El enviado (79 page)

Read El enviado Online

Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
4.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿No? —Dijo ella desconcertada.

—Yo estaba allí.

—¿Allí? —preguntó perdida sin acabar de comprender las palabras del mestizo.

—Los hechos que cuenta, las historias. Yo estaba allí, con él cuando sucedieron.

—¡Ah, claro! —Exclamó enrojeciendo. «Muy bien Claudia» se dijo «ni una estúpida podría haber quedado peor que tú». Pero se equivocaba, aquella simpática inocencia fue muy bien recibida por el guerrero que se sentaba junto a ella. De nuevo se hizo el silencio.

—Pienso en Iärom —confesó entonces de súbito el atractivo semielfo—. Ibas a preguntarme en qué pensaba. ¿No es cierto?

«Me muero de ganas por saber que habita en tu cabeza» hubiera dicho. Al menos ese resultó el pensamiento espontáneo, aunque quedó reducido a una vacilante afirmación.

—Es un caballo precioso —añadió ella—. De verdad. Yo también le echaría de menos—. Allwënn supo que la joven no había dicho aquellas palabras para adularle.

—Iärom era ya un joven potro cuando yo nací. Desde ese día nuestras vidas han discurrido en la misma dirección.

—¡Oh, que lindo! —exclamó espontáneamente la joven, conmovida ante el hecho—. Te lo regalaron al nacer, por eso hizo aquello esta mañana en la orilla. Estaba apenado por que os separabais.

—Bueno, no exactamente —corrigió inusualmente amable el semielfo—. Iärom no está a mi cuidado sino yo al suyo. Él es mi protector. No me lo regalaron al nacer. Él fue el obsequiado. El regalo... fui yo. Y por eso estaba tan enfadado esta mañana.

El nuevo día despertó radiante, sobre todo para la joven. Su charla con el mestizo se alargó durante horas o al menos aquella resultó sin duda la sensación que le quedaba tras ello. El aire le pareció más puro, los soles más brillantes y el agua más clara. Tenía ganas de reír, de saltar y gritar aunque guardó muchas de esas energías para sí. Hablaron sobre todo de los caballos, pues a raíz de eso conoció algunos secretos del exuberante guerrero.

—Os habréis fijado que los caballos elfos son más altos y esbeltos ¿Verdad? Shâlïma, la yegua de Gharin, es elfa —comentaba Claudia aquella mañana a sus compañeros que la atendían en el mismo lugar donde en la noche ella participó de todas esas revelaciones en compañía de Allwënn. Estaban los tres amigos juntos charlando mientras refrescaban los pies en el agua. El resto estaba ocupado en otros asuntos. Se encontraban como antaño, felices. Hablando con la franqueza de amigos y sin intromisión, como hacía tiempo que no disfrutaban. Ella les contaba todas aquellas cosas y ellos escuchaban atentos.

—Shâlïma es más alargada de morro, más estilizada y... y habéis notado que se contonea al trote ¿no? Eso es porque es hembra. Iärom es como Allwënn, no es caballo elfo puro. Allika... algo, que es como los llaman. No es puro... porque eso lo sabéis ¿no? Que Allwënn no es... —pero continuó ante el baile de cabezas afirmantes con el que se encontró—. ¿No habéis notado que es un caballo mucho más musculoso? Ya sabéis, más ancho, más corpulento. Además, su cabeza, la testa, es más cuadrada y recia.

—Cuál ¿La del caballo o la suya? —dijo Alex y eso provocó carcajadas.

—La del caballo, mendrugo. No os lo perdáis —decía bajando la voz hasta el susurro—. ¡Es mestizo de unicornios! Y no uno cualquiera. Por lo visto su padre es un auténtico semental. Pierden el cuerno, pero sus cuerpos adquieren matices peculiares. Puede notarse en el pelo, por ejemplo. Sus crines son mucho más espesas y la cola también. ¿Os habéis fijado en la pelambrera que cubre sus patas a la altura de las pezuñas? ¿O en esa especie de barba de chivo que le crece bajo la mandíbula? Ningún caballo elfo lo tendría. Y los ollares. Los ollares son mucho mayores.

