El capitán resultaba un tipo cordial después de todo. Quizá aquella sutil relajación de las formas. Aquel saberse ganar al discípulo le convertían en un magnífico profesor, como a pocos he conocido.
Los chicos ya comenzaban a marcharse cuando acepté gustoso su mano recia, que tendía firme para colaborar en la tarea de desencajar mi cuerpo del romántico abrazo del barro. Una vez arriba me dijo algo que no he olvidado hasta la fecha.
—Bueno, es posible que nunca seas un gran guerrero, hijo —aquellas palabras me atravesaron de parte a parte. Probablemente, sin saberlo, rompió el mayor sueño de mi adolescencia, mi más preciada fantasía. Yo miré sus pupilas cansadas con la desolación marcando cada pliegue en mi rostro—. En los tiempos que corren—continuó—, y con un poco de suerte, espero que ambos podamos morir aquí. Recemos, porque así sea. Pero si por mala fortuna me equivoco, no te imagino por esas tierras campando a tus anchas con una espada en la vaina—. Entonces se acercó a mí, se agachó, pues resultaba mucho más alto que yo, hasta que sus pestañas casi pudieron rozar las mías—. Pero créeme que si los Dioses se han tomado la molestia de traerte hasta aquí es porque quizá quieran de ti algo más tarde. Hay grandeza en tu camino jovencito, aunque ésta no quiera venir de la mano de una espada, créeme.
Entonces se levantó, miró hacia el cielo y palmeó mi espalda. Luego, sin decir nada más, se alejó. Yo aún andaba perdido en sus palabras cuando le escuché llamarme. Alcé los ojos y le miré.
—Por cierto... —me dijo—. La Dama, Gwydeneth, quiere verte. Lleva toda la mañana esperándote pero me hizo prometer que no te lo diría hasta que concluyese la clase.
¡¡La Dama!!
Me dije. La había visto, no resultaba difícil. Aunque hasta el momento no había tenido la oportunidad de hablar directamente con ella. Resultaba un personaje muy... especial. Aunque lo que me hizo verdadera ilusión es que fuese ella quien me solicitase. En este lugar no existían jefes, al menos no de manera explícita. Pero de haberlos, esos serían sin duda Akkôlom, el Capitán y Gwydeneth, la Dama. Aunque si de elegir a uno sólo, creo que todo el mundo señalaría a la hermosa elfa por encima de los demás.
—Pero frótate bien, antes de verla —me aconsejó—. Créeme: quien ha esperado toda la mañana puede esperar un poco más.
Aún quedaban horas para que despuntara el primer alba cuando dejé los barracones acompañado por Alann. El bosque y todos sus ocultos habitantes aún dormían. El frío aliento de aquellas horas golpeaba nuestros cuerpos soñolientos mientras descendían. Las estrellas reinaban todavía en la cúpula celeste, más allá de la altísima cumbre verde que las tapaba de nuestra visión. Solo maese Halfgard había madrugado con nosotros para abrir la posada y preparamos de su cocina un suculento desayuno. Comimos bien, debíamos de hacerlo. Pan de centeno, algo de brotes de sabba acompañados de una buena ración de pasta de maro caliente y leche. Al salir, los otros nos estaban aguardando. Ya estaban montados y pertrechados sobre sus caballos.
Allí estaba Forja, la misteriosa mestiza de rostro pintado empuñando su lanza y al menos media docena de sus muchachos. Alann se unió a ellos.
También aguardaba Akkôlom, cubierta su cabeza por la caperuza de su capa élfica que ensombrecía y ocultaba la mayor parte de sus rasgos marchitos. Sólo su llameante pupila, tan clara que casi parecía no tener color, atravesaba la barrera brumosa que la recubría para delatar tras ella su único ojo.
