El enviado (90 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—No busco problemas, Silvänn
[ 58 ]
. El humano no me acompaña en contra de su voluntad. No es de mi propiedad y podría marcharse cuando quiera. Pero no entiendo por qué aseguras que te pertenece a ti.

—Tu fingida amabilidad me exaspera, Félido —añadió el mutilado arquero con un desabrido tinte en sus palabras que yo desconocía—. Ambos sabemos del valor de ese humano. No intentes simular tu ignorancia conmigo. Vivo o muerto el muchacho vendrá con nosotros. Ese es el principio y el fin de la discusión. Acéptala o lucha.

—¡¡No Akkôlom!! —grité desesperado cuando comprobé el cariz que estaban tomando los acontecimientos—. ¡Es cierto! ¡No me ha forzado a acompañarle! ¡¡Me salvó la vida!! Al parecer, mis gritos le obligaron a centrarme la atención. Sus ojos se distanciaron de la impresionante silueta del hombre león para descender hasta mí. Akkôlom tornó su maltratado rostro hacia una sonrisa de sarcasmo.

—Por supuesto —exclamó con una certeza pasmosa mi marcado tutor—. Vales mucho dinero. No te dañará. Si te vende vivo cobrará dos o tres veces el precio convenido. ¿No es cierto?

—¿De... de qué estás hablando? —quedé perplejo. Apenas si había sido capaz de comprender lo que el veterano elfo trataba de decirme. ¿Aquel amable y culto personaje haciendo negocio a mi costa? Apenas podía dar crédito a mis oídos. Si hubiese sido otra la persona que tratase de convencerme de aquella misma cosa, probablemente no le hubiese escuchado. Miré al félido y su rostro de rey estaba sesgado por una sombra inquietante. Era la sombra que surca la mirada de quien es atrapado cometiendo un delito. Dudé... y tuve miedo.

—¿Le has dicho a lo que te dedicas, félido? —Le interrogó el elfo con astuta malicia, intuyendo los pensamientos que ahora surcaban con ferocidad mi cabeza—. ¿Qué te ha contado, Jyaëromm? ¿Cómo te ha dicho que se gana la vida? ¿Viajero? ¿Aventurero? ¿Cazador? ¿Te ha confesado lo que caza? ¿Te ha dicho lo que vende? Seguro que eres muy astuto ¿verdad? —Añadió dirigiendo su única pupila de vuelta a la soberana testa leónida—. Le robas el humano al Culto en sus propias narices. Cruzas un par de reinos y se lo vuelves a vender cobrando la recompensa ¿No es cierto? ¿Cuánto te darán por él en Dáhnover? ¿Seiscientos Ares? ¿Setecientos?

—Mil doscientos Ares de plata por un humano varón en edad de portar armas —confesó seriamente aquella solemne voz—. Dos mil si aún es púber o una mujer en edad de concebir. Por el resto sólo pagan cuatrocientos.

Le miré desconsolado. Busqué en sus sabias y rasgadas pupilas anaranjadas un rastro, un signo, un motivo que me sirviese para desechar esa idea que comenzaba a formarse desesperadamente en mi cabeza. Él me miró con decepción y no me ofreció la respuesta que buscaba.

—Eso es mucho dinero.

—Lo es.

—Jyäer...  —repitió Akkôlom—. Acércate a mí.

Tenía un blanco limpio y claro. A esa distancia no podía fallar. Forja era una tiradora excepcional. Su dominio con el arco era excelente. No en vano corría auténtica sangre de elfos por sus venas. Ese sentido de la distancia y la precisión le venía desde la cuna. La punta de acero afilado apenas si se movía unos inapreciables milímetros, señalando con su dedo fatídico de muerte la cabeza de su infortunada víctima. Podía pasarse las horas manteniendo aquella posición. Sus dedos no relajarían la tensión de la cuerda y la flecha tampoco apartaría su terrible mirada de hierro punzante. Hasta el momento todo daba la sensación de mantenerse controlado. Aún el cielo no había contemplado el acero de ningún arma. Aún los músculos no se habían puesto en movimiento revelando la violenta explosión de la lucha. De momento sólo hablaban.