—¿Qué son los ollares? —Preguntó Alex—. ¿Mi caballo también tiene de eso?

—Es el hocico, amigo —contestó Odín—. Vale, no me miréis así —reprochó el otro—. Nunca había tenido caballo hasta ahora.

Luego les estuvo contando la impresión que le había causado ese extraño vínculo con las monturas.

—Los elfos del Sannshary. Ellos regalan sus retoños a los potros jóvenes a quienes encomiendan su cuidado y protección. Sí, sí. Tal y como suena. Son los recién nacidos los que son regalados a los potros. Así se vinculan a ellos desde su nacimiento y el propio animal establece con su jinete un sentimiento de protección hacia él, como si fuese descendencia propia. Es una pasada ¿No creéis? Este lugar tiene cosas horribles, pero tiene otras. Esos elfos son tan... tan...

—Tan guapos ¿verdad? —apostillo irónico Alexis lo que hizo que la chica perdiese el hilo de su frase—. ¿No me digas que no te habías dado cuenta? He visto como se te van los ojos detrás de uno, en concreto. Por cierto llevas unos pendientes preciosos.

Odín esperó a ver la reacción de la chica pues no sabía cuánto en realidad conocía su compañero Alex de todo aquello.

—¿Te has fijado? —contestó la joven con cierta picardía—. Regalo de un admirador. Ya ves... ¿A ti aún no te han regalado nada?

—Creo que mis piernas no son tan llamativas como las tuyas.

—Oh! ¡Eres un cerdo, Alex! —Odín al principio aportó sus sonoras carcajadas a la escena pero de pronto enmudeció.

—Aunque sigue habiendo cosas que nunca cambiarán —añadió con un tono tan lúgubre que los jóvenes dejaron de bromear y se detuvieron a contemplar aquello que había arrancado tales palabras de los labios de su amigo.

La siniestra sombra de aquellos parajes envueltos en turbulentas y oscuras nieblas se cernía ahora mucho más cerca. Su aliento corrompido de aguas limosas casi alcanzaba a la embarcación. Parecía un cadáver corrupto que yacía en mitad de un campo de flores. Tenebroso, maligno. Las huesudas extensiones de árboles delgados y retorcidos, de apéndices nudosos y desnudas ramas, eran visibles perfectamente desde donde se encontraban. Pasaban de largo, pero resultaba igualmente inquietante verlo cercano y rasante.

—El Nahûl! —se escuchó la voz de Gharin, desde atrás. Al girarse contemplaron que todos los tripulantes de aquella embarcación de madera habían dejado sus haceres para mirar la siniestra sombra.

—Por favor, que alguien me diga que no tenemos intención de pasar por ahí —suplicó la chica.

—No vamos a hacerlo. Eso me ha dicho Gharin —confesó Alexis.

Entonces la joven suspiró.

La sombra quedó ahí, acompañándoles como un caminante cansino en la misma dirección.

XIII
ACEROS INDÓMITOS

«AVE CAESAR, MORITURI TE SALUTANT».

 

SALUS GLADIATORUM

La campiña aparecía, lánguida y extensa, como un tapiz en flor...

Como una alfombra de campos de cultivo aún precoces, sin el paño tostado y alto en el que se acabaría revistiendo durante la estación seca. Los llanos serenos entre los valles de las últimas sierras ahora superadas se extendían sin fronteras, más allá de donde la vista alcanzaba. Atrás quedaban, al fin, los Valles Hundidos y el tenebroso cenagal que llamaban del Nahûl. Aquella última escarpadura del suelo ponía un límite tajante al terreno llano y húmedo de las marismas para separarlo mediante crestas quebradas, con otro paraje llano y uniforme. La luz de la tarde se matizaba de ese carmín coralino de los atardeceres de Minos y en el horizonte los ardientes discos solares iniciaban su lento claudicar ante las sombrías realidades de la noche.

