El enviado (80 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó Gharin deteniendo el cremoso corcel que montaba para mirar el ruinoso espectáculo de casas abandonadas que encontraron alrededor.

—No consigo orientarme —confesaba el guerrero humano—. No estoy seguro si hemos atravesado las fronteras del Ducado. Tal vez sea Tres Puertas o Calahda aunque bien podría tratarse ya de la propia Aldor.

—Creo que Aldor estaba bajo el dominio del ‘Säaràkhally’ —apostilló Allwënn que miraba con recelo los desvencijados restos que se erguían como un cadáver viviente—. Allí ondean los estandartes de la Señora. Además, creo que quedaba mucho más cerca del curso del Dar.

—Es muy posible —respondió el humano desmontando de su negra cabalgadura—. Probablemente tengas razón. Busquemos. Tal vez encontremos algo que nos despeje incógnitas.

No había puerta y el interior se encontraba cargado de tinieblas. Ishmant no gozaba de la innata habilidad de vislumbrar en las sombras pero sus sentidos se habían desarrollado mucho más que los de cualquier otro humano. El interior de la vivienda era de dimensiones reducidas y había sido pasto de las llamas. Una pila de cenizas y vigas calcinadas se amontonaban en el suelo de la habitación como un monte de negros despojos. Avanzó despacio, casi sin emitir un solo ruido por entre el bosque de escombros y muros caídos para advertir por el vano abierto de lo que una vez fue una ventana cómo la joven Claudia inspeccionaba temerosa y asustada la vivienda anexa.

Los últimos rayos carmesíes del rojo Minos caían oblicuos por entre las numerosas grietas y aberturas de las paredes. Como auténticas cascadas de fuego se abrían paso por los huecos abiertos de las consumidas ventanas.

Alex miró hacia arriba. Las vigas de las techumbres estaban ennegrecidas pero no parecían haber sido atacadas por el fuego, tan solo revestidas por el oscuro roce del denso humo. A cada nueva pisada se levantaba una ola de polvo acumulado durante décadas y los desvencijados muebles que en su día hubieron de ser lujosos y recios, apenas si se mantenían en pie y de una pieza. Alex sentía al tocar con sus dedos la rugosa textura de la madera carbonizada de puertas y ventanas, los angustiosos gritos de los únicos supervivientes que aun persistían en aquella ciudad fantasma. Esos muebles y paredes, aquellas vigas y techumbres. Todos esos restos diseminados y heridos de muerte. No pudo evitar trasladarse con la mente a los últimos momentos de existencia de aquel lugar. No fue muy difícil. Fuego, humo, gritos, llantos. Una densa atmósfera irrespirable llena de bestias con resplandecientes aceros y oscurecidas almas abatiendo indefensos aldeanos. Ríos de sangre deslizándose por las calles como el agua se escurre tras una tormenta. Sencillamente aterrador.

Entonces escuchó voces en el exterior.

Gharin y Allwënn habían entrado en otra de las viviendas, ambos empuñando firmemente sus aceros no dando tregua a ninguna sorpresa que pudiera saltar desde alguna invisible esquina para prenderse a su cuello. El propietario de aquella casa hubo de poseer un nivel social más elevado. La vivienda era grande y en su momento gozó de un mobiliario refinado y exquisito. La mayoría de las cosas de valor habían desaparecido, víctimas quizá de saqueos y rapiñas. No obstante, aunque decrépita y vencida seguía respirándose en su interior un remedo de la atmósfera señorial que una vez presidió aquellas paredes. Sobre el suelo, como resultaba habitual, se amontonaban desperdicios y suciedad de años junto con otros objetos informes. Allwënn apartó de una patada un amasijo de hierros retorcidos que en el pasado probablemente hubiese constituido el cuerpo de una elegante y con toda seguridad muy costosa lámpara colgante.

Majestuosa, una amplia y alta escalera de madera levantaba sus pesados y recios escalones hasta el segundo piso. El pasamanos era grueso y estaba labrado, realzando aún más las formas impresionantes de la escalera que asombrosamente aún hoy se vestía con las pesadas y costosas formas de un tapiz granate con bordados de oro que ya había perdido toda la gloria de antaño.

Irrecuperablemente sucia, rota y desmembrada, aquella larga alfombra brindaba a la estancia la misma imagen lóbrega que una anciana arrugada y marchita vistiendo un polvoriento traje de novia. Resultaba casi una visión de ultratumba.

Los ojos de los elfos escudriñaban las sombras desvelando los secretos ocultos que se escondían en ellas, tras los huecos de las puertas, en las esquinas. La débil luz que penetraba por los ventanales, pocos de ellos aún acristalados, sólo servía para iluminar vagamente el pavimento cubierto de suciedad, escombros y signos de violencia. De pronto, el pie derecho de Gharin presionó una sustancia blanda y húmeda cuando debería haber alcanzado el último peldaño de la altiva escalera. Era como una pasta licuosa y densa que se escurrió por debajo de su suela y quedó adherida a ella en un pegajoso abrazo. Allwënn ya se encontraba inspeccionando una de las habitaciones interiores de aquel segundo piso cuando oyó a su compañero proferir una maldición.

