—¿Estás seguro? ¿Seguro que no ves nada?
—Y tan seguro—. Odín giró sus ojos para descubrir que Alex empezaba a ponerse nervioso. Nada, ni un sonido, ni un reflejo, ni un movimiento. Nada. Parecía que se los hubiera tragado la tierra—. Se han esfumado ¡Pouff! Evaporado.
Alex evitó la mirada, tornó sus ojos a las sombras del exterior intentando desechar la idea de que les hubieran engañado. Se empeñaba con todas sus fuerzas en seguir creyéndoles.
—Ya os dije que no vendrían —sonó la inconfundible voz de Falo. Aquello terminó por exasperarle.
—¡Oh, cállate ¿Quieres?! —le espetó—. ¡Bastantes problemas tenemos sin tu ayuda! —Falo sonrió con sorna, pero no pronunció ningún otro comentario.
—Vendrán, vendrán —repetía el chico de los cabellos cremosos. Era más un intento de convencerse a sí mismo que de tratar de inspirarnos la confianza a nosotros. Odín movió sus pupilas de las tinieblas del exterior a las que se adueñaban de la jaula. En ese recorrido divisó los barrotes de la puerta balanceándose débilmente por el leve soplo del viento. Aquello le hizo abrazar una idea que tal vez antes había quedado relegada.
—¿Y si probamos a salir nosotros? —Comentó, obligando a la mayoría a centrarle la atención—. Ellos dejaron la puerta abierta—. Se hizo un silencio incómodo. Todos los ojos se fueron a aquella puerta entrecerrada y la posibilidad de huir por nuestros propios medios se hizo tangible por primera vez.
—Podría ser peligroso. Ya has visto lo que ha dicho ese tipo. Parecía hablar en serio.
Claudia mantenía la profunda oscuridad de sus iris fija en la noche y en todas las vagas formas que se hacían imprecisas bajo su manto. Buscaba ese movimiento inadvertido, ese sonido solitario que revelara a los misteriosos hombres de pupilas llameantes. Al contrario de lo que Alexis quería hacer creer, Claudia no sólo estaba segura de que los chicos volverían. Sabía, con la misma seguridad con la que se sabe que un día dejaremos el mundo, que estaban allí, cerca, y que tarde o temprano se delatarían. Por eso tampoco prestaba demasiada atención a la conversación que estaba teniendo lugar a sus espaldas en la que el resto de nosotros ya buscaba una vía alternativa de huída. Sus ojos persistían en la búsqueda, rastreando las oscuras simientes de la noche. Entonces, como el rastro etéreo de un fantasma que tan pronto surge a la vista, desaparece, un brillo fugaz y extraño parpadeó en su retina seguido de un difuso movimiento. Los ojos de la chica se abrieron de par en par y la alegría embargó su cuerpo.
—¡¡Ahí están!! —exclamó alzando considerablemente la voz. Falo se incorporó sorprendido como si hubiera sido imposible que alguien pronunciara aquellas palabras—. ¡Ahí están! —repitió en un susurro tratando de enmendar el error e invitándonos enérgicamente con el brazo a acercarnos.
Nosotros nos giramos sorprendidos dejando a medias nuestra conversación y nos apiñamos en los barrotes cerca de la joven que no había vuelto aún los ojos de donde los mantenía clavados.
—¿Dónde? —le susurró algo más ronco Alexis que, al igual que nosotros, no advertía nada desacorde en el negro paisaje. Claudia señaló con su dedo extendido hacia las sombras un punto en la noche.
—Allí, entre los caballos y las primeras rocas —nuestros ojos se dirigieron sin poder evitarlo hacia aquella localización sin que ninguno distinguiera de entre la oscuridad algo digno de mención. Los brumosos perfiles de los caballos, acariciados tenuemente por la palpitante luz del círculo de antorchas, apenas si se distinguían. Menos aún las piedras a las que la luminosidad del campamento ya apenas visitaba.
—¿Estás segura? Yo no veo nada.
—Estoy segura.
—Ha podido ser un reflejo.
—Los he visto, estoy segura.
La noche no deparaba nada nuevo. Desde la peña alzada donde se apostaba no se atisbaba nada que pudiera intranquilizar al resto del campamento. Los animales no se acercarían a la luz, pero nunca se sabe. Siempre es mejor estar alerta.
La uña curva y larga de su pulgar continuaba escarbando sin tregua entre sus dientes, en busca del fastidioso trozo de comida que había quedado atrapado por entre aquellas desmesuradas y amarillentas piezas. Dejó la lanza junto a él y tomó un cuchillo de gruesa y oxidada hoja con el que también se apresuró a raspar. Al fin, un trozo cartilaginoso se soltó de su presa y quedó adherido a su uña. El orco miró embobado el colgajo húmedo un instante, antes de echárselo a la boca de nuevo. Todo parecía en calma. Tanta calma lo aburría, lo aburría fastidiosamente, tanto que le obligó a abrir sus fauces en toda su dimensión para bostezar. Al abrir los ojos, lo único que llegó a ver se reducía a una borrosa forma frente a él antes de que, tras el silbante sonido que sesga el aire, una hoja de acero enviase su cabeza a la profundidad de las tinieblas.