Desde aquellas laderas, al pie mismo de los abismos, el espectáculo carmesí dotaba a las amplias vistas de una aureola distinta, a medio camino entre la solemnidad y la emoción colmada. Sobre los caballos, apenas sin dirigirse palabra, miraban aquella fantástica puesta de soles con el mismo compungido sentimiento, con la misma vibración contenida que sigue a la bajada del telón, tras una ejecución impecable.

Podía verse la campiña tapizando como una colcha de retales las praderas llanas que se disponían abajo frente a sus ojos. Había pequeños bosques, apenas arboledas, sobre las laderas o envolviendo pequeños cauces de agua. También podían divisarse sin mucho problema lo que semejaban ser caminos empedrados que conectaban distintos puntos y se perdían a lo lejos. Allí, también en la distancia, los pequeños y medianos cauces de agua acababan fundiéndose en una lejana sierpe de plata, visible aún en la lejanía y que resultaba ser el S’uam; río que habían visto nacer en el deshielo de las faldas del Belgarar y que discurría por aquellas planicies convertido en un caudaloso hidalgo.

Allá, a sólo algunas millas de distancia, quizá inapreciable si no fuese delatada por las sombras oblicuas de la tarde, podía intuirse lo que parecía una aldea. Una villa amplia que se situaba al centro de tan extensas vistas al pie de un arroyo y a la vera de un bosquecillo de abedules.

—Ese es nuestro destino —confesó Ishmant a la vista de aquella pradera y de las villas que en ella crecían y se ocultaban—. Diezcañadas en plena comarca mediana del S’wam.

—¿Aquello es? —preguntaban los chicos con una emoción sin disimular. Ishmant se limitaba a asentir satisfecho—. ¿Allí vive el hombre que puede ayudarnos?

Ishmant desvió la mirada hacia los elfos antes de responder. Gharin y Allwënn, por motivos distintos a los de aquello jóvenes también esperaban encontrarse con él.

—En esta apartada comarca agrícola me cité con él hace algún tiempo. Espero que los Ancestros le permitan cumplir su palabra. Si no ha llegado aún, le esperaremos.

Habían llegado.

Parecía que jamás se alcanzaría este momento. Que el tiempo se dilataría hasta la eternidad para que consumieran su existencia en un interminable cabalgar sin rumbo. Pero lo habían logrado, pese a todas las inclemencias y adversidades, allí estaban.

Los humanos se miraron inquietos, sin poder evitar revolverse en sus sillas. La proximidad de un desenlace, ya fuese venturoso o no, les hacía mostrarse con el mismo nerviosismo que precede, en el actor, a la salida al escenario. Aún así, existía una segunda lectura. Todavía podían verse las manchas de sangre reseca en muchos cabellos, vestimentas y armaduras. Aunque seca y pegada sobre sus cuerpos, en los corazones y ánimos se encontraba aún caliente, palpitante y fresca. La última experiencia, demasiado cercana aún, se había hundido pesadamente en el pecho de los chicos y les había hecho comprender, de manera concluyente la clase de ley que imperaba en el mundo que pisaban y la verdadera naturaleza de las personas que les acompañaban.

Tal vez, sólo después de lo visto acabasen teniendo certezas fundadas de que aquella pareja inusual y el solitario Ishmant no podían resultar ser simples ladrones. Ya no podían continuar creyendo algo tan ingenuo.

Su graciosa silueta aparecía y se difuminaba entre las peñas, saltando como un gato que busca una presa, con su misma rapidez y elegancia. Aquella melena de oro encrespada se veía ondear y derrumbarse contra su estrecha espalda como una masa de espuma dorada y espesa. Sobre su hombro, la esbelta sombra del arco y las flechas en su carcaj se perfilaban tras él otorgándole la visión del cazador. Gharin no se apartó del grupo para cazar. No desmontó y corrió entre la hierba y los riscos para buscar sustento. Fue a observar, a mirar, a darle de nuevo uso a la extraordinaria capacidad de visión que poseían sus brillantes pupilas de elfo. Pero en pocos minutos se encontraba de nuevo acompañando al grupo que dejase cansado y dolorido tratando de desentumecer los músculos.