Se acercó hasta el umbral de la puerta y le vio frotando con repugnancia la suela de su bota con la arista del escalón.

—¿Todo bien, amigo? —le preguntó desde su posición. Gharin levantó la vista y su rostro tenía el expresivo rostro del desagrado.

—He pisado los excrementos de algo. —confesó molesto.

—¿Excrementos? —repitió la inconfundible voz de su amigo.

—Alguna alimaña decidió no esperar más

—¿Necesitas ayuda? —regresó de nuevo la voz, aunque esta vez venía impregnada con el hábil humor del mestizo. Gharin plegó los labios en una simpática sonrisa. El buen humor del elfo no se oscurecía por tan poco.

—Olvídalo. Los tengo acorralados. Ya te llamaré si encuentro algo más peligroso como... digamos... un ramo de amapolas—. Se escucharon unas sonoras carcajadas
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.

—Maldición —repetía mientras frotaba su bota con la madera—. Te has agarrado bien... Supongo que me has cazado en emboscada.

Al fin los restos de la inoportuna defecación se liberaron de la bota de Gharin tras unos momentos de esfuerzo pero con tan mala fortuna que en la última sacudida el talón golpeó en el escalón inferior y a punto estuvo de perder el equilibrio de no ser por que los rápidos reflejos le llevaron a prenderse de uno de los balaustres de la escalera.

—¿Pero qué...? —Algo extraño había palpado al sujetarse del maderamen, algo filoso y áspero como un puñado de cerdas gruesas y duras. En efecto resultaron ser los restos de un espeso pelaje gris terroso lo que traían pegados los dedos del arquero. Un pelaje duro y afilado que debió quedar adherido a la madera del barandal cuando el animal subió.

—Supongo que tú eres el dueño de la mierda ¿No es cierto? —preguntaba solo a los gruesos filamentos que aún perduraban entre sus dedos. Entonces vio otro puñado más cerca del vástago del que había recogido los primeros. Dudoso, se agachó para prender también aquellos que resultaban una cantidad bastante más numerosa. Entonces los pasó por entre la suave y sensible piel de sus dedos tratando de adivinar por su textura a que animal pertenecían. Pronto su veteranía le mostró que no se trataba de ningún animal.

—¡¡Allwënn!!

El cesar de los ecos de sus pisadas sordas en la madera advirtieron a Gharin que su compañero se encontraba junto a él, aunque sus ojos aún se encontrasen en la mata de pelo duro que había extraído del suelo. Volviendo su vista, entornó la mirada hacia las gemas verdes que se engastaban en los ojos de Allwënn y que en la creciente oscuridad que poblaba la estancia comenzaban a brillar como los rescoldos de una hoguera. Entonces le tendió la mano y mostró la pelambrera encontrada. Allwënn la rescató de los blancos dedos de su amigo despojándose enseguida de su guante para hacer lo mismo que había hecho su amigo hacía unos instantes: comprobar su textura. Su rostro, un tanto escéptico indicaba que no parecía haber encontrado nada aparentemente anormal, entonces, Gharin que le observaba en silencio le apremió con un gesto a que la oliese. Una pestilencia característica inundó las fosas nasales del guerrero nada más posar el pelaje bajo su nariz. Un olor azmilclado y descompuesto. Al mismo tiempo un hedor húmedo y terroso. Pocas cosas huelen así.

—¡Ratas!

En el exterior, los últimos haces de sol expirarían en breves minutos.

Una luminosidad tenue, algo más intensa y ocre que el brillo apastelado de nuestro sol, anunciaba sin error la venida siempre mal recibida y cruel de las sombras. Aún dejaba libertad para ver y otorgaba unos momentos preciosos para buscar resguardo. Junto a los caballos se encontraba Alex y también el musculoso Odín a quien habían dejado la vigilancia de los animales. El resto se había internado en las panzas calcinadas de las viviendas adyacentes con objeto de recabar algo de información. Los elfos no habían alcanzado aún el punto de reunión cuando vieron salir de una casa próxima a Ishmant acompañado de la joven humana; tampoco esperaron a que él llegara, decidieron abordarle aún en la distancia.

—No estamos solos Ishmant, hemos encontrado —alzó la voz el mestizo de largos cabellos negros pero su frase fue interrumpida por el propio Ishmant.

—Ratas. Lo sé. Hay rastro de ellas por todas partes.

Pronto hubieron salvado los metros que les separaban y todos se reunieron con impaciencia en el cerco que formaban los caballos. Entonces Allwënn extendió su mano y mostró a los ojos del embozado humano los restos del parduzco pelaje que había encontrado su amigo.

—Si, no hay duda, son ratas —confirmó Ishmant de un rápido vistazo.

—La ciudad entera puede estar infectada.

