Me hacía señales enérgicas con su brazo invitándome a salir mientras me atravesaba con sus chispeantes ojos cargados de brillo y una franca sonrisa surcaba su rostro. La penetrante luz me cegaba en parte, así que no pude evitar arrugar el rostro al cruzar el umbral hacia el exterior. Un roce cálido bañó mi cuerpo y la mezcla de varios olores penetrantes se confundieron de repente en mi nariz. Olor a barro, animales y bosque. Aromas de guisos y madera quemada. Una amalgama que embriagaba y al tiempo saturaba mis sentidos. Así también, llegaron distintos sonidos. Una altisonante melodía mezcla de la actividad entre hombres y bestias, máquinas y brazos.
Pronto todo cesó de repente.
Abrí los ojos, ahora más acostumbrados al brillante resplandor del cielo.
Taarom seguía ante mí, con la misma sonrisa en los labios. Pero sabía que yo ya no le miraba. Yo miraba tras él, más allá de sus espaldas. Más allá de los soldados con extrañas armaduras. Y pasé ante ellos. Todos sonreían. Me aproximé hacia la baranda de madera, a escasos dos metros de la puerta. Aquellos metros me parecieron una travesía interminable. Me agarré a ella fascinado. Casi no recuerdo qué hice, qué dije o siquiera qué pensé.
El murmullo regresó.
—¡¡Está ahí!! ¡¡Es cierto!! ¡¡Está vivo!!
Los vítores y gritos de júbilo me sacaron del éxtasis. Los ojos, hasta entonces perdidos en la fabulosa escena que tenía ante mí marcharon hacia abajo, a unos ocho o diez metros de la baranda y de la casa de madera, hasta el suelo. Allí, alrededor de un centenar de individuos que me eran totalmente desconocidos saltaban y gritaban de alegría mientras me señalaban con entusiasmo. Quedé sobrecogido, superado por el tamaño y dimensión de los acontecimientos que discurrían ante mí. Una mano fuerte palmeó mi hombro haciendo que me girase por instinto. Resultó ser uno de los guardias. No reparé en sus rasgos. Era un varón alto, medio ensombrecido por el yelmo que protegía su cabeza. Sólo sé que me miraba con emoción. Sus ojos, quizá curtidos por la lucha, parecían húmedos y su semblante lo gobernaba una sonrisa igualmente conmovida. Parecía que mi presencia calmase sus penas. Su voz sonó recia a pesar de todo.
—Bienvenido a casa, hijo. Estás a salvo—. No supe contestarle. Demasiado turbado. Lentamente dirigí de nuevo la vista a la enfervorecida muchedumbre.
Mientras bajábamos recuerdo que Taarom continuaba hablándome. Yo apenas si lograba distinguir palabras sueltas de su discurso, ya que aquel lugar había robado toda mi atención. Las plataformas, los pasillos y puentes que habían levantado alrededor de los árboles eran espaciosas y podían, sin ahogos, caminar por lo menos dos personas. Él lo hacía por el lado izquierdo, junto al tronco del árbol que sostenía aquella estructura y a mí me dejaba el lado libre al exterior que me permitía sin ningún problema contemplar aquella ciudad sobre los árboles que tanto me impresionaba.
Descendíamos aprisa, o al menos aquella fue mi sensación. No puedo darle mucho crédito, puesto mis sentidos se habían saturado con el escenario en un lado y con la abundante locuacidad de mi singular acompañante en el otro. Sobrevivir a aquel bombardeo sensorial es más de lo que esperaba.
Volví a la realidad a medias para encontrarme sobre el suelo firme, rodeado de lo que me parecía una multitud que me observaba a cierta distancia y en silencio. Lo hacían como quien se encuentra con un raro ejemplar apenas visto. La algarabía de hacía unos instantes se había vuelto murmullo y éste se hizo silencio. Alcé los ojos y comencé a contemplar la variopinta colección de rostros y personajes allí congregados que me observaban con fascinación. Supongo que la fascinación resultaba mutua. Tampoco ellos eran distintos a ninguna otra persona que pudiera encontrarse en cualquier calle de cualquier ciudad del mundo. Todos eran hombres; humanos quiero decir, tan normales y vulgares como en el fondo todos lo somos. Sus ropas estaban confeccionadas artesanalmente. Cabellos largos y enmarañados en los jóvenes, barbas o grandes bigotes habituales en los hombres adultos. Vestidos largos en las mujeres. Viejos, niños. Soldados armados y protegidos. Los había sucios, limpios, altos, bajos, gordos y flacos. Los había hermosos y menos agraciados. ¡Elfos! Toda una sorpresa. También había elfos entre sus habitantes. Una colección diversa donde la repetición parecía imposible.
Pasamos ante ellos...
Me miraban como si jamás hubiesen contemplado a otro semejante. Podía ver su fascinación en el rostro y sus deseos de asediarme a preguntas. Lo hubiesen hecho si mi anfitrión no les hubiese advertido que ya habría tiempo para ello.