—¡¿Un ruido?! —Con un espasmódico movimiento otro orco se liberó de las asediantes garras del sueño que le atacaba durante aquella pesada guardia. Su cuerpo se tambaleo con brusquedad al fallarle el apoyo de su lanza.
—¡Un ruido! ¿Serán luhard
[ 19 ]
? —En su cabeza todo trataba de ponerse en orden lo antes posible. Agarró el mástil de su lanza por instinto y trazó un arco con su vista. No reparó en nada extraño en la primera pasada. Hubo de ser en la segunda cuando, alarmado se dio cuenta de que faltaban sus dos compañeros. Aquellos que debían estar montando guardia con él. Pesadamente alzó su enorme corpachón abarrotado de armadura y pieles con su lanza en ristre. La noche estaba tranquila pero no era normal que los centinelas no estuvieran en su puesto. Un sonido mortal se abalanzó hacia él como el ataque de una sierpe, erizándole los cabellos. Sólo tuvo ocasión de girarse hacia aquella dirección para encontrarse de cara con él. Un golpe terrible impactó en su traquea. Le siguió un dolor inhumano y una asfixiante sensación de ahogo. La vista se le nublaba por momentos y cada vez perdía más el control de sus músculos. Sus manos aferraron su garganta de la que sobresalía un asta delgada de madera y un líquido espeso y caliente se derramó por entre sus dedos. ¡Su propia sangre! La misma sangre que saboreaban desde atrás los afilados centímetros de acero que habían traspasado su carne y asomaban tras su cuello. La bandera de plumas grises que ondeaba frente a sus ojos fue la última imagen que contempló antes de que su cuerpo se desplomara desde su cima. Cayó como el pesado plomo al suelo con un ruido seco y sordo.
Una hoja de acero bañada en sangre emitió un fulgor al encontrarse con un rayo de luna... Unos ojos verdes inundados de rabia contemplaron el campamento dormido y ausente.
—Dulces sueños —pensó.
Gharin le hizo la señal. Comenzaba la pesadilla.
—¡Se han detenido! ¡¡Al fin!! Parece que han parado—. Paulatinamente pero con cierta brusquedad todos los sonidos de lucha, golpes y aullidos de dolor que habían dominado los últimos instantes terminaron desvaneciéndose disueltos en el viento. Con ellos se disipaban unos angustiosos momentos, probablemente, los más terribles de nuestra aún corta existencia. Sin atender a imágenes, sólo siendo testigos de la cruel sinfonía de sonidos de la muerte, aquellos cinco interminables minutos nos habían regalado el concierto más espeluznante de alaridos y gritos capaces de imaginar. Aquellas bestias chillaban como los cerdos en manos del matarife. Sus desgarrados gritos aún resonaban en nuestras cabezas. La experiencia fue terrible.
Alex se volvió hacia nosotros después de darnos la noticia, tenía el rostro desencajado por la tensión. El corazón le palpitaba dolorosamente.
—Ya no oigo a... los bichos esos —nos indicó esperanzado—. ¿eso es que… que ya... están... todos...?
—Dios Santo... ¡los han matado!
—Mejor a ellos que a nosotros —escupió Falo.
No tardamos en descubrir una figura que surgía de entre los brumosos cuerpos de los caballos, haciéndose visible conforme la difusa luz parpadeaba su silueta. Unos inconfundibles bucles dorados nos advirtieron que se trataba de Gharin. Traía a los caballos con él, sujetando todas las bridas y tirando de los animales obligándolos a avanzar tras sus pasos. Debimos quedar absortos contemplándole. Supongo que hubo de ser por su manera de caminar. Ninguno de nosotros reparó en que Allwënn había llegado por el extremo opuesto.
—Todo ha terminado. Lamento los gritos —anunció, con el tono cálido de su voz, sobresaltándonos al no esperarle. Falo casi se muere del susto.
Allwënn traía la cara cubierta de sangre, una sangre espesa y negruzca que despedía un olor penetrante. Se frotó los ojos revelando que el espeso fluido vital empapaba sus brazos hasta los codos. También había grandes salpicaduras sobre su amplio torso. Se nos erizó el cabello al imaginar la carnicería brutal que había resultado aquella lucha. Su rostro no parecía muy alterado por lo que se había visto obligado a hacer. De hecho parecía asombrosamente entero. Esperó con aire abatido, como quien regresa agotado del trabajo, a que Gharin trajese los corceles ignorando la tormenta de preguntas que le dirigíamos desde el interior de la celda. Mandó a su compañero atar los caballos a la parte trasera de la carreta y añadió un par de comentarios más cuyo significado no supimos relacionar. Después se volvió a nosotros y nos aconsejó dormir.
—Nosotros sacaremos este cacharro mohoso fuera de los Páramos—. Antes de que pudiéramos articular una palabra el misterioso muchacho se dio la vuelta y desapareció de nuestra vista.