—Tal vez estuvieran de paso —apostó el embozado guerrero.

—Lo dudo —manifestó el rubio mestizo con asombrosa seguridad. Ishmant le miró preguntándole con las pupilas el motivo de tanta certeza- He encontrado restos recientes de actividad.

—¿Cómo de recientes? —quiso saber el guerrero. Gharin miró a su compañero y ambos trataron de disimular un acceso cómico.

—Digamos que... lo bastante recientes.

Ishmant echó una ojeada al cielo prácticamente nocturno de aquellas horas. Un fresco olor levantado por una creciente y húmeda brisa advertían de la proximidad de la tormenta. Respiró hondo y volvió a dirigirse al grupo.

—Si nos vamos ahora dejaremos atrás el problema de las Ratas pero no podremos esquivar la tormenta. Si nos quedamos, la situación se tornará inversa.

—¿El problema de las ratas es tan grave? —preguntó el robusto Odín.

—Podría serlo —contestaba Allwënn—. No suelen salir de sus madrigueras sin un buen motivo. Pero quizá nosotros seamos una interesante fuente de motivación.

—Será cuestión de mantener los ojos abiertos —propuso Gharin.

—De verdad... —se sinceraba Alex también—. Si tengo que elegir entre un puñado de ratas y otro chapuzón de agua fría, prefiero mil veces las ratas—. El resto de los jóvenes parecía compartir también aquella opinión y probablemente resultó aquella firme convicción la responsable de que se optaran por aguardar allí a que pasara la noche.

—De acuerdo —dijo Allwënn dirigiéndose hacia un Ishmant silencioso y como siempre pensativo—. Entonces será mejor que busquemos un buen lugar y dejemos de llamar la atención.

La ciudad carecía de murallas y probablemente tal carestía facilitó su fatídico desenlace. Muchas, por no decir la mayoría de sus casas y viviendas, aún permanecían en pie aunque pocas de ellas se conservaran intactas al exterior. Faltaban puertas y ventanas, parte de las cubiertas o sus paredes se encontraban agujereadas y ennegrecidas como si hubiesen sufrido un auténtico bombardeo. La distribución de las calles resultaba típicamente ortogonal, aunque su trazado serpentease acomodándose a la altura del terreno. De estas arterias principales partían otras tantas calles que se perdían por entre los edificios, manteniendo sólo en su intención original la división en damero. En las calles más anchas se agolparon la mayor parte de los establecimientos comerciales. El grupo se entretuvo en observar con curiosidad aquel paraje desolado y ruinoso que ofrecía el conjunto de edificios a ambos lados de aquella calzada amplia por la que transitaban en dirección norte. Trataban de imaginar aquel lugar en otros tiempos muchos más felices, con sus habitantes caminando de un lado para otro. Vestidos con indumentarias que apenas si lograban dibujar en su imaginación.

A medio descolgar, aún aferrado al gancho que una vez lo unió al travesaño, un grueso tablero de madera se mecía chirriante al viento con una ornamentada inscripción:

«Las Siete Cabezas, Taberna».

No resultaba difícil vislumbrar allí el entrar o salir de temerarios guerreros medio borrachos, dispuestos siempre a encontrar algún trabajo en el que empeñar su espada y conseguir algo de oro que gastar en mujeres o cerveza. Un poco más adelante en una fachada recargada de inusual diseño otro rótulo descolorido y apagado parecía decir:

«Irkop hijo de Klasku el Servero, Tatuador. Decore su piel con los mejores trabajos traídos del Othamar».

En realidad los jóvenes miraban con fascinación y sobrecogimiento esas calles desiertas y olvidadas, aquel paraje lleno de ruinas, pasado y recuerdos, pero en cierta manera lo contemplaban con la misma lejanía con la que un turista visita alguna reliquia del pasado clásico. Nada les unía a ese lugar, ningún recuerdo pervivía ni antes ni después del desastre. Aún así, un extraño resquemor que les erizaba el cabello. Tal vez fuese el cadavérico aspecto de lo que una vez tuvo vida, el intenso sobrecogimiento que imprime en el alma contemplar desierto lo que por lógica y norma debería encontrarse repleto de actividad y gentes. Ese miedo amargo de la ruina. También, porque por primera vez contemplaban de cerca el efecto de aquellas historias que les habían contado acerca de la negra diosa y su infernal ejército, las guerras y el exterminio implacable de humanos. Aquella ciudad carbonizada y desierta era la prueba palpable de la veracidad de aquellas narraciones. Eso sí ponía fácilmente los cabellos de punta.

Sin embargo, para el resto significaba algo aún más espeluznante. Lo contemplaban con la amargura y tristeza con la que se pierde algo querido. Era su civilización y su presente lo que en aquella solitaria ciudad se estaba consumiendo.

—¿Qué ocurriría aquí? —surgieron los pensamientos de Odín involuntariamente hechos palabra. Claudia que cabalgaba en su montura asida a su férrea cintura no pudo evitar contestarle.

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