El cuerpo de Odín golpeó la rojiza arena de aquel paraje desolado levantando una nube de polvo. Nos obligaron inmediatamente a tendernos boca arriba. Sus botas nos anclaron al suelo pisándonos el pecho. Fue entonces cuando mis ojos contemplaron la escena. A aquellas bestias nos apuntaban con sus lanzas, así fuésemos animales para el sacrificio. Tenían grandes cuchillos, un hacha, espadas enormes que lucían en sus brazos sin el menor reparo. Íbamos a morir allí mismo. Era lo único en lo que podía pensar. Un color verdoso agrisado pintaba las pieles correosas y duras. Todas sus temibles armas estaban decoradas con pieles o plumas. Antes de poder pensar volvieron a echarnos mano y levantarnos del suelo. Más manos, más golpes. Un puño se incrustó en mi estómago haciendo que me tragara el quejido. Casi me vuelve a dejar inconsciente. Sus brazos eran como cadenas. Nos agarraron de los cabellos. Era imposible moverse, escapar. Nuestros pataleos resultaban tan inofensivos como los de un niño.
Nos olfateaban como el animal que busca descubrir secretos. No dejaban de murmurar en ese ininteligible idioma de gruñidos. En el caos de imágenes y sensaciones que se agolpaban en mis sentidos escuché a Alex comprender que nos estaban separando de nuevo y llamar a Claudia desesperadamente. Ella gritaba aterrada.
—¡¡No, no!! ¿Dónde se la llevan? ¿Dónde se la llevan?
Me retorcí como pude y en un vistazo fugaz descubrí cómo un grupo de tres o cuatro de aquellas criaturas se llevaba a la chica en pleno ataque de pánico. Muy cerca, Alex, desesperado combatía contra sus captores y sólo encontró un salvaje golpe en la cara con el pomo de una de aquellas armas que prácticamente le dejó sin sentido.
De pronto se escuchó un barbotar más rudo tras la muralla de cuerpos que nos retenían. Era otro orco. Tal vez algo más corpulento y viejo aunque no mucho más alto. Se protegía con una armadura con aire un poco menos tosca, menos abultada. Lo que sí parecía claro es que el recién llegado lideraba aquella escuadra. Apartó bruscamente a algunos de sus hombres y quedó mirándonos fijamente. No había ninguna expresión en su rostro. Se quedó inmóvil atravesándonos de parte a parte en ese gesto impasible y gélido que nos hacía subir la temperatura. Aquella cosa tenía entre sus manos un hacha de batalla más grande que yo hubiera visto jamás. En realidad antes de aquel momento no había contemplado ningún arma de esas características fuera de una pantalla de cine.
El corazón latía a pulso tan frenético que con seguridad aquellos seres podrían escucharlo prestando un poco de atención. La misma idea seguía atormentándonos el pensamiento: «Esto no puede ser real» «No puede ser real».
Pero lo era. El corpulento orco se dirigió en una conversación ruda y gutural a sus hombres. Intercambiaron algunas de esas hoscas y endurecidas palabras, que sin duda se referían a nosotros. No me equivocaba. Sin apenas poderlo prever, los orcos que aprisionaban a Alexis lo arrastraron hasta el nuevo. Pronto le seguimos todos. Sujetos por las articulaciones forzadas casi al punto de rotura nos postraron ante él y nos obligaron a mirarle prendidos de los cabellos.
—¡Oh, Dios mío!
El orco bajó una mirada cargada de desprecio hacia el cuerpo que se encontraba tendido y magullado ante él, como si hubiera olvidado que el resto de nosotros también existíamos. El joven músico sintió que un escalofrío comenzaba a quebrarle la espalda. Algo había hecho que aquella cosa sólo se fijase en él y se preguntaba qué podría haber sido.
