lo rompía el sonido de la lluvia y el hostigante ladrido de los perros. Con un gesto se interesó por mí.
—Es nuestro trampero. Mediano. Muy hábil—. El orco que sostenía a los perros tuvo que retener las riendas para controlar y calmar un poco a los animales. La lluvia azotaba las espaldas como si toda el agua de los mares cayese a plomo desde el cielo. El jinete extendió su brazo señalando la dirección de la aldea. Aunque no dijo palabra todos comprendimos lo que nos invitaba a hacer.
—Bueno… deberíamos continuar nuestro camino antes de que esta lluvia borre las huellas que hemos venido siguiendo—. Pero el orco reiteró su oferta con el mismo ímpetu que una amenaza. Los perros no bajaban la guardia tampoco y el resto de los orcos empezaba a dar muestras de falta de paciencia. El marcado sonrió desde el interior de su mojada capucha.
—Está bien, sí, quizá sea buena idea pasar el resto de la tormenta bajo techo. Supongo que ese oso tampoco se moverá con la que está cayendo—. Y dicho esto, nos obligó a girarnos hacia las construcciones de Plasa.
—Por los demonios del Pozo, todo se complica —dijo mientras emprendía la marcha—. Esto nos obliga a extremar las precauciones.
—Maldita sea, maldita sea —repetía la joven. Yo me sentía terriblemente culpable.
—Intentaremos cruzar la ciudadela hasta el otro extremo y alcanzar la ruta que sale de la ciudad hacia el otro lado del valle. Si lo conseguimos, regresar al bosque por el otro extremo solo será cuestión de tiempo —comentaba el ciclópeo elfo—. Los orcos son suspicaces por naturaleza, pero no muy listos. Será mejor no provocarles más. Con esos perros pueden decidir rastrearnos y todo se hará más difícil. Si ello es aún posible —añadió lanzándome una mirara represiva.
—No levantes la vista, Jyaër —me aleccionó completando sus palabras obligándome a bajar la mirada con un golpe—. Forja: nosotros debemos mostrarnos aguerridos y orgullosos o levantaremos sospechas.
—Los Dioses nos amparen —suplicó aquella tras un largo suspiro sin poder ocultar su temor.
Apenas si me atrevía a mirar mis botas por entre la estrecha franja difusa luz que penetraba a través del embozo, una vez nos internamos en la aldea. Mi corazón estallaba golpeando la carne a un ritmo furioso y temí que alguien pudiera percibir sus rudas embestidas. Los sonidos y el penetrante olor a orco que flotaba en el ambiente bastaba para desanimarme de alzar la cabeza. Muchas de las antiguas viviendas todavía se mantenían en pie aunque no eran si no ruinas. Reliquias agujereadas y vacías de un pasado que parecía remoto. Lugar ahora para ratas y suciedad, aunque la mayoría seguían siendo utilizadas. No había orcos deambulando por las calles. El agua les había hecho buscar cubierto. Akkôlom miraba desafiante las pocas bestias que por allí se dejaban ver, observando asombrados al trío que caminaba sin pudor por las embarradas calles de la aldea. No resultaban una guarnición numerosa, pero sin duda insuperable para sólo una pareja de espadas.
Un olor rancio envolvía la atmósfera y no resultaba tan sólo los efluvios corporales de los orcos. Estos se mezclaban con otros desagradables vapores que la lluvia animaba a salir creando un clima denso y mareante. Allí se respiraba el grueso aroma del deterioro, la decadencia. Ideas vagas que allí cobraban un cuerpo y olor inconfundible.
Forja sentía su pecho a velocidad de vértigo, bombeando sangre con una presión capaz de hacer reventar sus venas. El sudor, fruto de la angustia y el incierto destino bañaba frente, cuello y piernas, aunque ella pretendiera parecer la guerrera más feroz de todas las tierras al este del Ducado de Dáhnover.
—Nos siguen —anunció Forja nerviosa después de lanzar una mirada furibunda a sus espaldas y comprobar que aquella patrulla les seguía el paso sin perderles de vista.
—¿Qué esperabas? Maldición —manifestó en un susurro el veterano elfo con sequedad—. Nos obligan a dar un nuevo giro.
Una de las construcciones parecía ser una vieja posada y por las luces y el bullicio de su interior probablemente seguía siendo utilizada para tal cometido.
—Entraremos en la fonda. Eso debería relajarles. Haremos como que bebemos algo y saldremos de nuevo. Los orcos no tienen por qué molestarnos si no les damos motivos. No debería resultarles extraño encontrar mestizos montaraces por las cercanías.
—¿No debería? —Con aquella expresión, la joven no parecía muy convencida.
—Estamos en su territorio. Podría pasar cualquier cosa. ¿Te deben favores a los dioses, Forja? Porque este sería un buen momento para pedirles cuentas.
—¿Hacia dónde vamos? —Pregunté, recobrando el paso, trastabillado y a punto perdido en tan repentino cambio de tercio.
