El enviado (35 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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El cabello de Gharin era rubio. Un brillante tono dorado que se clareaba u oscurecía en mechones según la incidencia del sol o la abundancia de sombras. Caía ensortijado en graciosos bucles y caracoles hasta la mitad de su espalda, en un corte triangular cuya punta marcaba la longitud máxima. La melena de Allwënn era un caudal de noche que se precipitaba hasta más allá de su cintura. Negro azabache como el pozo más hondo del Infierno, con ligeras ondulaciones y decorado con trenzas y colgantes. Su cabellera sería la envidia de cualquier mujer. ¡En ello estribaba realmente la semejanza! Eran cabellos demasiado hermosos para hombres incluso para una mujer. Poseían un brillo innato, una textura suave, esponjosa, delicada. Indicios deliberadamente femeninos. La idílica conjugación de sus rasgos, su belleza, también resultaba un nexo de unión entre ambos, de cuyas líneas habrían de destacarse los ojos. Eran orbes magnéticos, de tentadores reflejos, casi malignos. Azul como el mar los de uno. Verde esmeralda los del otro. Brillantes en las sombras como los de un gato y de trazo almendrado sobre su rostro. Sin embargo, un matiz diferenciaba las esferas de Allwënn que tal vez no se encontrase en las de su rubio amigo. La fiereza. Los ojos de Allwënn eran el espejo de su alma y decían de ella cosas que no podían verse en las pupilas de Gharin. Aquellos ojos marcaban su carisma. Y si podían ser tan dóciles como para enamorar a una mujer e incluso hacer sucumbir ante su encanto a un hombre, os aseguro que de la misma forma enrojecían hasta enloquecer y eran capaces de tornarse más fieros que un animal hambriento. Desde ese mismo instante hubiera apostado que su alma era capaz de esos mismos extremos.

Aún había algo más entre los dos jóvenes digno de ocupar unas líneas que matizaba su comportamiento y que tanto los alejaba de un hombre corriente. Podría decir, de un humano cualquiera. Se trata de sus gestos, sus movimientos. Sólo en su manera de caminar ya podría hacerse una idea de la sutileza y suavidad de aquellos rasgos, pero su gracia se extendía a las acciones más cotidianas del día. Andaban con paso liviano, elegante y que recordaba la misma gracia y suntuosidad de los pasos de un felino. Eran gatos; gráciles y airosos, ante cuyo caminar cualquier otro parecía torpe, pesado y vulgar.

—Parece que nuestros invitados ya se han levantado —observó con ironía Gharin deteniéndose ante la hoguera en brasas y los restos del pobre animal que nos había proporcionado el desayuno—. ¡Y por los ojos de Pétalo que teníais hambre!

Allwënn echó un vistazo de reojo a las sobras de carne y siguió hasta nosotros bajo nuestra inquisitiva mirada. Apartando su limpia hermosura, tan alejada de la mugre que les cubría hasta hacía unas horas, había otra cosa más que nos dejaba boquiabiertos.

Básicamente el joven de ojos verdes vestía unos calzones de cuero negro ajustados, ceñidos como una segunda piel a sus fornidos muslos. Unos pantalones que unían la parte delantera y posterior mediante una anudación cruzada que recorría los lados externos de ambas piernas y entre los que dejaban ver su piel tostada. Calzaba unas botas altas de buen material a las que había adosado unas grebas de metal que le protegían la pantorrilla subiendo varios centímetros de sus rodillas. Unas abrazaderas, también metálicas hacían lo propio con sus antebrazos. Mientras que su pecho y abdomen era cubierto por una cota trenzada de metal. Una malla que hacía también las veces de faldilla. Sobre ella, una especie de tela bordada y estrecha, a modo de sobrevesta, decoraba el frontal y la espalda, y caía besando en un roce el suelo. Aunque lo verdaderamente respetable pendía del grueso cinto de cuero en su talle: Una enorme espada bastarda de labrado puño de nácar.