Nuevos orcos entraban en escena. Uno de ellos cargaba el cuerpo semiinconsciente de Falo. En su esforzada huída, aquel macarra tampoco había logrado llegar mucho más lejos que nosotros. Dejaron caer su cuerpo a pocos metros de donde estaba el rubio guitarrista. En aquel encontronazo con la gravedad Falo gimió y pareció retornar al la conciencia. No pudo hacer mucho más. Aquel jefe orco dio una orden y sus hombres nos apresaron las manos las manos por las muñecas con unos toscos grilletes y nos volvieron a arrastrar entre las sombras de la noche. Ninguno de nosotros pudo tener percepciones claras de aquellos instantes. Entre las tinieblas podía divisarse una carreta. ¡La carreta! Recortaba sus perfiles a la luz de una luna que comenzaba a intuirse por el cielo ensombrecido. Resultaba más amplia de lo que parecía desde la distancia. Se trataba de una jaula con ruedas poco más, en cuyo interior tan sólo divisábamos bultos informes y tinieblas. Llegamos hasta ella. Literalmente nos lanzaron a su interior mohoso y sucio que delimitaban sus barrotes. Otro de ellos cerró con llave la jaula dejándonos solos en la oscuridad tras los hierros de nuestra celda. Estábamos vivos, por el momento.
Claudia sollozaba entre los brazos de Alexis y sus quejidos resonaban en el vacío de la noche alimentando nuestra turbación. Eran la expresión viva de lo que sentíamos. Allí abandonados en un lugar que no reconocíamos, perdidos, golpeados y encerrados como bestias por seres deformes y grotescos. Tener pensamientos coherentes era un lujo que no podíamos permitirnos.
Apoyé mi espalda contra los helados barrotes de hierro que nos privaban de libertad y observé con dolor la escena. Claudia suplicaba entre sollozos una respuesta, un por qué, insignificante y suficiente, que explicase la causa oculta de lo que nos estaba sucediendo. Contemplé al impotente Alexis, con el rostro ensangrentado, que se mordía los labios con rabia para contener sus propias lágrimas mirando a Falo con rencor. Ni siquiera se gastó saliva en culparle. Quedaba patente en aquella mirada de desprecio. Acariciaba los preciosos cabellos negros de la chica con suavidad. Trataba, con las pocas fuerzas que le restaban, consolar el llanto de la chica. Como si aquello fuera posible. Odín también apretaba con fuerza sus mandíbulas cuadradas, asesinando con dureza a Falo quien se había apartado de nosotros y evitaba nuestras miradas. Se sentía culpable pero sin emitir una disculpa. Se respiraba tensión entre las cuatro jaulas de la celda. Miraba a Claudia con el mismo gesto de impotencia que Alexis y luego la devolvía al esquivo Falo, como si su furia tan sólo quisiera reflejarse en el espejo de sus ojos y la rigidez de sus mandíbulas. El resto de las facciones del fornido batería se mostraban impávidas, como si el sentimiento se hubiera desprendido de ellas. Mis ojos se marcharon hacia aquella luna que hacía su aparición en el firmamento. Tan extraña, tan maligna. Antaño compañera lírica de mis sueños y ahora observadora cruel de nuestros infortunios. Su luz iluminaba casi imperceptiblemente las siluetas de mis compañeros. Daba levemente formas y matices a las difuminadas líneas de nuestros cuerpos. Odín interrumpió su batalla contra Falo. Movió la cabeza y una mueca en su rostro invitó a Alex a compartir sus caricias con la joven. Salvando la incomodidad de los grilletes el fornido muchacho se las arregló para posar su firme brazo sobre el hombro de Alex y lo apretó con fuerza. Quizá aquello bastase para decirlo todo. Las palabras no nos salían. Encontrar alguna que pudiese describir o tan solo aliviar aquella situación resultaba imposible. Después tornó su mirada más allá de los barrotes que nos aprisionaban, aunque Alex mantuvo la mirada en su amigo un buen rato. Yo también lo hice y por un instante admiré y envidié la amistad de aquellos tres jóvenes.