Levanté la mirada ajeno a todo lo demás y contemplé con admiración el lugar en el que me encontraba. Se trataba de un poblado colgante. No exactamente, pues en la base de los árboles, en la tierra firme del claro era el lugar donde se levantaban la mayoría de las casas y otras construcciones. Sin embargo, como filamentos de algún vegetal trepador, numerosas escalas de madera, algunas recias escalinatas, atrapaban en abrazos espirales los gruesos troncos de los árboles y proyectaban el poblado a niveles superiores donde abundaban pasarelas, elevadores y otras construcciones que se prodigaban también en las alturas como los insectos de una plaga. A primera vista el recinto podía engañar y parecer más amplio de lo que en realidad se trataba. Lo cierto es que tampoco lo habitaban tantas personas como en un principio me dio la impresión. El tipo de construcción de las casas resultaba muy rústico a unos ojos, como los míos, acostumbrados a monstruos de hormigón y acero de varios pisos de altura.
Eran casas bajas con cubiertas a dos aguas habitualmente vegetales, de las que sobresalía, como el mástil mayor de un navío, los cuellos de las chimeneas. Sus muros de adobe fajado se alzaban sobre zócalos de piedra o ladrillo. A veces, las paredes estaban hechas sólo con la madera de los árboles, al igual que las techumbres. Algunas casas estaban tejadas o disponían de losas finas de piedra, como pizarra. Eran hogares cálidos y de aspecto rudo, tan acogedores como sencillos. Aquel lugar poseía ese encanto salvaje de los pueblos perdidos. Un encanto que la sociedad que me había visto nacer, con su arrollador progreso había, prácticamente, llevado al olvido.
Tuve tiempo de ver éstas y otras cosas mientras ascendía sin prácticamente ser consciente de ello, por una de tantas escaleras que conducía a las plataformas superiores. Taarom hablaba, y lo hacía con una velocidad y profusión tan sólo comparables con su dilatado vocabulario. Tanta rapidez y tan vasto escenario lingüístico pronto me perdió de nuevo, consiguiendo entresacarme como mucho unos lacónicos monosílabos y una fingida cara de interés, a razón de no parecer descortés.
Aquellos simples gestos no sólo parecían bastar para mi simpático y particular acompañante, sino que incluso le animaban a proseguir con su ininteligible charla. No tuve, entonces, que esforzarme demasiado, pues era ya un recurso habitual parecer que le seguía la conversación cuando en realidad estaba distrayendo mis sentidos en cualquier otra cosa salvo en sus palabras.
Resultaba tan cotidiano el paraje que se extendía bajo mis pies y a la vez tan alejado a mí. Esos hombres que ahora iban regresando poco a poco a sus quehaceres diarios y su modo de vivir. Tan fuera de lugar y al tiempo tan cercano...
Veía hombres trabajando, llevando cosas de aquí para allá. En el fondo resultaba un lugar cargado de actividad. Quizá no lo había percibido así al tener una primera visión de una multitud callada y quieta, agolpada frente a mí. Había animales también, animales domésticos. Muy al contrario eran ovejas y cerdos, en su mayoría; gansos o patos pues la verdad es que yo no sabría distinguirlos.
Las mujeres hacían también trabajos diversos. Lavaban, tejían, llevaban canastos de ropa. A veces podían verse grupos descansando cómodamente cerca de las casas, conversando como lo haría cualquier par de vecinos. En algunos hogares debía estar cocinándose ricos pucheros, pues de las gargantas de piedra que asomaban por entre las aguas del tejado se escapaban las columnas de humo blanco que lo delataban. El aroma de los guisos se mezclaba con el punzante olor de los animales y creaban una mezcla extraña. Me fascinaba.
Había niños, sucios y juguetones, algunos mozos, otros prácticamente hombres. Había niñas, otras prácticamente damas... y perros. Los soldados no me parecían una fuerza organizada tanto como un variopinto grupo de varones embutidos en armaduras gastadas. Sí había entre ellos un grupo, quizá algo más de una docena, que luego supe habían pertenecido a la milicia Imperial. Todos ellos eran veteranos y lucían un considerable mostacho canoso de severas formas. También calzaban unas armaduras distintas a las del resto de los soldados. Los había comandado, y en cierta manera aún poseía un respeto indiscutible entre la población, un tal sargento Waällsteigh, al que todos llamaban, simplemente el Capitán. Un hombre singular de mirada penetrante y de carisma indiscutible. También comprobé que la mayoría de los elfos formaban filas dentro de la improvisada guardia del poblado. No eran muchos. Apenas superaban la docena. Se paseaban altivos y orgullosos con sus elegantes movimientos fruto mucho más de su sangre que de la soberbia de su carácter, e imprimían esa nota de color que siempre aportan los foráneos de otra raza. Entre ellos había algunas chicas. Dos de ellas también participaban en las tareas de la seguridad. A pesar de suponer que serían casi centenarias, ambas poseían una juventud y belleza extraordinaria. Tenían esas formas, ese atractivo que impide hacer otra cosa salvo admirarlas cuando cruzaban tu lado. Eran las únicas mujeres armadas y guerreras del lugar. No encontré humanas similares que compartieran armas con ellas.