Entonces recordó las palabras del desfigurado elfo...

—Si hay lucha, dispara. No dudes, mátale. Hay mucho en juego.

La joven tenía el corazón en un puño. Sabía que las palabras del elfo eran las más sensatas. Duras, pero sensatas. Suplicó a los dioses que aquella situación se saldara sin derramamiento de sangre. Esta vez no tendría elección. Habría de cumplir la orden clara. Le iba a costar acabar con una vida que ella misma había salvado de las aguas.

—¡Detente! —Me ordenó el gigantesco leónida cuando estaba a punto de empezar a avanzar hacia el encapuchado elfo. Su brazo se estiró hacia mí y su dilatada mano obstaculizó mi camino.

—No seas necio, Félido —le increpó mi aliado—. Hay un arco Silvanno apuntando desde el bosque. ¿Me crees tan estúpido de enfrentarme a una criatura que me dobla el tamaño y a su mascota felina únicamente con mi espada? Caerás abatido antes de desnudar tu acero, puedo garantizártelo.

Tener un arco silvanno sobre la cabeza era una pronta y certera sentencia de muerte. Quizá ese conocimiento, esa advertencia clara y sin duda, cruzó la mente de aquel félido. Probablemente en esta ocasión su formidable estatura, sus dimensiones extraordinarias no sirviesen sino para facilitarle la tarea al supuesto acechante arquero. El Lex dudó en reaccionar y como si su cuerpo se congelase de repente, quedó inmóvil, dudoso, pensativo. O eso pensamos todos.

El remate del bastón que portaba el leónida comenzó a despuntar en brillos. Primero tenuemente, más tarde aumentando su fulgor gradualmente. Akkôlom blasfemó en silencio maldiciendo su torpeza y los segundos que con ella había regalado a su adversario. Entonces... su mano, que en ningún instante soltó el mango de su espada, extrajo con un enérgico lance el luminoso acero del abrazo de la tierra. Sin embargo, ya presumía, ya temía lo que estaba a punto de ocurrir.

El poderoso brazo del félido extendió en un veloz impulso aquel labrado bastón cuyo remate apuntó al pecho enjuto del semielfo como si fuesen los cañones de un galeón a punto de tronar metralla. Nada surgió de aquella talla de madera de complicada traza, pero Akkôlom apenas si tuvo tiempo de alzar su espada. Fue arrancado del suelo con una violencia inusitada y catapultado en el aire, como hubiese sido embestido por la ola invisible. Se desplomó unos metros más atrás, en una colisión despiadada contra el mismo tronco exánime desde el que momentos antes se había alzado. La madera vieja y robusta del leño le hirió la espalda. Su cabeza acabó por impactar contra la masa arbórea y por unos instantes perdió el parcialmente el conocimiento.

Lex no desperdició un segundo y ya musitaba algo entre dientes con esa voz suya cavernosa al tiempo que se cernía sobre mí para cubrirme con los amplios vuelos de su capa.

El dedo soltó la presa y la cuerda liberó toda aquella energía contenida. Los afilados gramos de acero fueron impulsados con una furia mortal hacia el fatal desenlace. La saeta cruzó en breves segundos la distancia entre el ejecutor y la víctima.

Sin embargo...

Yo me encontraba en el oscuro interior del manto largo y grueso del félido. Él se había lanzado sobre mí cubriéndonos a ambos con el tejido rudo de su capa. Ignoraba yo la razón de aquel movimiento. Tan solo escuchaba ese murmullo grave. Ese cántico impreciso, abstraído e ininteligible que musitaban sus labios. El salmo de otro encantamiento. Aquél hombre león era un hechicero.