Esta categoría de espadas, mezcla entre las hojas anchas y las de doble puño, son formidables armas de hoja recta y ancha con filo en ambos lados, del peso y las dimensiones cercanas a una espada de doble puño; es decir, preparada para ser blandida con ambas manos. Sin embargo, y aunque la mayoría de las bastardas tienen el mango diseñado para las dos manos, sus porteadores prefieren blandirlas a la diestra —es decir, con una sola mano— siendo, por tanto, unas de las armas más difíciles de dominar dado que requieren gran habilidad y sobre todo una dosis muy alta de fuerza.

Aquel singular vestuario que a primera vista resultaba similar a un disfraz carnavalesco, nos desconcertó e hizo que le mirásemos de forma un tanto obsesiva e inquisidora. Él pareció percatarse de ello y notamos que se sintió incómodo, pero silenció su queja sin dirigirnos el comentario. Delante de Alex, Allwënn dejó claro que no se trataba de un hombre muy alto. Sobrepasaba al músico en inapreciables escasos centímetros. Aún así, ante el chico dejaba más que patente una superioridad abismal. El joven de largos cabellos nos miró a todos con un rostro serio tardando unos segundos en dirigirnos la palabra.

—Bien. Confío en que os hayáis recuperado y podáis cabalgar—. El muchacho nos apartó con suavidad y encaminó sus pasos hacia su corcel, que resultó ser el de inmaculado pelaje, al que comenzó a sujetar a la silla un petate que transportaba—. Os podéis quedar con las monturas de los orcos. El olor acabará desapareciendo. Y también con sus armas. Gharin y yo no las necesitamos.

El mencionado amigo se cruzó ante nosotros. Él sí alzaba sus centímetros por encima de la cabeza de Alex al menos un palmo. Sus ropas resultaban más ligeras pero no menos vistosas. Sus pantalones bombachos poseían un llamativo color carmín y caían en grandes pliegues sobre la linde de sus altas botas de piel. Una camisa blanca de brocado con amplias mangas y escote grande seguía haciéndole el juego mientras se dejaban ver bajo una endurecida cota de cuero sobre la que lucía una colorista colección de colgantes y amuletos. En sus brazos había muñequeras de cuero. En su cinto también pendía una espada. Ésta, una espada ancha, de menor tamaño y peso que la de su amigo. Cuando estuvo junto a él, se agachó para recoger su arco, a nuestros pies, y atarse al muslo el carcaj de flechas.

—Os hemos dejado el resto de comida secándose en el ahumadero —anunció señalando con el dedo desde su posición curvada—. Tenéis provisiones para varios días. Para cuando se acaben ya habréis tenido ocasión de cobraros una nueva pieza con las lanzas de los orcos.

—¡¿Cazar?! ¡¿Con lanza?! —pensé —¡Vamos a morirnos de hambre!

Nosotros observábamos con cierta impotencia cómo los chicos preparaban sus monturas, aparejaban los caballos y levantaban el campamento ante nuestra estupefacta mirada. Teníamos la certeza de que pensaban irse. Irse sin nosotros. Sólo que quizá nadie se sentía con el suficiente coraje como para hacer la petición a viva voz.

Dejamos pasar que Allwënn subiese a su caballo, pero cuando Gharin colocó su bota sobre el estribo, Alex encontró el empuje necesario para hablar.

—¿Vais... a marcharos? —preguntó sujetándole de la sedosa camisa blanca impidiéndole subir.

—¡Claro! ¿Por qué no? —quiso saber aquél, que de un impulso soltó la presa del chico y alcanzó la silla de su caballo.

—¿Qué va a ser de nosotros? —Declaró el vocalista tras ello.

—Oye, niño —recriminó Allwënn desde su montura—. Os dejamos, caballos, comida y armas. ¿Qué más queréis? ¿La bendición de los Dioses?