La gente confraternizaba bien con estos guardianes y no resultaba extraño verles saludar o charlar con otros habitantes del poblado. Me preguntaba, viendo aquel paraje casi utópico en mitad de un bosque muerto… ¿Qué razón de ser tendría una milicia de no más de una veintena de hombres? ¿De qué recelaban en mitad de ninguna parte o qué defenderían tan escaso números de efectivos? Con todo, disfrutaba del espectáculo que para mí conllevaba cruzarme con uno de estos aguerridos soldados entre las ramas de esa rústica ciudad colgante.
Pronto supe que en la ciudad apenas había familias completas. Siendo aún mucho más correcto diré que la mayoría de sus habitantes no vivían en el seno de una familia. Prodigaban las viudas con hijos, los viudos solteros, los solteros sin hijos y sobre todo los huérfanos. ¿El motivo...? En aquellos momentos no tenía una visión tan amplia de la situación y ni siquiera hubiese podido sospechar lo que ocurría, aunque pronto lo descubrí. De esos huérfanos, todos aquellos mayores de doce años dormían juntos en unos barracones situados en el tercer nivel de la ciudad, a unos quince metros del suelo firme. Yo, como varón huérfano y soltero, no me quedaba otra opción que compartir con ellos el alojamiento.
Las barracas no diferían mucho de cualquier otro tipo de edificio concebido para albergar las camas de muchos individuos. Se trataba de un gran rectángulo levantado en madera con sendos portones por los que se accedía a un interior asediado por los camastros, dispuestos en doble hilera aliviando en el centro un espacio libre que a modo de corredor se podía cruzar. Cada cama, perfectamente alineada con sus compañeras, correspondía a un individuo. No resultaba nada más que un plumón relleno sobre tablas de madera pero tampoco se buscaba nada más elaborado. Bastaba con que se pudiese dormir en ellas. Yo extrañé mi tierno colchón y mis cálidas sábanas durante mucho tiempo. Sobre todo mi mullida almohada, pero supongo que para alguien mucho menos acostumbrado a los lujos que yo no habría de parecerle tan terrible descansar allí. En cualquier caso era mucho mejor que dormir sobre la dura superficie de los bosques, como llevaba haciendo desde que llegara a ese mundo.
Junto a cada cabecero yacía un arcón de dimensiones engañosas, mucho más profundo y amplio cuando se miraba al interior de lo que se hubiese dicho antes de liberarle del abrazo de la cerradura. En él podían guardarse infinidad de cosas, pues la variedad ni la cantidad del atuendo exigía nada mucho mayor. Un par de calzones, un par de camisolas y un calzado era todo lo que podía encontrarse. ¿Saben? También eché de menos durante mucho tiempo mi habitual vestuario.
Entré en el recinto, prácticamente desierto. Mis ojos acostumbrados a la luminosidad exterior tardaron un instante en poder identificar sin error los perfiles y siluetas del interior. Varias figuras que habitaban la sección más distante de donde me encontraba se detuvieron y me miraron en silencio. Con ese silencio incómodo del que ha de confesar a otro una mala noticia y no encuentra el valor necesario. Se miraron entre ellos y advertí que se sentían tensos, pero no pude imaginar el motivo. Antes de que éste llegase siguiera a ser una mera hipótesis en mi cabeza, otra figura, otro joven, como los anteriores, surgió de entre las camas y se aproximó a nosotros. Era un joven alto y recio, de barba a medio afeitar y cabellos largos mal cortados de un color apagado. Tenía el semblante serio pero conforme se acercaba sus labios comenzaron a plegarse en una sonrisa amable y plácida, que aportaba a su expresión una distensión antes insospechada.
—Alann —le nombró entonces el hombre que me acompañaba. Así supe cuál era el nombre del joven que se acercaba a nosotros—, concededme la gracia y mostrad a nuestro joven advenido el que haya de ser su lugar entre nosotros.
¡¡Esa era la palabra!!
Algo gritó en mi interior, algo desesperado y oculto que aguardaba su oportunidad para salir a la luz. Como si aquel extravagante personaje hubiese soltado un engranaje oxidado en la maquinaria de mi recuerdo, así se puso en marcha y extraje aquello que allí suele abandonarse cuando la mente se satura. Al pronunciar la palabra
Advenido
algo desconocido asaltó mi cerebro y aquel polvoriento resorte que revela los sueños, sin duda volvió a la vida. Cierto era que había tratado en vano durante semanas entresacar las frases y palabras que aparecían en mis sueños y que con tanta rapidez se evaporaban nada más abrir los ojos. Aquellos intranquilos sueños, que se habían estado multiplicando desde que llegase en tan extraño mundo, ahora comenzaban a descorrer su misterioso velo de incógnitas. Al menos esa fue mi sensación al tener completa seguridad de que esa palabra:
Advenido
,
Advenimiento
. Sin duda la había escuchado en esos vagos e imprecisos estados de nuestra conciencia.