El enviado (36 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—Hubo un tiempo en el que lucir esos emblemas os hubiera costado la vida, Ibros Khänsel —dijo señalando las runas y símbolos que decoraban su armadura. Aquel bajó la mirada hacia sus ropas.

—Afortunadamente para todos, Maese Sorom, ese tiempo es ya historia.

—Si... afortunadamente —añadió el leónida con evidente ironía. A pesar de aquella inesperada visita el félido comenzó a caminar, pendiente aún de sus asuntos. El agente de Ylos se vio obligado a seguir su vivaz paso —... y qué es lo que Velguer pretende mandándome a uno de sus sicarios de la Sociedad. ¿Espiarme o asesinarme?

—No estoy aquí para ninguna de esas cuestiones, Maese —añadió aquel admirando el sarcasmo de aquel codiciado leónida—. Sólo soy un emisario.

Sorom se detuvo un instante que Ibros agradeció. Seguir los pasos de aquel gigante no resultaba una tarea sencilla.

—¿Sabes, Ibros Khänsel, lo que hemos encontrado aquí? —preguntó con sequedad barriendo con su formidable brazo las vistas de aquella colosal excavación—. ¿Sabes lo que se esconde bajo esta arena ardiente?

Aquel emisario se detuvo un instante en contemplar aquel caótico escenario y la extraña piedra puntiaguda que se alzaba retorciéndose una docena de metros sobre la arena.

—No tengo idea, Maese —confesó con honradez—. Mi rango en la Sociedad no es tan alto como imagino que sospecha.

—No, claro que no —añadió aquél—. Para su información, agente, bajo este océano de arena muerta duerme un poder tal que hará temblar los cimientos de todo cuanto se conoce. Un secreto tan bien oculto que se han necesitado cien generaciones para hallarlo. Como comprenderás, Ibros Khänsel, soy un hombre tremendamente ocupado. Así que si tiene algo para mí le ruego que sea breve y me deje trabajar.

Aquel emisario entendió la urgencia de aquel leónida y se apresuró a rebuscar entre su faltriquera el mensaje que había guardado con celo para aquel extraño arqueólogo.

—Mis disculpas, Maese —dijo entregándole una carta con el escudo personal de la Luna del Abismo—. Si tenéis la gentileza de acompañarme hasta la caravana... hay algo más que el Archiduque Velguer desea que tengáis.

Sorom miraba con recelo aquel lacre sellado preguntándose qué nueva estupidez le llegaría en esta ocasión desde el continente. Con un desganado gesto le hizo saber a su acompañante que estaba dispuesto a seguirlo hasta las caravanas. Por el camino, Sorom no se privó de dar algunas órdenes a sus capataces y comprobar que el trabajo se estaba realizando según sus directrices.

La zona de las caravanas ya era un hervidero de brazos que vaciaban y transportaban los suministros. Pasaron frente la columna de nuevos trabajadores forzosos, encadenados al cuello y aquel leónida se quedó un instante contemplando el reguero de cuerpos que arrastraban los pies. Un millar de pensamientos cruzaron su mente en aquel momento, pero los silenció todos. Al fin se detuvieron frente a una de las muchas carretas que invadían aquel espacio.

—Por favor, señor. Primero la carta.

Sorom no sabía a qué se refería. Sólo su gesto le convenció que realmente aguardaba a que abriese y leyese aquel mensaje. Lo hizo con cierta desgana. Aquella artificiosa caligrafía se extendió ante él. Como siempre comenzaba con un largo y vacío protocolo. Le cansaban aquellos formulismos. Pero enseguida las noticias robaron su atención.

«...El Cónclave ha reconocido las señales del Advenimiento».
—decía una de sus líneas—.
«Vuestra presencia es imprescindible en el continente de nuevo. Debéis buscar al Enviado, si es que realmente existe. Contaréis con todos los privilegios. Tendréis todas vuestras prerrogativas. Como de costumbre, adelantamos el pago de vuestros honorario
.

