—¡¡Corre, no te detengas!! —aconsejaría el elfo marcado a la joven—. ¡No trabes combate o tendrás que hacerlo con toda la guarnición! Y si luchas, procura zanjar la disputa con una o dos estocadas.
Los aceros bailaron poco entre sus manos, prefirieron eludir el combate. En uno de los quiebros la pareja se separó, tomando caminos distintos. Con cualquier otro compañero el mismo Akkôlom lo hubiese sugerido, pero su valiente aliada aún era inexperta en este tipo de situaciones. Resultaba una joven sobresaliente, pero su experiencia en combate se reducía a abatir al enemigo con el arco y desde la seguridad que proporciona una buena cobertura para luego rapiñar el botín.
—¡¡Forja!! —la llamó, pero resultaba demasiado tarde, ahora no podría detenerse. Un soldado de culto frenó su carrera. Montaba un corcel robusto y portaba espada ancha y escudo pesado. Desde su astado yelmo se le pudo apreciar una arrogancia ufana, una confianza que probablemente le costó la vida. Aquel elfo venía sobrado de experiencia. Todo el mundo sabía con certeza que aquel misterioso y marcado lancero era más de lo que aseguraba ser. Pocos podrían imaginar con absoluta seguridad cuántas y de qué calibre eran las victorias que tenía en su haber. Con una destreza asombrosa esquivó el acero salvaje del soldado. Prendiendo su brazo armado, lo arrancó de la silla.
La espada de Akkôlom le brindó una muerte certera, limpia, silenciosa. Luego, saltó a la silla de montar y tomó las riendas del noble bruto. Le hizo girar en redondo con un tirón seco y decidido, emprendiendo un veloz galope por entre las callejas derruidas. Volvió a la calle en la que se había separado de Forja. Ella ya no se encontraba allí, pero siguió el tumulto dejado tras de sí y poco tardó en encontrar la pista de la pintada pelirroja.
Aquella montura era un caballo de guerra, entrenado para reprimir su miedo durante el combate. Resultaba un animal muy experimentado. Apenas si tembló cuando el jinete le hizo cargar contra el grupo de orcos perseguidores. Sus pesados cascos de hierro se batieron como mazas de batalla contra los desprevenidos adversarios, aplastando algunos cráneos a su paso. Pronto alcanzó la altura de la medioelfa a quien obligó a subir de un salto a pleno galope. Enseguida se acabaron las construcciones y se internaron en los campos de labranza, evitando arrollar en tan furiosa huida a los consumidos labriegos despojados de alma. Apenas si gozaron de mucho tiempo más para advertir que una dotación de jinetes partía tras ellos.
Habían dejado de oírles, de escuchar sus voces o los ladridos de los perros. El viento húmedo que precede a la lluvia había dejado de transportar el cabalgar hostigador de los perseguidores.
Akkôlom apretó fuerte las riendas contra la mandíbula de la bestia que montaba, y aquella fue progresivamente deteniéndose hasta quedar inmóvil. El robusto cuerpo del animal exudaba un vaho intenso, como si sus músculos hubiesen consumido carbón hirviente y aquel vapor fuese el signo que lo delatase. Su negra figura se lubricaba con una densa capa de sudor brillante que despedía un punzante olor y la garganta gemía en quebrantados resuellos que luchaban desesperadamente por robar un poco de aire fresco con el que recobrar el aliento perdido.
—Los hemos dejado atrás —anunció con alivio la joven medioelfa, volviendo la cabeza hacia el frondoso bosque—. Los perros deben haber seguido una pista falsa.
—El olor del caballo ha debido despistarlos —aseguró tranquilo el arquero—. No en vano se lo robé a un soldado. El rastro se ha debido mezclar con el suyo propio.
Hubo un momento de silencio durante el cual, el bosque habló con ese sutil idioma de susurros y olores sin que en ningún momento el sonido de los caballos, la jauría de ladridos o las voces de quienes les perseguían se dejasen apreciar. El éxito de su huida se convirtió de esta manera en una certeza.
—Debemos volver—. Akkôlom ni siquiera se giró al hablar. Sus palabras surgieron de sus labios con el frío y afilado tono de una sentencia. Forja apenas si lograba ver alguno de sus dañados rasgos, pues la capucha de su capa primero y sus cabellos negros después, le velaban el rostro.
—Una magnífica propuesta —aseguró sin perder la compostura o alzar el tono de su voz—. Casi tan acertada y sensata como la de traer al chico con nosotros.
Akkôlom sonrió para sus adentros. En verdad el arpón había sido certero y se había clavado en el rincón más doloroso. Sin embargo, él era elfo y sabía perfectamente qué podía esperarse de otro de los suyos en una situación similar. Aquella cruel acidez buscando el punto más vulnerable.