Nunca supe con certeza, hoy tan sólo me atrevo a sospechar que la flecha que impactó quebrándose como si fuese fino cristal sobre los y pliegues de su capa, que se astilló como si el manto hubiese sido tallado en puro granito nunca quiso dañar al enigmático leónida. Otro su destino. Era otra la víctima de aquel dedo fatídico. Nunca nadie me lo confesó abiertamente. Quizá no es algo grato de revelar, pero esos gramos de metal afilado y asesino tenían escrito un nombre... el mío propio.

Tan pronto como se volcó sobre mí oscureciendo el cielo con las alas de su capa, volvió a incorporarse. Raudo, como si supiese exactamente en qué dirección vendría el próximo ataque. Se levantó poderoso, alzando casi violentamente su considerable estatura y barrió con el brazo que empuñaba su bastón un poderoso arco trazado en el aire. Luego sentí un zumbido muy fuerte. Seguidamente el agitar de hojas y ramas. Alcé la vista a tiempo para comprobar como la arboleda cercana se estremecía como si un vendaval hubiese pasado su mano. Un furioso golpe de viento azotó todo cuanto abarcó aquel imaginario arco trazado en el aire. Los árboles se doblaron como si fuesen a desgajarse durante unos momentos, suficientes para lograr el fin pretendido. Forja fue incapaz de mantener el equilibrio en la rama desde la que había disparado y se precipitó al suelo sin remedio. No fue una caída grave, ni tan siquiera peligrosa. Apenas algunas magulladuras quedarían como evidencia de aquel percance. Pero cuando la pintada medioelfa trató de incorporarse descubrió ante sí la amenazadora figura de un tigre albino que le mostraba con resuelta fiereza unos colmillos como sables de guerra.

Akkôlom recuperó parcialmente la conciencia perdida cuando tuvo la certeza de encontrarse soldado al suelo. Y no en un sentido figurado, ni mucho menos. Muy al contrario, la ligera capa de barro que las últimas lluvias habían formado en el terreno se había solidificado bajo él pegando las partes de su cuerpo en contacto con la húmeda sustancia. Cualquier esfuerzo por liberarse resultaba inútil. Él lo sabía de antemano, por eso ni siguiera intentó zafarse de aquella insólita presa. Aquel resultaba un viejo truco -más bien, hechizo, debería decir-, muy básico, casi de aprendiz. Muy infravalorado y tremendamente útil como podía comprobarse. El veterano arquero, sabiéndose vencido miró con su único ojo hacia arriba, hacia el imponente félido que le observaba sereno, apoyado con ambas manos en su ornado bastón.

—Parece que no queda más opción que pactar —exclamó resignado. El Lex lo contempló en silencio durante un momento sin decir palabra.

—Esa… —dijo al fin —es una sabia elección.

La densa bruma de los recuerdos se fue disipando poco a poco conforme aquellos se aproximaban a las horas presentes. Las pupilas de Forja volvieron a dibujar una escena ante ella. La misma escena que se difuminó cuando inició su viaje por la memoria reciente. La misma escena que recordaba aún al sumirse en aquellos pensamientos. La imagen serena y melancólica de Akkôlom mirándose a sí mismo.

A un lado, la leña crepitaba moribunda alimentando una corona de llamas joven y altiva. Poco más allá, el cuerpo de ese extraño y codiciado humano parecía descansar plácidamente. Enfrentado al marcado elfo, imponente de aspecto y custodiado por su hermoso felino se sentaba aquella criatura sobrecogedora, aquel ser poderoso del que difícilmente podía apartarse la mirada. El félido, ajeno, o tal vez acostumbrado a ser objeto de asombro, leía plácidamente un pequeño libro de viaje a la luz potente y danzante de las lenguas de fuego. Ver aquella criatura de noble y feroz aspecto con lentes sobre su ancha nariz y un libro menudo en sus dilatadas manos era una experiencia desconcertante. La pintada guerrera tenía muchos motivos para desconfiar de aquel impredecible individuo, de sus arcanas artes... de sus secretas intenciones.