La Dama también había venido, aunque ella no nos acompañaría. Tan sólo se encontraba allí para desearnos una travesía sin incidentes y rogar a la Gran Protectora, Keshell, primera de las Damas de Alda, que velara por nosotros. Ella no hizo mención a nuestra tardanza y tal vez resultó su presencia lo que nos salvó de algo más que unos sutiles comentarios por parte de quienes nos acompañarían en el viaje. Con paciencia, nos dejaron ultimar los detalles hasta encontrarnos a punto. Cuando todo se halló en perfecto estado y protegidos por los deseos y rezos de la hermosa Dama, partimos. Dejamos atrás la fascinante ciudad colgante y todas sus gentes en el abrigo del bosque.
Sí, fui a buscarla aquella tarde.....
Subía hasta el edificio de la biblioteca, en los primeros niveles de los árboles, donde me habían asegurado que estaría, conversando con el archivero. Gwydeneth había sido Dama de Keshell
[ 46 ]
. Era una mujer muy atractiva. Un personaje cautivador y resuelto que sabía cómo y cuándo organizar la mayor parte de las cosas en aquel poblado colgante. Se alojaba en una pequeña casa muy arriba en los árboles, en un nivel altísimo y alejado. Acaso sólo pisaba ese suelo en las horas de sueño, pues era habitual divisarla caminando con su paso suave y sinuoso, mientras conversaba con alguien sobre éste u otro asunto.
Entré en aquel edificio por primera vez. Era un edificio pequeño de dos plantas que servía al tiempo de biblioteca del pueblo y de hogar para el archivero. Se trataba de un recinto de obligado paso para muchos de los muchachos que reforzaban sus estudios con las lecturas y volúmenes que allí se guardaban. El estudio era asignatura obligatoria en aquel secreto campo de refugiados. Los jóvenes eran aleccionados no sólo en las artes de defensa, también en la lectura e interpretación de los clásicos, historia, filosofía y muchas otras disciplinas humanísticas. Eran legados del acervo cultural humano así como del esplendor élfico.
Aquel pequeño lugar guardaba un tesoro en forma de archivo. Fyrius de Meris, el archivero, hombre de gran talante y sabiduría había sido cronista de la casa Wyllëndör de Dáhnover, la misma casa en la que había servido Taarom. Tenía reputación de gran literato. Entre ambos habían conseguido rescatar algunos de los más insignes títulos del fondo bibliográfico de la casa condal y que ahora se guardaban allí a disposición de cualquiera que lo solicitase.
La puerta de entrada daba acceso a un recinto de planta irregular con estanterías hasta las techumbres inusualmente vacías. En una mesa cercana un jovencito rubicundo, apenas mayor que yo. Trabajaba ordenando algunos gruesos y vetustos volúmenes. Al verme entrar alzó la mirada y me mandó aguardar allí con un gesto. Se levantó de su silla y recorrió la estancia hasta el pie de unas escaleras que ascendían al segundo piso. Subió por ellas y quedé solo durante unos momentos. Bajó enseguida para anunciarme que su padre y la dama bajarían en breve. Luego de esto, regresó a sus quehaceres. Kkatar era un chico reservado y de escaso trato con el resto de los habitantes del lugar. Decían que su padre le había inculcado su desmesurado amor por los hechos del pasado y que desde hacía tiempo le ayudaba en la compilación y redacción de una monumental obra que tenía por objetivo dejar constancia a las generaciones venideras de los terribles acontecimientos que les habían tocado vivir. Yo le observé trabajar durante los abreviados minutos en los que su padre y la Dama tardaron en aparecer.
Ambos bajaron por aquella misma escalera. Él de ennoblecido porte, barbado y aún joven. Ella... bueno, Gwydeneth era elfa, y como todas las elfas gozaba de una extraordinaria belleza difícilmente traducible mediante la palabra insípida. Poseía cabellos largos de color dorado pardo, suaves y finos. Sus ojos lucían con un tono azulado brillante de extraña y complicada precisión. Sin embargo, a pesar de su hermosura, debía ser una mujer de edad avanzada pues su aspecto, aunque cincelado y terso, tenía algunos leves signos de madurez que a los diestros ojos élficos no pasarían tan inadvertidos como ante nuestra torpe e ingrata mirada. Sólo los elfos podrían precisar al mirarla cuánto tiempo llevaban aquellas delicadas formas pisando y contemplando el mundo. Muy probablemente, esos orbes cristalinos y brillantes en la noche habrían visto pasar, nacer y morir a varias generaciones de hombres ante ellos.