Suele decirse con facilidad que éste o aquél es amigo mío. En la mayor parte de las ocasiones la demostración de esa amistad no pasa de prestar algo de dinero en momento de apuro -que ya es bastante-. Tal vez muy pocos de aquellos que llamamos amigos estén en disposición de dar algo más que eso, si es que acaso lo dieran. Fue en aquella desagradable experiencia cuando entendí también yo que la verdadera amistad está muy lejos de los hombres. Es un privilegio y sin duda exige un esfuerzo por ambas partes que no todo el mundo está dispuesto a saldar. La reacción de Alex hacía un rato por la suerte de claudia podría haberle costado fácilmente la vida. Ese tipo de cosas no se piensan ni se fingen.
Traté de aislarme. Ocupábamos la zona más próxima a la puerta. La zona más profunda se hallaba sumida en una pared de oscuridad tan tenebrosa como impenetrable. Los orcos se habían marchado y podíamos escuchar sus gruñidos entre la noche. Estaba mirando precisamente tan lóbregos rincones, con toda seguridad con la vista perdida y sin prestar mayor atención, cuando un sonido de cadenas tintineando sobre la madera me puso los pelos de punta. Miré a mis acompañantes. Todos parecieron haberlo escuchado. Cada uno de nosotros, aún con dudas, dejó despacio sus pensamientos para escudriñar la negra jaula. Incluso Claudia que parecía haberse quedado dormida en el regazo de Alex se incorporó extrañada. El sonido de cadenas volvió a repetirse. No había duda, era similar al que producíamos nosotros cuando los extremos fláccidos de nuestros grilletes golpeaban sus recios eslabones contra el suelo de la carreta. ¡Había algo o alguien más, aparte de nosotros, en aquella jaula! ¡¡No estábamos solos!!
El ruido iba acercándose y con él comenzaron a hacerse visibles dos radiantes esferas azules que poco a poco horadaban el negro velo de las sombras. Sólo podían ser una cosa: ¡unos ojos brillantes!
Un calor extremo subió por mi espalda. Unas incontenibles ansias de salir de allí. Una angustia inenarrable. Falo fue el primero en percatarse y como un loco se fue hasta los barrotes pidiendo a gritos que le dejaran salir. Al ver su reacción yo mismo le secundé. Aquellos músicos no tardaron en comprobar el peligro. Preso del histerismo recuerdo que incluso intenté doblar los gruesos barrotes de hierro con las manos desnudas. Todo hubiera sido poco. Nadie imaginaba con qué bestia nos habían encerrado los orcos, qué animal podría compartir la jaula con nosotros. Sólo sé que la mera idea de morir devorado vivo bastaba para hacerme desmayar.
Sin embargo...
Una voz masculina consiguió eludir los gritos atravesando todas las barreras hasta introducirse en nuestros oídos y obligando al cerebro a escuchar. No fue la voz de Odín. Tampoco fue la voz de Alex a quien la sangre dejaba de salirle con tanta abundancia por su maltrecha nariz. Por supuesto, tampoco correspondía a Falo. Provenía de ese oscuro rincón de la carreta que ocultaban las sombras. Como si alguien pretendiera avisarnos. Una voz suave, de tonos suaves, se esforzaba por que le prestáramos atención hablando en un idioma que no entendíamos.
Nos dimos la vuelta sin terminar aún de saber qué sucedía, a tiempo para descubrir cómo los fulgurantes ojos azules cruzaban la frontera de la oscuridad para permitirse acariciar por la leve luz que llegaba del exterior. Tuvimos que parpadear varias veces para dar por seguro lo que veíamos. No se trataba de ninguna bestia de feroz dentadura y peor apetito. Muy al contrario, lo que se dejó contemplar era humano… o al menos lo parecía. Un muchacho, de rostro joven e imberbe, bastante sucio y demacrado, cuyas manos también estaban presas por cadenas. Unos cabellos claros y polvorientos caían sobre su cara formando un despeinado torrente hasta una longitud considerable. Tapaba muchos de sus rasgos faciales, ya difíciles de apreciar entre sombras. Vestía ropas rasgadas y manchadas. Hablaba con voz suave en un acento ario singular e incomprensible, mientras su lenguaje corporal nos invitaba a no tener miedo de él. Alzaba sus manos encadenadas, como las nuestras, quizá dejando evidente que solo se trataba de otro prisionero más que corría nuestra misma mala fortuna.