Aquel mensajero se había tomado la libertad de abrir la carreta mientras Sorom aún se hallaba inmerso en la lectura de aquel mensaje. Cuando el félido despegó sus pupilas del pliego se encontró con un carruaje en cuyo interior había varios cofres de gran tamaño. Sus panzas se llenaban de Damas de oro.

—Tengo orden de escoltaros de vuelta, Maese.

Sorom dobló cuidadosamente aquel pergamino y lo introdujo entre sus ropas. Miró de soslayo la excavación y el trasiego en ella. Luego volvió la vista a las gruesas y relucientes monedas de oro.

Incluso agradecería alejarse un tiempo de aquel insoportable calor…

—¡¡Maldita sea!! ¡¡Deja de rebuznar como una mula terca!! ¡¡Dioses, estoy tratando de ayudarte!!

—Eso tiene mal aspecto —le había advertido Allwënn, tan sólo unos instantes atrás—. Deberías dejar que hiciéramos algo al respecto.

Alex pensó que aquel tipo hablaba con propiedad y cierto era que el mero soplo del aire bastaba para que el dolor se le extendiera por toda la nariz fracturada—. ¿Por qué no? —se dijo el chico—. ¿Qué puedo perder? —Así que aceptó.

Alex no podía imaginar que Allwënn se le lanzaría al rostro y le agarraría el apéndice nasal como si tuviera la intención de arrancárselo.

—¡¡Aaaarrgg, Uaaaah, Aaaaaah!!

El muchacho pataleaba como si estuvieran arrancándole la piel a tiras. Claudia presenciaba la escena con la mirada entornada, de forma similar a quien en el cine entrecierra los ojos en una secuencia de terror. Aunque, la realidad se encontraba más cerca de la comedia... a pesar de los agónicos quejidos de Alexis.

Allwënn se levantó permitiendo que el cuerpo que se contorsionaba bajo él estuviera de momento libre de su presa.

—¡¡Por toda la sangre que he derramado, muchacho!! ¡¿Crees que voy a poder curarte esa nariz si sigues retorciéndote como una hembra lasciva?! —Alexis se levantó de un salto con ambas manos aferradas a su rostro.

—¡¿Es... que quieres matarme?! —chilló aún cubriéndose el dolorido miembro, desorientado por los modos curativos de aquella pareja—. ¿Así es como pretendías curarme la nariz? ¿Apretándomela hasta que se soldaran los huesos?

—Si no te movieses tanto no dolería. ¡Qué me arranquen las orejas si este tipo no es de cristal!

—¡¡Bien, de acuerdo, quizá alguien debiera hacerlo!! —añadiría el joven guitarrista con un enérgico cabeceo afirmativo—. ¡Arrancarte las orejas!

—Chico, puedo asegurarte que he pasado por cosas verdaderamente terribles y no me he puesto a chillar como una cría, puedes jurarlo. No tienes aguante, muchacho —le decía Allwënn con cierta indiferencia ya de vuelta a las riendas de su montura.

—¡Oh, claro, debe ser eso! ¡Será que no tengo aguante! ¿Puedes creerlo? —Parloteaba solo y para sí, con una sonrisa burlesca y gesticulando con los brazos grandes aspavientos hacia sus compañeros. Quizá, buscaba en el amparo de nuestras miradas cierta comprensión—. Me aprieta la nariz rota como si fuera un pimiento y resulta que no tengo aguante.

—Gritas como una parturienta —sentenció Allwënn a punto de subir al caballo, dispuesto a reanudar la marcha. Gharin intentó arbitrar en la contienda.

—Eh, Allwënn. Al chico le duele, es comprensible ¿no? —decía—. ¿Qué tal si me dejas intentarlo a mi? Allwënn, en ocasiones tiene... poco tacto —le propuso al herido.

—¿Poco tacto? —se quejaba el chico—. Yo creo que tiene demasiado.