—Joven Jyaëromm. Me alegro de verte —me dijo después de un breve saludo—. Seré concisa. Se está organizando una pequeña incursión a la villa de Plasa. Akkôlom la comandará. Es una operación que entraña cierto peligro pero que ha terminado por resultar tan rutinaria como necesaria. Hemos decidido que puede ser una oportunidad para iniciarte en las labores habituales de nuestros jóvenes aquí. Tal vez te interese acompañar al grupo de emboscada. Acércate a mi casa al primer ocaso y conoce al resto de la comitiva si es que consideras la posibilidad de unirte a ellos.
Qué puedo decir...
No pude o no quise resistirme a la tentadora invitación. A un espíritu que había crecido imaginando situaciones como la que aquella radiante mujer me proponía, no podía refrenarlo y colocarle riendas en ese momento. Ni lo dudé un instante. Sobre la hora señalada me encontraba ascendiendo por las interminables escalas que conducían al hogar de la enigmática elfa, ubicado en las últimas ramas del bosque.
Llegué el primero. Tanta era mi expectación que no pude contener las ganas y marché en cuanto Yelm se aproximaba al horizonte. En el porche se encontraba Gwydeneth. Estaba radiante. Lucía su cabellera dorada al insolente viento que la agitaba sin pudor. Me brindó una cálida e inocente sonrisa, nada más percatarse de mi presencia y me indicó que me aproximara. Había predispuesto cómodas sillas en torno a una mesa, fuera, en el mismo porche. Sobre ella que había colocado algunos platos y fuentes en cuyo interior esperaban unas aromáticas pastas. Un poco azorado tomé asiento a petición de la elfa. Ella se sentó junto a mí a una proximidad que casi me intimidaba. Llenó, brindándomelo después, un vaso amplio de rebuscada forma y cristal, de un líquido que guardaba a la vista cierto parecido con la leche. Reclinándose con elegancia sobre el cómodo respaldar de su asiento comenzamos a hablar. Durante largos momentos estuvimos conversando de cosas triviales. Para mí, desconocedor de casi todo de aquel lugar me parecieron interesantes. Mientras, la luz menguante de los soles comenzaba a apagarse tras el horizonte. Charlamos, sin saber cómo apareció el tema en nuestra conversación y durante buena parte del tiempo lo hicimos sobre flores. Flores exóticas y extrañas. Flores diversas, flores mágicas y sobre las flores hermosas que engalanaban su hogar que yo jamás había visto y de las que nunca había oído hablar pues sólo crecían en tierras de elfos. Su casa se encontraba envuelta en un velo floral, revestida de un exquisito manto verde multicolor que la hacían parecer una joya engastada en la masa monótona de aquel bosque muerto y marchito. Como si de una red o trama que quisiera ocultarla de la vista se tratase, no permitía apenas contemplar el color de los maderos sobre los que se levantaba el edificio. Se enroscaba en los pilares del porche, en puertas y ventanas, como una armadura vegetal, salpicada por las curiosas formas que colgaban como enjambres o en cuajados racimos. Quedaba así sembrada por los colores de aquella multitud de pequeñas florecillas que despuntaban sobre ella.