Cuando nos creyó un poco más calmados nos preguntó algo que repitió con insistencia. Estábamos fascinados, en cualquier caso. Totalmente desorientados. Había algo desconcertante en aquel joven. Eran sus ojos. Esos brillantes y fieros ojos azules que relucían como una estrella en el amplio lienzo de la madrugada. Brillaban, incluso parecía absurdo creerlo pero así era. Sus iris brillaban con intensidad en aquella ausencia de luz. Creo que todos nosotros estábamos demasiado absortos para prestar atención a su incomprensible idioma. ¡Qué sensación tan insólita ver a un hombre de ojos brillantes! No existen ojos así. Al menos, no en un hombre… ¿o debería de haber dicho en un humano?
Volvió a formular su pregunta ante nuestro silencio. Nos contemplaba, fulminándonos con el intenso color de sus pupilas, esperando una respuesta que no llegaba por nuestra parte. Mostraba en su gesto cierta extrañeza al no ser comprendido. En uno de esos ademanes giró su torso hacia atrás, desde donde había venido, como si quisiera dedicarle su incomprensión a las sombras que lo habían guarecido hasta ese momento.
—Lo... lo siento. No, no te entendemos —se adelantó Alexis, obligando al joven a regresar el rostro hacia nosotros. El chico mutó su semblante de tal forma que podría jurar, jamás había oído una palabra en nuestro idioma. De nuevo su voz sensible y armoniosa trató de decirnos algo.
—No hablamos tu lengua ¿Comprendes? No... sabemos qué dices —volvió a reiterarle Alex tratando de hacerse entender gesticulando.
—¿Qué idioma habla? ¡Maldita sea! No me suena—. Su frustración se hizo evidente con una sacudida de brazos.
—No le entiendo, puedes estar seguro —susurró Odín que sabía perfectamente de qué estaba hablando—. No es noruego, desde luego, ni parece finés o sueco... y juraría que no es alemán tampoco —se confesó incapaz.
—Yo diría que suena a eslavo —añadió Claudia en un susurro mientras secaba lágrimas en sus ojos. Odín lo intentó en alemán.
—Sprechen Sie Deutsch? Sind Sie deutsch. ¿Polnisch... Dänisch
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?
Ante la negativa del sucio muchacho -más que negativa, ausencia de respuesta-, el nórdico gigante hizo las mismas preguntas en su lengua vernácula pero tampoco obtuvo una réplica satisfactoria.
—No es alemán.
Extrañado de no poder comunicarse con nosotros, el muchacho de brillantes ojos azules se encaró por segunda vez hacia las sombras que reinaban la parte más alejada de la carreta. Esta vez no se limitó a gesticular, también se dirigió con la palabra a los difusos y sombríos dominios de las tinieblas. ¡Cuál sería nuestra sorpresa cuando halló una respuesta en otra voz! Ésta sonaba mucho más grave y varonil que el afeminado timbre del muchacho rubio, pero ni siquiera parecía responderle en el mismo idioma en el que aquél preguntaba. Como si hubiéramos perdido su interés, ambos entablaron una breve conversación en ese nuevo dialecto, musical y cadencioso. Dialogaron durante un espacio fugaz de tiempo hasta que sus refulgentes ojos azules acabaron volviéndose hacia nosotros. Nos miró durante un instante y seguidamente cerró los ojos. Alzó los brazos y comenzó a musitar unos versos cantados al rasposo son de una melodía.