—¡Oye, chico! Tus bravatas no asustan a nadie. Así que cállate o vas a estropearlo todo—. Gharin volvió a centrar su atención en lo que Allwënn le decía sin esperar la más que probable respuesta del adolescente.
—¿Crees que funcionará? —Preguntaba, contemplando a su amigo examinar el arma.
—Sí —dijo aquél con evidente convicción—. Me has visto conseguir cosas más complicadas.
—¡¡Eh vosotros!! ¡Sois muy machos atacando por la espalda! —Falo comenzó a aproximarse a la pareja con decisión. Sus gestos revelaban que venía buscando la pelea. Ellos, centrados en el hallazgo, parecían haberse olvidado de él y de sus amenazas. También del resto de los que estábamos allí.
El bronco adolescente llegó a su altura mordiéndose los labios como quien trata de contenerse y con los brazos en jarras apoyados en su cintura.
—¿Con quién creéis que estáis hablando, cabrones de mierda?- les gritó bajando la cabeza para chillarles casi al oído. Supimos que terminaría mal cuando vimos cómo aquellos dos sucios prisioneros se miraron ante la evidente provocación del chico. Gharin miraba a su socio fijamente, como queriendo estudiar las lecturas en sus pupilas. Como si con su mirada quisiera advertirle que no valía la pena el esfuerzo. El gesto de Allwënn, su respiración, delataba que se estaba cruzando una frontera peligrosa. La tirantez quedó flotando en el cargado ambiente. Durante unos instantes parecía que todo saltaría por los aires. Entonces, un nuevo gesto de su compañero le relajó. Falo lo interpretó como una retirada y forzó aún más.
—¡Que me estoy aguantando! —la expresión de su cara era de odio visceral —¡Que ya me estáis inflando! —y en esta ocasión empujó con su pierna al más moreno, que había regresado a la inspección de aquella afilada cuchilla. Ante el roce, se levantó como un resorte seguido de su compañero. Entonces fuimos testigos de una situación difícil de mostrar a la vaga luz de unas palabras.
Allwënn se volvió sobre sí con la mirada clavada en su objetivo, tan clavada que se diría que no miraba otra cosa. Su rostro era la viva expresión de la piedra. Era extraño, pero todo asomo de naturalidad se había borrado de sus facciones con una brusquedad inaudita. Sus ojos eran dos orbes fríos y malévolos, a sus rostros no asomaba ni el menor resquicio de emoción. Allwënn quedaba a escasos centímetros del crecido adolescente batallando en un duro duelo de miradas. Gharin parecía expectante. Había tanta concentración en aquel gesto que uno dudaba que fuera espontáneo o fruto del momento. Falo seguía siendo el más alto de los tres, apenas de la estatura del rubio muchacho, pero más hinchado que él. Sacaba casi una cabeza a su oponente inmediato. Pero allí, en pie, frente a frente, pudimos comprobar que aquél tenía un diámetro de torso que solo Odín podía superar. El de ojos verdes se crecía con aquella impávida mirada. En ese instante supe que las fuerzas estaban tan desequilibradas o más que contra alguno de aquellos orcos.
Allwënn bajó la mirada e hizo el amago de volver a sentarse. Gharin no movió un músculo pero Falo tomó aquella actitud como una clara señal de derrota. Había estado tensando la situación, tratando de comprobar hasta dónde llegarían aquellos dos. Quizá debió dejarlo en ese punto, pero le pudo la arrogancia.
—¡¡Que me mires, Hostia¡¡ —le gritó a su recio adversario y alargó sus brazos probablemente con la intención de girarlo por la fuerza. Pero aquellas manos nunca lograron alcanzar aquel cuerpo.
Sus movimientos fueron casi felinos. Todo ocurrió con una rapidez que no dejó tiempo para la reacción. Siempre pensé que de haber parpadeado en ese preciso instante es probable que jamás hubiese visto lo que vi. Aún así, aquellas expresiones tan poco humanas, aquellos movimientos tan precisos, tan certeros se grabarían en mi mente como si hubieran distado vidas entre ellos.