Gharin invirtió toda su astucia para convencer al malherido muchacho de que sus métodos serían diferentes de los utilizados por su compañero. Alex pareció ceder. Minutos más tarde se encontraba relajado y tranquilo sobre el duro terreno, tan adormecido por las palabras de Gharin que casi olvidó por qué se encontraba en aquella sosegada posición. Sin embargo poco más duró aquel trance. Pronto una fuerte presión en la frente lo sacó de los brumosos pensamientos en los que comenzaba a sumirse.

—¡¡Lo tengo, Allwënn!! —La voz de Gharin cruzó sus tímpanos. ¡maldito traidor! Cuando sus párpados se abrieron una mano le atoraba la frente, soldándole la cabeza al suelo impidiendo que ésta se alzara. Los largos cabellos de Allwënn pronto hicieron su aparición en el campo de visión de Alex que poco tiempo esperó para comenzar a patalear e intentar zafarse, a pesar de todo. La presión era formidable y bastó para inmovilizarle. Con las disculpas de antemano, la mano de Allwënn volvió a caer sobre la dolorida nariz como una marea.

—Alcánzame más leña.

Alexis parpadeó de nuevo en la realidad justo para ser testigo de cómo le alargaba un tarugo de madera a Gharin. La hoguera ardía con una considerable llama, rodeada por un anillo de piedras grandes y planas. Sus miles de lenguas se alzaban al cielo como una plegaria a los dioses, coronando el intenso tono de oro con un penacho azulado que se escapaba por entre el vacío de tinieblas que les rodeaban. El son del crepitar de los maderos entre las brasas aportaba un curioso y bello acorde al silencio de la noche, a veces roto por algún canto extraño de aves nocturnas. En ocasiones, por el aullido de animales salvajes en las cercanías.

—No se acercarán mientras el fuego permanezca encendido—. Allwënn intentó con aquellas palabras tranquilizar a la chica, bastante inquieta después de que un nuevo alarido sesgase la paz del campamento. Dormir a la intemperie en un bosque cuajado de lobos no había sido una experiencia habitual para ninguno de nosotros.

Alex se llevó la mano por instinto a la nariz, cuyo aspecto era tan saludable que nadie diría, viéndola en aquellos momentos, que horas antes el morado rojizo de un exagerado hematoma delataba fielmente su fractura. Alex se palpó el tabique, ahora totalmente reparado, volviendo durante unos breves instantes a perderse en el pasado reciente de la tarde...

La mano de Allwënn no solo aferraba con fuerza la nariz del muchacho, también le apretaba el rostro para evitar que el chico sacudiera la cabeza. El dolor era fuerte pero Alex estaba más preocupado, incluso, en quitárselo de encima que en la propia herida. A pesar de todo, el tacto en la palma de la mano comenzó a ser cálido y cosquilleante. Le produjo un sopor repentino y una somnolencia similar a la que sobreviene tras una comilona abundante y generosa. Los músculos dejaron de estar tensos y Alex cesó en la fogosidad de su lucha bajo los cuerpos de aquellos dos jóvenes. Alex recordaba nítidamente —como si con su simple evocación los efectos volvieran otra vez— que tras el relax de su cuerpo, un hormigueo le adormeció la zona. Después, los jóvenes, casi al unísono, le liberaron y se irguieron ante él. Quedaron un instante observándolo aún tendido en el suelo. De la herida no quedaba sino el recuerdo que aún bullía por su cabeza y por la cabeza de todos aquellos que habíamos presenciado el insólito milagro.

Con la vista fija en el corazón de la hoguera la mente de Alex se fundió con la misma esencia del fuego cuestionándose interrogantes cuyas respuestas habían permanecido inamovibles desde el comienzo de los tiempos. Empezaba a pensar que las leyes que regían aquel lugar que pisaban, cualesquiera que fuesen, distaban un abismo de las que habían dominado nuestra existencia. Ninguna de ellas iba a esperar a que nosotros nos acostumbráramos. Aquí, se dijo, podría pasar cualquier cosa en el peor o mejor de los momentos. Y el término «cualquier cosa» abría un insospechado abanico de posibilidades.