Al poco comenzaron a llegar los primeros. Se trataba de muchachos jóvenes, todos hombres, ninguna chica entre ellos. Todos eran mayores que yo. Supongo que si me esfuerzo lograría recordar cruzándome con ellos en algún momento. Aquel poblado no tenía tantos habitantes, pero lo cierto es que en aquella ocasión se me presentaron como auténticos desconocidos. Eran seis en total aunque no llegaron todos juntos. Gwydeneth se mostró muy contenta con su llegada. Como a mí les invitó a tomar asiento después de cerciorarse de que nos conocíamos. Se presentaron, al igual que yo lo hice y comprobé con fortuna que resultaba mucho más conocido entre ellos que lo que ellos lo eran para mí. Aunque el trato con la deslumbrante mujer siempre resultaba más respetuoso que con cualquier otro, enseguida me percaté que la confianza de los recién llegados con mi bella anfitriona resultaba mucho más dilatada que la que yo había mantenido. Por un instante me sentí un extraño.
Lamento no poder traer de vuelta sus nombres. Ni mi cabeza ni mi memoria han llegado a dar para tanto. Quién sí centró mi atención fue la figura que surgió momentos después. Aún no habíamos terminado de acomodarnos cuando una joven muy alta de fibrosa musculatura hizo su aparición sobre la alzada plataforma sobre la que se levantaba la casa. Iba cubierta por una armadura de cuero endurecido de tono rojizo. Dejaba sus largas piernas al descarado viento antes de que unas botas de afilada punta, también pardas, cubrieran sus tobillos. Caminaba hacia nosotros con una gracia, con una cadencia insólita y extraña en una chica de su estatura. Bandas del mismo material lazaban sus brazos hasta casi la articulación del hombro recubierta aquella por unas placas curvas de metal a modo de hombreras. De esta forma ocultaba la poderosa visión de unos brazos briosos de numerosos pliegues. Sin duda era una joven atractiva, pues sus orejas altas y puntiagudas le proporcionaban esa belleza tan codiciada y admirada de los elfos. A pesar de todo resultaba una belleza peculiar y extraña, quizá fomentada por la complicada y personal manera en que recogía sus cabellos de un rojo apagado intenso. Una multitud de complicadas trenzas abrazaban y atrapaban sus mechones de cabello en gruesas caídas o en pequeños hilos que se despeñaban hasta su cintura.
Tenía el cabello abundante y largo pero acaso así recogido resultaba muy difícil advertirlo pues los complicados nudos en los que se acopiaban sus rojos mechones aplacaban el volumen de su cabellera.
Su aspecto se hacía así más agresivo. Lo aderezaba con plumas, colgantes y varios pendientes llamativos que ondeaban en los apenas existentes lóbulos de sus peculiares orejas. Lucia su rostro pintado a tono con sus mechones trenzados, aunque sus afilados rasgos élficos la dulcificaran. Sin embargo, nada más contemplarla supe por un impulso extraño e inexplicable que aquella joven resultaba un ser complejo e interesante muy acorde con mi desaparecido Allwënn, cuyo aspecto impactante, llamativo y personal me traía de vuelta a la memoria y cuyos bruscos cambios de humor y peculiar magnetismo también añoraba.
—Jyaëromm. Ella es Forja —me confesaba la Dama momentos después—. A ella y a su escuadra, parte de la cual aquí te acompaña, debemos el tenerte entre nosotros.
No todos los días conoces a la persona presuntamente responsable de salvarte la vida. A uno le sobreviene una sensación inexplicable y una innumerable cantidad de palabras se agolpan en la mente. Sientes la necesidad de decir un montón de ellas pero el resultado es que la lengua no puede trabajar tan deprisa como lo hacen las ideas en el cerebro. Comienzas a balbucear como un crío cosas ininteligibles y acabas sintiendo como la situación te sobrepasa con creces. Forja, que parecía una mujer poco dada a ese tipo de escenas me solucionó la situación atribuyendo el mérito al grupo y asegurándome que nadie realizó ningún heroísmo. Fue entonces cuando me enteré que había sido Alann quien me trajo de vuelta al poblado cargando conmigo en su caballo. El bueno de Alann, siempre tan callado y tan modesto...