Con una rapidez y precisión más propia de animales de presa que de hombres, sus robustos brazos dieron caza y derribaron al pobre Falo antes de que fuese consciente de que la balanza había cambiado de dirección. Sin embargo, quien acabó sobre Falo no fue Allwënn, sino Gharin. Se interpuso en medio y evitó que su compañero rematara al caído con su brazo firme ante ambos. Jamás había visto nada igual. El muchacho volvió a morder el áspero piso de madera sin conocer de dónde venía la furia de su ataque. Sólo sabía que hacía unos segundos se encontraba en pie y que ahora no podía encontrar una parte de su cuerpo que no pareciera firmemente sujeta por una presión. Los ojos del chico bajaron su mirada todo lo que dieron de sí. Sin demasiada claridad, consiguieron apreciar una mancha brillante bajo su mandíbula. Si no se había resistido, no era por otro motivo sino el de saber que su propia navaja le amenazaba el cuello.
—No vuelvas a intentarlo, chico, porque no podré asegurarte que sigas con vida la próxima vez—. La voz de Gharin avanzó por sus oídos como el fluir de la sangre por una herida abierta. No le veía, el golpe le había nublado la vista, pero su voz sonaba como si tuviera al joven metido en sus oídos.
—¿Qué vas a hacer? ¿Matarme? —preguntó con la misma amargura de un reo—. ¿Con mi propia navaja?
—Yo no, en eso tienes suerte. Pero no le des motivos a mi amigo o podremos sacarte de esta jaula sin necesidad de abrir los barrotes. ¿Entiendes? Si eres listo sabrás lo cerca que has estado esta noche, muchacho—. A eso añadió—. Lo que este insignificante mondadientes puede hacer por nosotros no es acabar con tu fastidiosa existencia, aunque te empeñes en mostrar poco aprecio por tu vida, hijo. Sino abrir los grilletes y darnos la libertad.
—Son diez, doce quizá —comentaba Allwënn sin dejar de trabajar, con sus pupilas verdes puestas en el ojo de la cerradura en la que trasteaba. Mientras, su amigo se frotaba la zona de las muñecas que momentos antes había estado aprisionada por el oxidado metal de las cadenas—. Hay que eliminar a la mitad de ellos antes de que el resto reaccione, si no podríamos tener problemas.
La cerradura saltó y la puerta de la jaula se vio libre del cerrojo que la aseguraba. Asistimos con satisfacción a ese nuevo éxito del muchacho de negros cabellos. Con un débil chirrido, la portezuela de metal se abrió permitiéndonos admirar el paisaje sin la constante interrupción de los barrotes. Libertad, ¡Qué gran palabra! Cuánto valor le concede quien se ha visto privado de ella aunque sea por unas horas. Sentí un impulso irrefrenable por abandonar aquella apestosa y mugrienta jaula, que con la estimulante visión de su puerta abierta, parecía reducirse y estrecharse aún más entre sus barrotes, acentuando mi claustrofobia, pero...
Poco antes de probar fortuna con la puerta, la acerada punta del cuchillo había hurgado durante cinco minutos en los grilletes que les apresaban las manos, fallando en un par de ocasiones antes de conseguir doblegar el primero de ellos. Con una sonrisa de satisfacción, Allwënn nos miró con ese amago vanidoso que sube a todos cuando se consigue un reto. Aprisa pero cuidadoso de no hacer ruido, se desembarazó de sus grilletes y estiró sus brazos en toda su extensión, dominado en todo momento por su sonrisa de placer. Algo similar ocurrió cuando liberó a Gharin. Mucho menos tiempo gastó en vencer la seguridad de la puerta de la jaula. Pero a nosotros, nada.
—¡Eh! ¿Y nosotros? —exclamó sorprendido Alexis cuando se dio cuenta de que tenían la intención de marcharse sin librarnos siquiera de nuestras ataduras. Allwënn se volvió con gesto de que guardásemos silencio a un paso de cruzar el umbral de la libertad.