—Nada —dijo aún caminando hacia ellos—. Desierta. Ni rastro de movimiento. No hay nadie, no hay tropas. Nada. Ni las ratas habitarán ya en ese lugar.

Ishmant se encontraba mirando a lontananza, hacia el inabarcable horizonte que aún tenían por delante. A su lado se encontraba Allwënn, callado y pensativo. A últimas horas de la tarde el cielo se había despejado lo suficiente como para permitirles ver la caída de los soles. El día estaba a punto de expirar y las tenues y agónicas horas de sol pronto darían paso a las planicies oscuras de la noche. Yelm se suspendía en el cielo a punto de besar el horizonte. Minos aguardaría su turno, algo más tarde.

—Es hora de decidir.

Pronto se halló la cuenca del Galia. Sobre su fluido curso acabaron dejando atrás las pantanosas profundidades de los valles con sus pájaros y peces y sus sombrías profundidades. Kilómetros abajo, una vez las marismas fueron recuerdo, se reencontraron con los corceles. La sugerente Shâlïma y el poderoso Iärom habían logrado conducir al resto de los animales por los círculos exteriores de los pantanos y parecían aguardar al grupo de humanos con impaciencia. El reencuentro resultó casi tan emotivo como la despedida y la cautivante personalidad de los corceles acabarían por hacerse un hueco profundo en el ánimo. Pronto los arneses estuvieron de nuevo sobre los lomos, las bridas mordidas por las quijadas. La balsa se hizo leña y el grupo emprendió el camino.

La tarde, además de una ligera mejoría en el tiempo, trajo también aquella visión que pocos esperaban. Bajo los riscos y lomas, sobre el valle que formaban algunas colinas y tapizando sus laderas se divisó la silueta difusa de una ciudad. Nuevas nubes de tormenta amenazaban a lo lejos la travesía, así que Gharin decidió echar un vistazo para comprobar si resultaba más interesante aguardar a la noche bajo los techos de alguna de las viviendas que continuar a riesgo de no poder evitar la tormenta.

Muchas de las antiguas ciudades humanas fueron abandonadas poco después de su saqueo. De hecho, resultaban más las ciudades destruidas y luego abandonadas que aquellas que han vuelto a levantarse bajo el negro estandarte de Kallah. El núcleo político y administrativo del Nuevo Orden era el templo. En ellos se tramitaba todo lo necesario para organizar la productividad de una ciudad. Son los auténticos centros neurálgicos del poder establecido. Los monjes de Kallah son pocos y su milicia escasa si hemos de compararla con el número de ciudades que quedaron despobladas tras la guerra. Nadie en su sano juicio, ni siquiera el fanatismo de quienes siguen a la Señora, dejaría a una jauría de orcos, ogros o saurios solos sin la estrecha vigilancia de los soldados oscuros. Con suerte se matarían entre ellos. Por eso los Duques y Maestres de Kallah tuvieron que medir muy bien sus posibilidades y seleccionar las ciudades que valían la pena ocupar y explotar en un complejo entramado de redes de comunicación. Había rumores que apuntaban a que la orden lunar se había volcado en los últimos años en la construcción de nuevos templos y que se estaban multiplicando y extendiendo como un cáncer. La mayoría de los presos eran enviados a trabajar en el levantamiento de estos santuarios y eso solo parecía tener una traducción posible y es que el Culto se estaba recuperando del desgaste de la Guerra.

Other books

Relentless Pursuit by Kathleen Brooks
A Passion for Leadership by Robert M Gates
Murder in Grub Street by Bruce Alexander
Grounded by Jennifer Smith