Miré hacia el cielo, aquella noche burbujeante. Las estrellas brillaban diminutas y distantes más allá de las puntas de lanza del bosque. En mis oídos zumbaban los cantos y la algarabía. Mi llegada propició una fiesta donde yo resulté ser el invitado especial. Todo el mundo quiso hablarme y preguntarme. Taarom durante un tiempo y Alann en otras ocasiones me sirvieron de lazarillos presentándome a los parroquianos y hablando por mí cuando me encontraban demasiado azorado. La excusa de mi amnesia resultó perfecta y pronto cundió entre la gente, que dejó de asediarme con preguntas que yo no podía contestar. Recuerdo aquellos momentos como un apresurado muestrario de rostros y nombres. Conversaciones de las que no guardo palabra siquiera.
Vino, comida y música...
Caí rendido, un momento, un tanto retirado del bullicio y asombrosamente nadie me echó en falta. Respiré hondo. Si me había mantenido al margen durante las celebraciones en mi honor era sin duda por las espeluznantes noticias que mi buen amigo Alann me había dispuesto conocer. Sentía miedo. Por otro me sentí protegido. Por otro, sumamente solo.
Alcé la vista y descubrí un punto de luz distante entre los árboles, una ventana, sin duda, de alguna morada levantada en niveles muy altos. La pulsante luz de unas velas era todo lo que delataba la existencia de un edificio allí y de alguien en su interior. Nada se apreciaba entre la distancia y la muralla verde de ramas y hojas. Sin embargo, algo me dijo que unos ojos me observaban desde aquella altísima atalaya. Que me buscaban a mí, separándome del resto del gentío. Unos ojos que me habían reconocido.
Akkôlom tomó asiento en una de las mesas grandes dispuestas en círculo alrededor de la hoguera y dejó que su altivo cuerpo de elfo se acomodara en las rústicas sillas.
—Pensé que te perderías la fiesta —le dijo Zhark, entregándole un vaso rebosante de bebida. Aquel humedeció sus labios en el licor y miró el bullicio de la gente.
—Faabeld me dio la noticia y he querido verlo con mis ojos. ¿Quién es?
—Aquél —señaló una voz tras él. La figura de un hombre corpulento y barbado tomó asiento en el lado libre. Akkôlom siguió la dirección del grueso índice del campesino y me divisó entre la gente.
—Resulta un chico extraño, pero es simpático.
—¿Y si fuera un espía negro? —apuntó Akkôlom todavía pendiente de mis movimientos. Fue Zhark quien le abordó.
—La Dama lo ha descartado tajantemente, pero dijo cosas muy extrañas en el interrogatorio.
—Por cierto ¿Donde está Gwydeneth? —preguntó Resdnard.
—No la he visto —aseguró el hombretón—. Hace dos días que no sale de sus aposentos.
—Es extraño —dijo Akkôlom y bebió un largo trago de su cerveza.
—Es él —dijo una dulce voz femenina— ¿Crees que puede vernos?
—Sin duda.
Desde la celosa intimidad de los gruesos vidrios que cerraban la ventana dos figuras oteaban la ciudad en fiestas desde las alturas. Pero buscaban una persona, una entre todas. Aquella, un joven extraño recién llegado parecía descubrirles desde las abismales profundidades en las que se encontraba, a pesar de la oscuridad, la distancia y la muralla de cristal de la ventana.
La Dama, alta y de cabellos dorados se volvió hacia el acompañante, que continuaba clavando los rasgados ojos en el joven como si ambos mantuviesen un poderoso duelo de miradas del que ninguno pretendía ser derrotado.
—Habló del Filo de Jade, Rexor. Lo oísteis. También nombró algo sobre un Advenimiento. Y dice no recordar nada. ¿Qué opináis, Poderoso?
—Puede ser él —contestó la voz gravísima del otro personaje.
—¿Puede? —dijo extrañada la elegante señora—. ¿Qué haremos con él?
—Nada. Sólo vigilarle. Aún no puedo estar seguro. Un poco de tiempo, os pido, Señora. Sólo un poco más de tiempo. En cuanto esté seguro, le llevaré conmigo.