—Lo ocurrido no puede cambiarse, Forja —anunció el mutilado arquero aún sin volver su única mirada—. Reconozco que aquella no fue una acertada elección, pero fue la elección tomada. Hemos de encontrar a ese muchacho cueste lo que cueste. Sus ojos han visto demasiado, sus oídos han escuchado suficiente para delatarnos. El poblado entero corre un peligro muy serio. Los siervos de Kallah pueden hacerle hablar. Conocen inimaginables métodos para obligarle. Es un humano. Si la voz se corriese, pronto tendremos una legión en los bosques.
—Deberías de haber tenido en cuenta esos riesgos cuando decidiste que nos acompañara, Akkôlom. Si le han cazado, no va a ser fácil encontrar a ese chico. Aunque, siempre podemos preguntarle a la sección de caballería que nos venía siguiendo. Con un poco de suerte aún andarán por los alrededores.
El marcado se volvió a ella muy lentamente. Cuando sus rasgos deformes se cruzaron con la chica, aquella hizo borrar de un soplo todo atisbo de ironía. Se sintió como si hubiese estado burlándose de su propio padre, riéndose de las demencias seniles de un viejo. Aquella mirada impávida, gélida, ártica la devolvió a la realidad. El mutilado elfo que tenía a su frente era su incuestionable maestro. Ella la humilde e inexperta aprendiz.
—Volveré a Plasa —manifestó el veterano—. Encontraré al joven Jyaëromm y lo traeré de vuelta o le daré muerte yo mismo. Mío fue el error y mía será la enmienda. Tú puedes quedarte aquí, si lo deseas. O puedes venir conmigo. La decisión es tuya y nadie va a obligarte a hacer lo que no quieras.
Forja suspiró...
La elección no sería agradable, pero sólo había un camino.
La mañana avanzó rápido.
Apenas si pude percatarme de ello cuando los soles gemelos ya se levantaban lozanos a media altura del horizonte en plena juventud. Lucía un día exquisito. El soplo fresco de la brisa, reminiscencia, tal vez de las brumas con las que había amanecido el alba, endulzaba una mañana que de otro modo hubiese resultado incluso calurosa. Tan claro día tenía un efecto vivificante. Una increíble variedad de aves entonaba sus melodías. La tierra rezumaba ese penetrante y delicioso olor húmedo. Desde estas sierras podía divisarse el río S’uam, todavía incipiente, abriéndose paso por una llanura, aún tosca y desagradecida con el cristalino cauce.
Incluso en la distancia, visto como un hilo plateado que aparecía y desaparecía, podía apreciarse la fuerza de sus aguas, aún agitadas, que conservaban mucho de la furia con la que, tramos atrás, en plena montaña, había marcado su camino a través de la indomable roca. Mucho más lejos, casi invisible a la vista se recortaban las crestas del poderoso macizo, eternamente coronado de nieve. Y la sombra que a sus pies delataba el fantasmal bosque en cuya simiente, con celoso secreto, se ocultaba lo más parecido a un hogar que yo hubiese conocido en aquel mundo del cual nos alejábamos lenta e inexorablemente a cada paso.
—Lex. ¡Lex! ¿Ocurre... ocurre algo? —Si el tiempo se me había esfumado como un suspiro, si se había desvanecido como la pena de un mal sueño al despertar, había sido posible, en gran medida a la generosa charla de mi sorprendente protector y compañero. El derroche de conocimiento vertido por aquel gigante con cabeza de león se mostraba tan enriquecedor como bello. Su discurso no solamente resultaba interesante y ameno, si me permiten la expresión diré que, además, era altamente estético. El propio vocabulario invertido, la articulación de esas mismas palabras. Jugaba con el lenguaje de tal manera que el resultado aparecía hermoso, sin ornamento superfluo pero muy equilibrado. Su voz hueca y aquella modulación deliciosa sazonaba el guiso final con un condimento que no podía hallarse en todas las gargantas. Por ello, no les parecerá extraño que, manteniendo tan suculenta charla durante horas apenas sin interrupción me resultase extraño que aquél leónida quedara de pronto absorto, con su frase a medio concluir y la mirada olvidada en la distancia.
—Parece... que tenemos compañía —me dijo sin que yo percibiese ningún tipo de exceso en sus palabras. Y con una leve inclinación de su majestuosa testa indicó que mirase al frente—. Mantente atrás. No te separes de Tigre.
Con su mano amplia me empujó suave para que me ocultara parcialmente tras su corpulencia y el largo vuelo de su capa.
—Aún recuerdo cuando encontrar compañía en los caminos resultaba una agradable experiencia —suspiró no sin cierta nostalgia—. Lamento que en estos tiempos sea más prudente gastar precaución.