No me quedaba duda después de asistir perplejo a la curación de Alex. Supe que eran capaces de hacer magia, por si no me había quedado suficientemente claro con el asunto del idioma. En cualquier caso, confieso que me suena hoy, igual que entonces, un tanto fantástico pero no había otra explicación. Ya había demasiadas evidencias. Se trataba de hechizos de magia tan reales, por pura paradoja, como los dos soles que iluminaban durante el día la vida en aquel mundo. Real como la belleza de aquellos hombres que nos habían acogido en aquel ciego peregrinar. Tan real como el fuego que nos calentaba en la oscuridad de aquella noche maldita o como el aire que ahora respiro. Real, real, real. Y los dioses saben que preferiríamos estar soñando.

—¿Crees que esto es normal? —Claudia retiró la mirada del fuego para observar a Alex que le mostraba un severo moretón entre sus muslos—. Tengo como veinte igual que este sólo entre las piernas. Jamás hubiese imaginado que montar a caballo fuese tan… doloroso. Si me hubiesen apaleado no me sentiría mucho peor, te lo aseguro. Aún me parece sentir la vibración metida en el cerebro.

Ella sonrió ante el comentario. La vibración a la que se refería su amigo era la que experimenta el cuerpo con el paso del animal. Después de un rato, el cuerpo traquetea desde la cabeza a los pies. Se nota especialmente en la zona lumbar, en la base de la espalda, que sufre muchísimo, pero como bien había descrito su amigo, pronto se extiende hasta la nuca y todos los órganos del cuerpo parecen estremecerse en el interior. Las piernas, especialmente la cara interna de los muslos se aprietan contra la silla instintivamente ante la sensación de inestabilidad, lo que produce una irremediable tensión y deja señales en forma de dolorosos hematomas. Primera señal que acredita al jinete novato.

La cabalgada nos había destrozado. Bastaba un examen superficial a nuestros cuerpos derrengados para apercibirse de ello. Todos nos quejábamos como heridos en el campo de batalla. Hacían falta muchas horas de entrenamiento para amortiguar aquellas secuelas y desde luego no bastaron las de aquella primera jornada en la que nuestros vírgenes traseros se probaron por primera vez. Incluso Claudia, que no era la primera vez que se subía a lomos de un caballo lo sufrió en carnes.

Cabalgar, aunque fuese al paso, parece más fácil cuando durante una o dos horas a la semana se montaban los educados corceles del selecto club de hípica del que su padre era socio preferente.

Aquella idea surcaría los pensamientos de Claudia al hilo del comentario de Alex y se abrió paso entre los recuerdos de aquella tarde pasada. Entonces, algo le llamó a volver a observar los hermosos rasgos del joven Gharin. Sobre todo cuando sus cuidados movimientos y estudiados gestos, hicieron reposar con una sutileza casi femenina aquella fabulosa mata de bucles dorados sobre su oreja. Quedó un instante de nuevo fascinada ante el extraño apéndice de la anatomía de los muchachos. Y luego, como acto seguido, volvió a acordarse de la dificultad de montar y dirigir aquellos innobles corceles...

—¡Eh, eh, bonito; ¿Adónde vas? ¡¡No, no, por ahí no!! Sé bueno y vuelve al camino ¿eh? ¡¡No, no... soooo, caballo, hoooo!! ¡¡Quieto!!

Gharin echó la vista atrás desde su montura. El caballo de Claudia había vuelto a decidir por sí mismo qué camino tomar desoyendo las denodadas súplicas de la amazona. Con un suspiro y viendo que el corcel se adentraba en el denso ramaje del bosque espoleó el propio para acercarse hasta Allwënn, que encabezaba el grupo y ponerlo en aviso.

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