La gente suele temer aquello que no conoce, oí decir una vez.

—¿Qué vas a hacer con él? —se armó de valor y preguntó la joven medioelfa. Aquel gastó unos segundos en alzar cansinamente la mirada y observarle con sus pupilas amarillentas y rasgadas por encima de sus lentes.

—Eso, joven dama, creo que no es de vuestra incumbencia —anunció aquel gigante modulando su voz para parecer amable. Regresó la vista a la lectura. Sin embargo, Forja, lejos de contentarse, no tenía ánimos para las buenas maneras.

—Ya no me considero ninguna joven y tampoco debería considerarme una dama. En cuanto a lo que es o no de mi incumbencia, sabed que una vez salvé la vida de ese muchacho. Si ahora hemos de entregársela, al menos me agradaría conocer qué tipo de suerte le espera.

Akkôlom regresó la mirada al frente a la conversación que se iniciaba ante su único ojo. El félido, tras un prolongado suspiro, interrumpió por segunda vez su concentración para atender a la chica.

—¿Nunca os han enseñado que es de muy mala educación interrumpir a alguien que trata de leer? —le reprendió gravemente.

—¿Vais a darme una respuesta? —preguntó ella.

—Ya os he dado una respuesta, claro que no queréis aceptarla—. Y esto dicho, retornó los ojos al texto diminuto y denso de su libro.

—¡Maldición! —barbotó ella.

—Forja —le llamó la atención ahora el demacrado arquero, a quien le exasperaba cualquier síntoma de pérdida de la compostura. Jamás podía evidenciarse ningún tipo de ardor visceral. Nunca el adversario debía percibir tu enojo o frustración. Ella, recordando las lecciones del maestro trató de refrenar su ira y mantuvo la compostura pero ello no evitó que dirigiese ahora sus reivindicaciones hacia él.

—Estás muy serio, muy pensativo —le aseguró —¿No tienes nada que decir al respecto? Este mercenario venderá al chico y ganará una fortuna. Si alguien me hubiese escuchado en su momento.

Otra vez, una vez más...

La lanza hurgando la herida. La pulla clavándose profundo. Akkôlom miró a su discípula con un frío invernal arreciando su única y ártica pupila. Tan severa fue su mirada, tan explícita que la arquera pronto supo que se había excedido en sus críticas. Nada hubiese impedido una firme y dura reprimenda. Salvo, como fue el caso, que el félido, harto de las constantes interrupciones se decidiese al fin a proporcionarle la ansiada respuesta.

Con un gesto de infinita paciencia, el Lex abandonó la lectura. Cerró su pequeño volumen y se dirigió a los elfos que entablaban aquel represivo duelo, aquella silenciosa y contundente reprobación. Uno reprendía, la otra, sumisa, callaba.

—Si voy o no a enriquecerme a costa de este joven humano es algo que me parece no haber comentado aún, pero a lo que tampoco ninguna ley me obliga revelar. Con todo, en el caso de obrar de esta manera, no se me ocurriría hacer negocios en Dáhnover. Más de uno allí quisiera colgarme de una estaca. Me dirijo a la comarca del S’uam. Un lugar más apartado, mucho más tranquilo. Ideal para este tipo de asuntos. He quedado con un viejo conocido allí. Para bien o para mal la suerte del chico se decidirá en ese lugar. No tengo inconveniente alguno en que me acompañéis hasta ese punto. Luego, una vez yo consiga lo mío, sois muy libres de negociar al chico con quien corresponda. Y ahora... ¿Me dejaréis continuar la lectura?

Cuando el joven muchacho acabó accediendo a las exigencias del susceptible Allwënn, el público concentrado ante las hojas de roble que cegaban la entrada era numeroso. Ni Odín, que había quedado dormido en su catre, ni Ishmant, de quien nada se sabía desde que cruzase el umbral de entrada, se encontraban allí. Pero si el resto.

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