—A la taberna —contestó el elfo—. El asunto se complica… otra vez.
A la taberna
, escuché repetir en un susurro a la joven medioelfa tragando saliva. Justo aguardando en la puerta se apoyaban en la pared de madera las espaldas gruesas y deformes de tres orcos corpulentos que, resguardados de la lluvia bajo el porche, no dejaban de empalarnos con sus miradas salvajes. Mi reducido campo de visión no me permitía verles sus caras porcinas ni sus temibles colmillos asomando de sus mandíbulas. Sin embargo, acaso disfrutaba de una escena aún más espeluznante, pues era partícipe de los salvajes y mellados aceros de sus espadas, hachas y mazas que descansaban a sus pies.
—No respondáis a ninguna de sus provocaciones. Sean del tipo que sean —fue lo último que escuché decir al veterano arquero justo antes de saldar el pequeño desnivel del porche que daba acceso al desvencijado lugar. Y la puerta se cruzó sin que aquellas tres bestias hiciesen otra cosa que tratar de intimidarnos con sus pupilas. El umbral, como una frontera física entre dos mundos antagónicos daba paso a un interior desigualmente iluminado y denso. Lo taladraba una algarabía ronca y desmedida que al pronto cesaba como un eco que se agota en la distancia. Un fuerte olor cargado, mezcla de licores baratos y vapores corporales, apelmazaba la estancia. Aquél, pronto acudió a darnos la bienvenida, golpeando mi torpe olfato como armado con un martillo de piedra, hasta el punto de pensar que me flaquearían las rodillas.
Habíamos quedado quietos al franquear la puerta sintiendo como las ásperas gargantas cesaban de emitir sonidos y callaban poco a poco hasta casi poder escuchar el revolotear de las numerosas moscas que poblaban el lugar. La mayoría del espacio se encontraba atestado de orcos que habían acabado allí resguardándose del agua. Sólo un puñado de sillas desvencijadas alrededor de unas mesas se perdían por entre los rincones más alejados y oscuros del reducido espacio. Otras, sencillamente desparramadas por doquier. Nadie ocupaba las mesas, aunque en una de ellas podía adivinarse que había sido recientemente utilizada a juzgar por las jarras que sembraban su tosca superficie. Algo más al fondo, apenas visible, una sombra que resultaría difícilmente identificable parecía sentarse la más alejada de las mesas. Desde allí, desde el celo que le procuraba el manto de oscuridad, sentíamos también el brillo de sus ojos. el peso de una mirada mucho más fuerte e intensa que la asediantes pupilas de los orcos.
Ningún soldado negro se hallaba aquí. El lugar resultaba el corral de diversión de orcos y goblins. Ningún acorazado siervo de Kallah se dignaría a compartir espacio y vino con tan desagradable compañía. Así enmascaraban los celosos hijos de la Señora Oscura su temor a los poderosos vástagos de Morkkos y las numerosas Huestes de Saa’livvaan
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. Algo más de una docena de estas temibles criaturas y un puñado de goblins se repartían por el suelo del local donde hasta entonces bebían y chillaban a su antojo. Sus armas, de las que rara vez se desprendían, yacían junto a ellos, luciendo temibles sus exageradas formas y haciendo regresar a mi memoria malos recuerdos y oscuras pesadillas en la noche. La atmósfera resultaba irrespirable. El miedo casi podía verse y palparse.
Inspirando con decisión, Akkôlom fue el primero en dirigirse a la barra seguido por nuestros pasos indecisos. Tras ella, un grueso orco despachaba las bebidas. Él sabía perfectamente que a pesar de ser utilizadas por los orcos como garitos de diversión, pocos eran en realidad los que preferían quedarse entre las cuatro paredes del recinto sino fuera por que la lluvia incesante se lo impedía. La mayoría optaba por sacar el licor fuera de allí y dar buena cuenta de él en escandalosas reuniones alrededor de enormes hogueras. Así, en otras ciudades las posadas aún continuaban sirviendo de lugares de reunión entre viajeros. Comerciantes, mercenarios que viajaban vendiendo sus productos o sus habilidades a los oscuros sicarios de la Diosa.
En aquel instante, apenas nos habíamos dispuesto frente a la barra, el ocupante de la última mesa retiró su silla con una lentitud casi deleitosa haciendo emitir a las maderas un crujido prolongado. Aquellos de nosotros que miraron de reojo vieron alzarse a una criatura gigantesca, al menos dos veces, quizá tres, la estatura de un orco. Pronto las miradas volvieron a esquivarla, temiendo provocarle si era enemigo. Sentimos sus pasos sordos y potentes, lentos, como las horas de agonía, acercarse tras nuestras espaldas, percibiendo, sin verle, su enorme estatura. Dejamos de respirar. Casi por temor, hasta los corazones nos dejaron de bombear el líquido de la vida. Pero de la misma forma que se acercó, continuó su caminar hasta la puerta de salida sin prestarnos mucha más intención. Quienes le observaron salir vieron una figura colosal, que casi parecía rozar los maderos del techo y hubo de agacharse para poder pasar el dintel de la puerta. De espaldas, aquella silueta ancha y corpulenta aunque acaso nadie supo descubrir si armada o indefensa, era acompañada por un animal que caminaba a cuatro patas. Era demasiado grande para ser un perro, pero solo quizá. Abandonaba la taberna envuelto en una capa gruesa y oscura que hacía imprecisa su impresionante figura.