Quedamos estupefactos. Pero, de nuevo sin tiempo para la reacción, sus rasgos curtidos y sucios volvieron a dejarse ver por entre los barrotes que nos aprisionaban.
—Esto es para vosotros—. De su mano ensangrentada surgió un amasijo de metal tintineante que golpeó los barrotes colándose entre ellos y quedando retorcido ante nosotros. Todas las miradas convergieron allí durante un segundo, en la naturaleza oxidada del metal. Se trataba de un gran aro de hierro del que pendían varias llaves enormes y pesadas.
—Son las llaves de vuestros grilletes—. Alzamos la cabeza y el chico estaba ahí, con sus ojos brillantes tras las rejas. Sus orbes de esmeralda se volcaron un instante sobre Falo con un desprecio manifiesto en cada centímetro de ellos. Casi de inmediato volvieron a nosotros—. Por si decidís hacer vuestros propios planes.
«¡Oh, Garrel, mi buen amado!
Recuerdo aquellos días claros de la estación de Alda
Cuando éramos apenas dos desconocidos
Jugando a conocerse entre susurros y cantos».
Galmdor de Tyrice.
Los Cantares de Orhíspide.
La luz solar acariciaba con su cálido abrazo el interior de la carreta...
Sus haces templados bañaban los helados barrotes de nuestra prisión. Había amanecido. Ambos soles habían desprendido sus galas e iluminaban todos los ornamentos de la tierra que en la noche permanecieron ocultos y en letargo.
Claudia sintió cómo el incómodo calor del alba la iba llamando a voces a la conciencia, mientras aquel roce cálido activaba todas las células de su cuerpo y la devolvía dolorosamente a la vida. Poco a poco el dolor venció al sueño y sus párpados se abrieron, volviendo a cerrarse de inmediato por el repentino torrente de luz que inundó sus ojos. Cuando al fin sus pupilas se acostumbraron a la luminosidad existente, la joven pudo apreciar un paraje bien distinto al que habían dejado de madrugada.
Por desgracia, no había sido ningún sueño. Claudia tenía la esperanza de levantarse en su mullida cama y que todo lo vivido en aquella jornada no fuese sino el febril producto de un sueño intranquilo. Pero no había sido así. Seguían allí, en aquella jaula, en aquel extraño mundo. Y las contusiones que tenía por todo su cuerpo eran la prueba irrefutable de aquella verdad dolorosa.
Ya no se movían. Sin embargo la carreta estaba ahora inserta en un paraje verde y lleno de vegetación. Tras las rejas de hierro que delimitaban la celda se contemplaba un bosque de recios y jóvenes árboles y exquisito verdor. Los soles inundaban con fuerza el hermoso lugar, irrumpiendo en haces de luz entre los huecos de los troncos. Atravesaban del entramado de ramas y hojas y se colaban también por entre las oxidadas barras de metal que nos aprisionaban. El lugar parecía tener una belleza particular, quizá no tanto por un especial colorido, sino porque en contraste con el árido y desértico entorno del Páramo, este lugar hervía de vitalidad. El calor de la mañana parecía influir directamente en las criaturas que lo poblaban. Sin necesidad de afinar el oído podía advertirse el frenético y polifónico canto de distintos pájaros. Otros bellos sonidos de la naturaleza, cantos alegres que animaban el espíritu y devolvían la sonrisa. Aquel claro del bosque poseía gran cantidad de flores aromáticas cuyas fragancias, al mezclarse con los olores de la madera y la resina, formaban un delicioso perfume de monte. Una brisa mañanera agitaba las hojas verdes de los árboles componiendo una graciosa melodía.
La chica se había incorporado y admiraba el hermoso lugar sin salir de la carreta. No estaba ni mucho menos descansada. Los músculos le punzaban como si llevase media vida en aquella incómoda postura sobre la dura superficie de madera de la carreta. Sin embargo, tenía la sensación de haber dormido varios días con sus noches aunque en un sueño agitado e intranquila, como en un prolongado duermevela. De entre los deliciosos aromas que la brisa le traía, uno en particular logró hacerle centrar la atención: el inconfundible olor a carne asada. Su estómago comenzó a rugir nada más conocer la identidad del olor. Salió de la carreta con el cuello aún protestándole a la altura de sus cervicales. Miró por las proximidades con los ojos entornados por la brillante luminosidad y no tardó en descubrir restos de un par de fogatas. En una de ellas se encontraba ya despierto dándole la espalda, su corpulento amigo. Sobre las brasas había un luengo espetón de madera y trinchado en él varias piezas de carne de gran tamaño. La superficie tostada le advertía que estaban en su punto y parecía llamarla con más insistencia que el famoso pastel de Alicia. Odín ya se había levantado y se encontraba cerca de aquellas brasas, mirándolas como si hubiesen aparecido de la nada.
—Hummm, comida —Odín se volvió raudo, pero sabía que aquella suave voz sólo podía ser de una persona. Claudia esbozó una sonrisa y no tardó en bostezar de nuevo. Tenía su oscura mata de pelo despeinada y sus ojos aún guardaban reminiscencias del sueño, apareciendo medio hinchados y entreabiertos.