«No pido los Dioses graves pruebas para fortalecer mi valor.
Sino valor para soportar las pruebas que me imponga el destino».
Alimar de Ersays
Martillo Jerivha.
Mynna pasó apresurada por entre las casas bajas de aquella parte del poblado...
—¡¡Jyaër, ¿Dónde te has metido?!! Soom espera esa madera antes del anochecer ¡Maldito muchacho!
—¡¡Jyaër, Jyaër!!
La joven Mynna llegó hasta el aserradero donde el señor Twyllbaler aseguró que yo había estado por allí recogiendo el encargo hacía ya un rato. Cuando Twyllbaler le indicó el camino que había tomado, Mynna esbozó una idea que pronto se tornó en posibilidad. Sí. Por aquél camino sólo podía haber ido a un lugar. Dando unas apresuradas gracias se marchó a todo correr.
—Veníamos de vuelta. Mi escuadra no había encontrado el menor rastro de ellos pero sospechábamos que no andarían muy lejos porque los hombres de T’aarko no habían regresado aún. Su campamento se hallaba revuelto. Como si hubiesen tenido que abandonarlo rápidamente. Muchos de los útiles básicos quedaban allí pero no había restos de sangre ni batalla. Mis hombres comenzaron a murmurar hoscamente. Eran maceros Dhunmarittas, asignados por un rico comerciante afincado en Thymir. Entonces oí a uno de ellos aventurar que tal vez habían huido. ¡Qué me frían la barba! ¿Qué has dicho? Le grité a ese perro volviéndome sin disimular que me había hecho enfurecer ¿Insinúas que mi amigo ha salido corriendo como un conejo? El muy cretino hubiese querido contestarme pero no dejé que pronunciara una palabra. ¡T’aarko es un Unego, perro lampiño! le grité. ¡Y algo me dice que no sabéis lo que eso significa! Yo os lo diré, pandilla de Amarnittas afeminados: en ese enano hay más sangre que en toda vuestra estirpe y más cicatrices de guerra que todo este pelotón al completo, así que modera tu lengua porque si mi amigo llegase a sospechar que alguno de vosotros le ha llamado cobarde probablemente os arrancaría la barba con sus propias manos ¡¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!! ¡Se quedaron congelados, Gran Mostal! El duro de T’aarko, ese sí era un puerco salvaje de verdad capaz de partir en dos a un jinete Tusqko y a su montura del mismo tajo ¡Maldito sea! ¡Mostal le ampare! Qué gran tipo...
—¡Así que aquí estás! —sonó una voz aguda y sofocada a mis espaldas—. Debí imaginar antes que te pescaría aquí, perdiendo el tiempo escuchando las historias increíbles del señor Thurg.
Entró y me agarró de un brazo con la intención de hacerme salir a rastras.
—¡¡Un momento pequeña orejuda!! Le increpó Thurg. Para el viejo enano todo el mundo éramos pequeños y orejudos—. Mis historias son absolutamente ciertas, tengo al menos una señal en mi piel por cada una—. Mynna gesticuló con la cabeza una irónica señal de comprensión.
—Es cierto, el señor Thurg cuenta historias muy emocionantes —apostilló el señor Vedmaguer, allí presente. Había entrado hacía una hora para fajar un barril y como yo, había quedado hipnotizado por la amena narrativa del herrero.
—Y tú —dijo ella refiriéndose a mí— ¿Sabes acaso cuánto tiempo llevamos esperando esos maderos? —Mynna podía resultar la jovencita más encantadora o algún tipo deforme de demonio sarcástico según su estado de humor en ese momento. En esta ocasión, para suerte de todos los presentes, aún se encontraba a medio camino entre el uno y el otro. Yo me limité a mirarla y a ofrecerle mi más encantadora y tierna sonrisa de inocencia fingida que fuese capaz de esbozar con mis labios. No sirvió de nada. Me sacó a rastras.