Akkôlom no aguardó más y pidió bebida al renqueante orco que se aproximaba de mala gana y con una expresión sardónica en el rostro.
—Jaaba
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—respondió el grasiento mesonero secamente a la petición del elfo. Aquel cabeceó afirmativamente tratando de no desvelar mucho de su cubierto rostro. El orco nos puso delante tres jarras de un espeso líquido de color marronáceo que olía como si ya hubiese salido de las tripas de alguien. Y se quedó para observar nuestra reacción.
—No lo penséis. Bebed. Que parezca que lo habéis bebido siempre —nos susurró con tono firme.
Sirvió de algo, aunque no resultó ni mucho menos suficiente. Con el pulso tembloroso agarramos las jarras y bebimos de aquel líquido que rebosaba los bordes del vaso comenzando a notar movimiento de sombras detrás de nosotros. La clientela comenzaba a centrase en nosotros. La tensión subía por momentos.
¡Santo Cielo, jamás había bebido nada más nauseabundo que aquello! Ignoro qué fuerza oculta me hizo poder encontrar el valor necesario para tragarlo, quizá fue el miedo, pues tan poderoso es y cosas tan extrañas nos obliga a hacer bajo su mando. Akkôlom también lo bebió, aunque él sin queja alguna. Pero Forja, actuando realmente como el desagradable licor merecía, escupió su bocanada sobre los maderos de la barra en una sonora arcada. Quizá la natural reacción de la chica no tuviera nada que ver, pero lo cierto es que unas sombras oscurecieron entonces el poco reflejo que llegaba hasta nosotros. Los orcos comenzaban a situarse a nuestras espaldas entre amenazadores murmullos guturales. El angustioso calor del miedo invadió mi cuerpo en una oleada imparable.
Una figura pequeña, como la de un niño de unos seis u ocho años, se encaramó hasta la barra junto a mí y se puso de pié sobre ella. Era uno de los goblins que habitaban aquel lugar. Akkôlom sintió la húmeda calidez de un aliento golpear en los cabellos que cubrían su nuca y los vapores intestinales de su portador provocaron las nauseas en sus entrañas. Aunque el apestoso hedor llegó hasta mí, el arquero apenas si se movió.
Un estrepitoso e inesperado crujido machacó las maderas junto a él provocando el sobresalto en nosotros. No necesitamos mirar para saber que el orco había incrustado la hoja de su hacha sobre las maderas de la barra a pocos centímetros de la cabeza del elfo. Aunque sudoroso, Akkôlom tampoco mostró sentirse intimidado ante la presencia del acero ni de la acosadora mirada de quien hasta entonces lo había empuñado. Sus ojos observaron al marchito varón con detenimiento mientras la sensación de presencia a nuestra espalda se multiplicaba. Más orcos se agolpaban tras nosotros estrechando el círculo. El goblin, protegido por una cota de cuero y por anillas de metal que resonaban en sus tobillos se paseó sin pudor ante nuestras caras, mostrando deliberadamente el punzante acero de su mohoso cuchillo mientras dejaba escapar una risita chillona y desagradable.
—Elfo... elfo... —escuché cómo árida voz del orco que ahora se había situado junto a Akkôlom le hablaba en un susurrante y amenazador tono—. Carne blanca y blanda... elfo.
Otro goblin subió a la barra acompañando con su risa a la del primero y algunas manos de orco comenzaban a tocar el pelo de la joven y acercarse peligrosamente a mi rostro. El mesonero parecía divertido con aquella situación.
—A los elfos no les gusta el Jaaba ¿Verdad? —Akkôlom actuaba como si no le escuchase—. ¿Y qué desean beber los elfos? —bramó elevando la voz poderosamente y soltando una asquerosa lluvia de saliva con sus palabras—. Forja parecía más inquieta que el templado arquero. Aquél se permitió el lujo de beber otro trago de la repugnante bebida—. ¡Eh, Marcado! ¡El elfo es un Marcado! —clamó a la concurrencia que cada vez nos palpaba con menos temor—. ¡Seguro que su cara ya sabe qué es luchar con hierro hermano! —y el resto estalló en grotescas carcajadas. Uno de los goblins pareció interesarse deliberadamente por mí mientras que el otro se divertía en fastidiar a la chica. Comenzó a darme pequeños pinchazos con su cuchillo en mi mano, mientras se reía y olisqueaba como si acaso pudiera yo oler peor que él. Luego intentaba mirar por debajo de mi embozo, cosa que traté de evitar a toda costa. Eso si pareció preocupar a nuestro compañero.