—No sabemos qué clase de lugar es éste. No nos quisisteis creer ¿recordáis? —Continuó Alexis refrescándoles la memoria.

—¡Por Yelm, chico. ¿Aún estáis con eso?! —Allwënn pareció irritarse al tiempo que su compañero batía las bridas y ponía en marcha su corcel—. Sois gente divertida pero la broma dura ya demasiado.

Estoy seguro que pensó que nuestro caso estaba tan perdido como el tiempo a invertir en convencer a un loco acerca de su falta de cordura. Gharin le hizo una señal para que azuzara al caballo y ambos se pusieron en marcha. Se nos iban...

Claudia quedó durante unos momentos pensativa, fija en los dos jinetes que se alejaban, como si el resto del mundo hubiera desaparecido.

—Ahora sería un buen momento para abrir esas piernas, princesa—. Las palabras de Falo se cargaron de sarcasmo. Claudia se volvió hacia él con rabia y no dudó el llamar a voces a los jinetes, quienes seguían sin inmutarse. Entonces, sin apenas pensarlo, se agachó al suelo y cogió una piedra. La lanzó fuerte hacia ellos y fue a impactar en la amplia espalda de Allwënn. El muchacho dejó escapar un gemido de dolor. Giró la montura con violencia y el caballo se volvió a nosotros en un brusco movimiento, levantando sus cuartos delanteros en toda su estatura. Con un par de brincos el inmaculado corcel del muchacho se abalanzó sobre nuestra posición alzando sus patas sobre el grupo. Daba la impresión de querer aplastarnos con sus poderosos cascos. El rostro de su jinete estaba furioso con sus ojos fijos en la joven. Pero algo debió ver en ellos porque, extrañamente, se calmó y obligó a su montura a bajar sus patas a tierra.

—Te hemos contado la verdad —le dijo casi desafiante—. No tienes por qué creernos si no quieres. No te pido fe en nosotros. Te pido ayuda. La ayuda que prometiste dar si te la pedíamos. Sácame de aquí, dijiste y te ayudaré en lo que pueda. ¿Te acuerdas? Sin nosotros no hubieseis salido de aquella jaula. Sin la navaja ¿recuerdas?

El rostro del jinete se moldeó en una mueca de fascinación.

—Menudo atrevimiento defender eso, pequeña —advirtió aquel jinete de larga cabellera—. ¿Quién acabó con los orcos? ¿Quién condujo esa carreta fuera del páramo y os dejó en un lugar seguro? ¿Quien cazó y secó las provisiones, recogió fruta, encendió el fuego? Por los Dioses Olvidados. ¡Ni los Patriarcas reciben ese trato de un desconocido!

—Lo que tú quieras —apostilló ella sin conceder tregua al desánimo—. Todo eso ha sido posible «después» de salir de la jaula. Y salisteis de la jaula gracias al cuchillo de este idiota. Así que técnicamente os sacamos nosotros.

—¿Técnicamente? —decía Allwënn tratando de disimular la irónica comicidad de todo aquel asunto—. Eres más taimada que una farsante de Aros.

—Dejadnos ir con vosotros. Al menos hasta que encontremos a alguien que pueda ayudarnos... o a alguien que quiera creernos.

—Eso va a ser algo difícil —afirmó con rotundidad el espléndido jinete—. Ni los niños de pecho creerían esa estupidez.

—Sé que no vas a dejarnos aquí, Allwënn —aseguró ella con una insólita certeza mirándole a los ojos.

—¿Qué te hace estar tan segura, muchacha?

Claudia clavó la honda mirada de su pupila en él y habló con una voz que no parecía la suya pronunciando una palabras que Allwënn ya había escuchado por boca de otra persona hacía mucho tiempo. Esas palabras le hicieron traer recuerdos y añoranzas del pasado. Y a las cuales no pudo enfrentarse.