Las historias del viejo Thurg me fascinaban y lo hacían por muchos aspectos. El mayor de ellos escucharlas de la boca del propio Thurg. Él mismo resultaba un ser fascinante. En realidad ignoro si lo que me cautivaba realmente era él y sus emocionantes relatos o el hecho de hallarme por primera vez ante un auténtico enano. Puedes pasar toda una vida tratando de imaginar cómo se movería un enano, qué aspecto tendría en carne y hueso, qué se siente al tenerlo ante tus ojos, mientras él te mira y habla. Te preguntas si resulta tan asombrosamente pequeño como dicen, si caminará con torpeza a causa de sus miembros cortos y rechonchos o si aquellos serán deformes y arqueados. ¿Cuánto puedes fiarte de las descripciones en las novelas, o de las escenas de cine? En poco o nada podrías llegar a acercarte a la realidad, ya que todos los referentes que tenemos de ellos, todo lo que se ha dicho o intentado mostrar de su aspecto y costumbres es tan solo una verdad a medias.
Thurg es un enano del Nwändii. Así son denominados todos los enanos de la mitad occidental del continente y resultan los enanos más paradigmáticos a nuestros ojos, los más fieles a las narraciones de fantasía. Fantasía, perdonen que sonría cuando oigo esa palabra en referencia a estos temas. De entre ellos, son los Dhunmarittas, Damarnittas, Amarnittas; bueno, se les llaman de mil formas, la casta enana más popular entre la raza humana. De hecho, la imagen mental que a cualquier humano suele venirle a la cabeza cuando piensan en un enano o en su cultura, corresponde casi al milímetro con la de esta casta habitante del Dhûm’ Amarhna.
Paradójicamente, para el resto de los Nwändii, sus famosos camaradas son considerados de poca hombría -descafeinados, que diríamos nosotros-, poco representativos de la esencia de lo que el enano Nwändii entiende por lo verdaderamente categórico en la concepción profunda de su propia identidad cultural. Existen otras castas mucho más emblemáticas a este respecto; es decir, que se identifican con los valores y enseñas esenciales del enano con mayor rotundidad que los Amarnittas. Entre ellos puedo citar a los respetados Tuhsêkii, a los rocosos Helegos, los temibles Unegos o a los Tamnitas. Thurg era uno de éstos, un Tamnita. Como los Unegos, con quienes se sienten muy confraternizados, una de las llamadas castas salvajes. Sin embargo, su aspecto, a mis ojos no le hacía necesariamente muy diferente de cualquier otro enano que yo hubiera imaginado.
Thurg trabajaba como herrero y pocas veces lucía -no había motivos para ello- su armadura y armas, que por sus relatos imaginé al menos alguna vez portó. Así que no tuve esa imagen tan estereotipada del pequeño y robusto guerrero de amplia barba y casco astado que blande un hacha dos veces su tamaño.
Calculo que alcanzaría alrededor del metro quince de estatura aunque no parecen tan pequeños a causa de la notable robustez de sus cuerpos. Sus miembros son rechonchos y cortos pero impresionantemente proporcionados a las dimensiones de su cuerpo. Poseen piernas poderosas de pies enormes y anchos muslos. Bíceps hinchados y férreos con los que cargar y levantar pesos que pocos hombres son capaces de izar del suelo siquiera. Bastaba haber visto el martillo que Thurg usaba para amasar el metal. Sus brazos acaban en recias manos, amplias de dedos gruesos y muy hábiles. Su tronco es recto, resistente como el de un roble centenario, de cintura ancha aunque se distinguen bien los dorsales desarrollados de sus amplias espaldas. Poseen un cuello corto y grueso habitualmente oculto por los cabellos y por sus espesas y características barbas. La musculación de estos guerreros de Mostal es ciertamente prodigiosa. Su complexión física es tan compacta que a pesar de su reducido tamaño su peso suele equivaler al de un humano adulto y bien desarrollado.
En contra de las apariencias, se mueven con mucha agilidad. Sorprende verlos caminar. No es el gracioso y etéreo andar del elfo pero lo hacen con mucha rapidez y seguridad, sin ningún defecto debido al corto tamaño de sus miembros. También resulta admirable verles manipular objetos en esas manos grandes de dedos gruesos con una precisión y seguridad que dejan perplejo. A pesar de todo, lo que más sorprende de un enano no es su espesa barba; rizada, gruesa y salvaje, que suelen trenzar y ornar con esmero. Para ellos representa la esencia masculina y guerrera de esta raza. Nadie ha contemplado jamás una auténtica barba si no ha sido la de un enano.