—Esto no va a ser divertido, chico —susurró—. Será mejor que os quedéis donde estáis. De hecho, y esto va por ti —añadió con acritud señalando a Falo—, solo tendremos esta oportunidad, así que si alguno sale de esta jaula y despierta a esos orcos que rece a sus dioses porque ninguno de nosotros llegue a contarlo. Si no lo matan ellos, disfrutaré como nunca arrancándole las tripas ¿Queda claro?
Antes de que ninguna réplica tuviera tiempo de formarse, Gharin añadió algo más a las secas palabras de su amigo.
—Si algo sale mal, simulad que aún dormís. Con un poco de suerte sólo nos ejecutarían a nosotros.
—¿Ejecutar? ¡Dios mío! ¿Por qué desde que estábamos aquí la palabra que más se repetía era la amenaza de muerte?-
—Volveremos —aseguró Gharin mientras su compañero desaparecía bajo las ruedas de madera de la carreta.
—¿Cómo sé que lo harás?- preguntó Claudia acercándose al rubio muchacho. Aquél posó sus ojos sobre ella y luego sobre los demás. Estábamos derrumbados, destrozados, sin más opción que la que ellos nos pudieran ofrecer. Sus ojos azules volvieron a la chica, pero esta vez cargados de una nostalgia amarga, rescatada de antiguas vivencias, de heridas cerradas y mal cicatrizadas que se vuelven a abrir por causa del destino.
—Te doy mi palabra —prometió, casi mordiéndose la lengua para no delatar sentimientos que, sin saber por qué, pugnaban por salir. Apenas se había dado la vuelta cuando una voz de desprecio se escuchó surgir de entre las sombras.
—Estos dos dan su palabra con mucha facilidad —masculló Falo rumiando aún su humillación—. Esta es la segunda vez que oigo la misma mierda. Me gustaría saber cuánto vale de verdad—. Gharin se volvió hacia la tenebrosa oscuridad que envolvía a Falo. Ninguno de nosotros podía apreciar su figura, pero parecía que sus espectrales pupilas la distinguían como si en el cielo aún reinase la luz del día. Al menos, esa volvió a ser la impresión de Falo.
—¡Vamos, Gharin! —El apremio susurrante de Allwënn obligó a su amigo a desviar su mirada de los ojos de Falo. El segundo de los misteriosos jóvenes desapareció también tras la línea de acero de la puerta como si la tierra misma se lo tragase.
—Esperemos que cumplan su palabra —suspiró Odín cuando la puerta volvió a cerrarse y quedamos solos.
—Lo harán —manifestó Claudia—. Lo he visto en sus ojos.
Pero Falo no tenía esa misma opinión...
—No estés tan segura —barbotó con desconfianza. Durante un intervalo de tiempo más largo del que imaginábamos tan sólo el silencio helado que traía el viento nos acompañaba. Sentimos la soledad y rezamos por que Falo no tuviese la razón.
Un par de brillantes ojos escudriñaban las sombras agazapados entre las recias ruedas de madera que sostenían la carreta. La hoguera era ahora un esqueleto informe de ramas secas tiznadas y humeantes. Sin embargo, el anillo de luz de varias antorchas colocadas por el perímetro seguía irradiando una claridad que bastaba para ahuyentar a las posibles fieras de estos dominios. Allí, los cuerpos yacentes e inmóviles de las bestias gruñían y roncaban entre sueños con todos sus pertrechos y armas junto a ellos.
—Quizá hagan toda la noche —comentó Gharin.
—Es posible —contestó su compañero que mantenía su vista fija en uno de los orcos que montaban guardia sobre el montículo de piedras—. Vamos a los caballos. Creo que ese está dormido—. Sin esperar siquiera una respuesta, Allwënn se arrojó a través de la noche y el polvoriento suelo en dirección a los animales. Gharin, no demasiado conforme, lanzó una nueva mirada al centinela pero no tuvo más opción que seguirle.
Había perdido de vista a su compañero. El rubio acababa de llegar junto a los corceles sin que nadie, aparentemente, hubiera sido testigo de ello. El olor de los animales era muy intenso y las estrellas se perdían a miles de kilómetros hacia arriba, en la negra cúpula del cielo.