—Sabes que en el fondo tengo razón. Si en algo valoras tu palabra cumplirás lo que prometiste. Tus ojos me dicen que nunca has faltado a una promesa.

Gharin trató de taparse la incipiente sonrisa que asomaba a su rostro. A pesar del silencio de Allwënn, le conocía bien. Sabía perfectamente cómo terminaría aquella discusión.

Nadie sabía exactamente dónde se levantaba aquella excavación. El Árido Arrostänn es insondable en su vacío. Un punto insignificante en aquel asolado océano de arenas interminables. Un lugar que incluso conociendo el lugar donde se levantaba resultaba improbable de hallar. Aquellos jinetes lo habían hecho pero sabían a la perfección que su éxito tenía grandes aliados a su favor. Ellos estaban allí. Los Hijos del Innombrable. Aquel era su dominio.

Vueltos al mundo, aquel endiablado lugar les pertenecía y con él todos sus peligros. Khänsel miró a su alrededor. Era un oasis de actividad en mitad de una tierra muerta. Sus ojos buscaron a aquellas siniestras formas. Ninguno de ellos daría la cara pero sabía que su halo siniestro estaba vivo en alguna parte, conteniendo la infinidad de amenazas que habitaban en aquella jungla de arena.

Ante su mirada un bosque de andamios y operarios trabajaba oradando las arenas. Operarios sin alma hostigados por un puñado de orcos cuyos látigos de nada servían contra aquellas espaldas muertas que trabajaban sin cesar. En su centro una extraña forma se levantaba. Era una retorcida cresta de piedra oscura. Como una puntiaguda punta de lanza que se alzaba varios metros surgiendo del abrazo de la arena abrasada por la mirada de los Gemelos, tiránicos sobre el cielo. En aquella herida abierta al desierto no parecía haber un momento para el descanso. Echó su vista hacia atrás, a la caravana a la que se había agregado en un puerto franco instalado en las dentadas costas, ahora a decenas de kilómetros de allí. Un gran número de carretas cargadas de suministros y materiales se extendía tras él como una serpiente que se arrastra sobre la arena. Con ellas llegaba también una nueva legión de aquellos consumidos trabajadores sacados de sus tumbas o, quizá sería mejor decir, a los que nunca se les permitió ocupar su fosa. Dejó que los mercaderes se entendiesen con los capataces y descabalgó sin más dilación. Su misión allí era mucho más importante que la simple entrega de mercancías.

Se internó en aquel marasmo de obreros y carretillas que taladraban la arena hasta llegar a uno de los orcos que parecía tener mando en aquella singular y caótica excavación. Despojándose del embozo que le había protegido del ardiente viento durante su trayecto preguntó por un nombre.

—¿Maese Sorom? —El orco señaló con un dedo a un grupo de figuras sobre una elevación del terreno. Aquel gesto bastó para complacer al mensajero y dejó al capataz con sus órdenes y su trabajo. Casi no hizo falta que le precisara cuál de ellos era el hombre que buscaba. Sorom se alzaba sobre el resto de aquellos trabajadores en una estatura colosal, cubierta su melena leonina por un sucio turbante que le protegía de aquella mirada abrasadora que caía del cielo. El félido sobresalía aunque no lo pretendiese. Con paso cansino comenzó a caminar hasta él. Antes de que llegara a su altura aquel impresionante leónida ya le había visto.

—¡Ah, los suministros, al fin han llegado! —dijo doblando el mapa que había estado cotejando con sus oficiales dirigiéndose al hombre que se aproximaba hacia él—. Los esperaba hacía meses.

—Mi presencia aquí no tiene nada que ver con vuestros suministros, Maese Sorom —fue su carta de presentación. El leónida frunció el ceño desde su privilegiada altura—. Ibros Khänsel, agente de la sociedad de Ylos. Estoy aquí por deseo expreso del Archiduque Velguer—. Sorom quedó mirando las insignias que podían leerse en la pechera de aquel emisario.

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