Tampoco sorprenden sus cabellos, voluminosos y de gruesos filamentos aunque de texturas dispares que habitualmente dejan crecer hasta la altura de sus hombros. Ni de su propensión al vello corporal, más extendido en unas castas que en otras, pero que suele cubrir con su suave tacto rizado pecho, brazos, piernas y zonas de la espalda en muchos casos. O sus ojos cansinos y pequeños de pupilas anaranjadas. Tampoco todas estas cosas son lo más sorprendente en un enano.
Lo que pocos saben y lo que ninguno esperaría es el poderoso y sorprendente eco de sus voces graves y profundas. Supongo que habrá de deberse a la peculiaridad en sus cuerdas vocales o acaso sea debido a algún tipo de resonancia interna. Lo cierto es que las voces cascadas y gruesas de los enanos, poderosas en sí mismas, resuenan y reverberan en el interior de su pecho produciendo un eco que acompaña las palabras del enano y las mantiene unos segundos en el ambiente. Un resonar característico de la raza e imposible de hallar en otra. Es una enseña de identidad Mostalii que les aporta solemnidad y respeto al hablar de la misma manera que infunde temor en sus adversarios.
Vedmaguer solía decir que cuando el gran Mostal decidió crear a los enanos se apiadó del resto de las razas y por esos les dotó de tan corta estatura. Hoy por hoy, y después de lo vivido, tengo que admitir que si los enanos alcanzaran el tamaño de un hombre sólo los dioses podrían haberles detenido.
Me despedí como pude del viejo Thurg y del buen señor Vedmaguer al tiempo que el primero volvía a descargar su pesado martillo sobre el enrojecido y humeante metal y el segundo reclamaba su pedido.
Mi relación con la gente del pueblo no podía ser mejor. Aquella sin par situación lo demostraba. Sencillamente me trataban como a uno más con quien poder compartir conversación y también a quien regañar. Pronto hice amistad con los jóvenes de mi edad, entre los que se encontraba Mynna, al tiempo que comenzaba a sentirme de buen grado con el resto de los habitantes. Sus caras: las conocía a todas, podría incluso describirlos aún hoy, no obstante no me pidan sus nombres pues he de reconocer que vuelan y se entremezclan unos a otros en el corral de mi cabeza como un enjambre de insectos.
Me pusieron un apodo, de hecho me servía de nombre, ya que a todos los efectos lo era, pues en mi dilatada mentira acerca de la amnesia hube de fingir también no recordar absolutamente nada acerca de mi propio nombre. De tal manera, para ellos no poseía identidad alguna. Fueron los elfos quienes me bautizaron como Ulvid’All’Jyaëromm aunque frecuentemente se quedaba en un sencillo Jyaër. Eso de tener un nombre élfico no me disgustaba en absoluto aunque al principio me costaba reaccionar a esa llamada. Más tarde supe que significaba «
el de las mil lenguas»
o lo que es lo mismo «
el que habla mil idiomas»
. Ignoro, ignoraba al menos en aquellos entonces, por qué suponían que era capaz de hablar muchos idiomas distintos. Yo, por desgracia, sólo podía comunicarme en mi propia lengua pues realmente tengo graves dificultades cuando intento hacerlo en otra. Con todo, lo que más me sorprendía era oírles a todos ellos hablar un castellano perfecto, sin acento alguno o deformación. Supuse que mucho que ver tenía aquel hechizo que Gharin nos lanzara en aquella carreta cuando aún nadie sabía de nadie. Asunto que con el tiempo fui y fuimos olvidando hasta la costumbre. Desconocía por completo cuánto tiempo más seguirían actuando los efectos de aquella magia en mi cuerpo y trataba de no pensar siquiera en qué ocurriría si por azar aquellos, sin más explicación, se desvanecieran. Lo que me resultaba gracioso y al par intrigante era especular qué escucharían todos ellos salir de mis labios. Imaginar los efectos y consecuencias de aquel conjuro me daba la risa por un lado y me llenaban de intriga por otro.