—Allwënn, Allwënn —le llamó en susurros. Comenzó a internarse entre los animales cuando presintió que aquellos estaban empezando a inquietarse y dar bufidos—. Quieto, tranquilo chico, tranquilo —decía a los caballos mientras acariciaba sus lomos siempre con sus sentidos alerta y buscando a su compañero. Una mano le agarró por detrás tapándole la boca. Sin poder controlarlo le sobrevino el miedo aunque pronto reconoció a su agresor.
—Shhhhhh. Soy yo —confesó una voz susurrante que le era familiar. En breve la presa se suavizó y Gharin quedó libre—. Mira... —Allwënn extendió su mano con el dedo índice apuntando hacia las sombras—. Uno... dos... y tres—. Hasta tres guardias señaló en diferentes puntos de la zona, todos inmóviles en sus puestos—. ¿Puedes verlos? —Gharin cabeceó una afirmación—. Ahora ven, he encontrado nuestros caballos.
—¿Los has visto?
—Negativo—. Alex seguía rastreando la zona con la mirada. Todos lo hacíamos. Sólo Falo se mantenía aislado y ausente, desligado de nuestra preocupación. Él tenía muy claro lo que iba a suceder.
—No sé dónde se han metido —Alex contestó a Odín, quien le había formulado la pregunta, sin volver la vista de las oscuras profundidades que sondeaba
—Quizá aún estén bajo la carreta— pensó Claudia en voz alta acercándose hacia la pared de barrotes en la que se situaban sus amigos. El vikingo dirigió sus ojos hacia ella.
—Si han salido, lo han hecho como una exhalación —le comentó. La cara de la muchacha se hundió. La amarga advertencia de Falo se afianzaba conforme avanzaban los minutos sin que nada alterase el angustioso silencio.
—¿Ves algo?
—No —les contesté.
Una mano de piel lívida acarició la superficie labrada del arco. Sintió de nuevo ese contacto especial e íntimo que tanto tiempo llevaba acompañándole. Seguía allí, en el mismo lugar donde lo había dejado. Los orcos ni siquiera se habían tomado la molestia de cambiarlo de posición. Con precaución, lo descolgó de la funda que él mismo había fabricado para poderlo llevar en la silla de montar. Echó mano al carcaj que descansaba junto a él y lo anudó a su muslo. Sus dedos seleccionaron una flecha. Un pequeño asta de madera emplumada y mortal. Contempló su punta de aleación letal. El propio Allwënn la había diseñado para él. Mucho más destructiva que las tradicionales, más aerodinámica. Aquellos gramos de acero, aquella afilada forma, pronto mordería la carne del enemigo. Colocó el astil sobre la madera viva de su arco. Posó sus dedos afianzando el plumaje de la base entre el cordel. Respiró profundamente para conectar con el espíritu latente que dormía en aquella madera arqueada. Tensó el cordel. Aquel tendón crujió al sentirse estirado hasta que la punta mortal acarició la talla de la madera. Dirigió el proyectil listo hacia el peñón y seleccionó la primera víctima a la que apuntó con el dedo fatídico de la flecha.
—¿Estás listo? —La voz de Allwënn surgió unos segundos antes que su rostro por entre los cuerpos de los caballos. Gharin bajó el arma antes de mirarlo y admitir con la cabeza un gesto afirmativo.
Allwënn volvió a desaparecer por entre los animales. El semental que tenía ante él era un espécimen de blanco pelaje e inmaculadas crines, largas, como las lenguas de los grandes glaciares del Ycter. Cerca de su nevado lomo dormía arropada en la vaina de cuero y piel la afilada hoja de una espada. Contempló, muy despacio, lentamente, una a una, las runas que decoraban la engalanada superficie del cuero que la sostenía, volviendo a su memoria pasajes de lejanos días. Sólo una palabra visitó sus labios cuando su diestra aferró el decorado puño que enmangaba el mortal acero de aquella espada. Tiró de ella interrumpiendo aquel letargo inerte. Mostró su cuerpo desnudo a los ojos malignos de la luna que espiaba en silencio sobre él. Sólo una palabra. Y tenía nombre de mujer.