Sentado en el tocón de un árbol recubierto del manto verde del musgo había una figura alta y delgada, oculta tras los pliegues de una capa fina que había conocido tiempos mejores. Con los abundantes vuelos de aquella se tapaban sus dimensiones reales. Sus miembros quedaban dentro de toda especulación acerca de tamaño o forma. Una mano enguantada sobresalía de los paños de su capa empuñando una espada larga y desnuda que enterraba su punta de acero en la humedecida tierra que pisaba. Aunque en actitud inofensiva, un arma desenvainada aunque sumisa y quieta, parecía querer imponer respeto, lanzar el aviso. No es sino la antecámara, el preludio de algo por llegar, un mensaje cifrado.
Aparte de aquél desnudo acero no parecía llevar más armas salvo un elaborado arco, indiscutiblemente elfo para pupilas versadas en la materia que se perfilaba ufano en su encorvada silueta. No había rastro de carcaj o flechas por ninguna parte.
Los haces de luz traspasaban el verdor del bosque como las lanzas de una guarnición de combate. Sus brillantes miradas apenas si desvelaban algo de la identidad del misterioso aparecido. Las sombras de la espesura, a pesar de hallarse cuajadas de heridas luminosas y movidas por el agradable mecer del viento, velaban los perfiles, ya turbios y poco definidos sin su ayuda.
El rostro del extraño resultaba un pozo de tinieblas apenas insinuado. A modo de embozo, el manto alcanzaba su cabeza, de la cual tan sólo podía atisbarse con esfuerzo una piel limpia atenuada por una cascada de cabellos oscuros brillantes.
—Es un elfo —anunció mi acompañante obligando a mi mirada a ascender hacia las cumbres de su felina expresión. Ni podía imaginar el motivo de tanta seguridad.
—¿Cómo lo sabes? —interrogué con interés, imaginando que el félido habría hallado algún detalle escondido en el vestuario, gesto o aspecto de aquella insinuada silueta que la delatara sin error. Sin embargo, el Lex alzó su hocico y olisqueó el aire repetidamente como cabría esperar de su hermosa mascota.
—Le huelo —confesó. Le creí con una ceguera incondicional.
Aún a cierta distancia, el solitario sujeto parecía no haberse percatado de nuestra llegada, lo cual alimentaba las sospechas de mi acompañante y aumentaba la tensión. Es cierto que tratar de asegurar con certeza hacia dónde apuntaban las pupilas del desconocido no era sino una tarea ardua. Probablemente no nos viese pero resultaba cuanto menos extraño, tratándose de un elfo, que no nos hubiese escuchado ya.
—Quizá esté muerto —apunté como una posibilidad, aunque ésta se hallase en un extremo.
—Ahora lo comprobaremos —dijo el félido—. No te apartes de Tigre —volvió a recordarme. Yo me aproximé a la bella estampa del felino blanco que parecía ser absolutamente consciente de aquella situación. Avanzamos ahora con sigilo, despacio y en silencio. Cuando el félido creyó haber alcanzado una distancia segura alzó la voz dirigiéndose al extraño sentado al borde del camino.
—Paz en el camino, extranjero —saludó mi acompañante, alzando su mano diestra en un inequívoco gesto de cortesía—. ¿Podemos servirte de ayuda en algún asunto?
La cabeza embozada dio tenues muestras de vida y se tornó levemente hacia nuestra dirección. Ningún haz de luz incidió directamente en su rostro de manera que las facciones tan sólo se abocetaron en su interior. Había una faz imberbe. Una faz limpia, de piel brillante. Quizá; ¿por qué no? la faz de un elfo. Una pupila brillante se dejó ver por entre la imprecisa maraña. Una única pupila brillante, azul celeste, silvanna casi por definición.
Empezaba a vislumbrar algo familiar en ese secreto rostro.
La figura se alzó, apoyándose en el largo mango de la espada, que no llegó a desclavar de la tierra. Se reveló una amplia y esbelta estatura, aunque muy lejos de impresionar a alguien del tamaño de mi acompañante. El extraño habló con una voz fría que me resultaba demasiado habitual para ser desconocida.
—Tenéis algo que me pertenece y quiero recuperar a toda costa —anunció con inusitada calma y corrección aquel personaje alto envuelto en su capa. Hubo unos segundos de silencio que evidenciaron una tensión incipiente, latente en el aire. Aquella demanda no podía desencadenar nada bueno.
—Sois muy descortés, extranjero. Aún no me habéis confesado vuestro nombre y ya me acusáis de ladrón. No recuerdo haber robado a nadie —declaró el félido aunque me percaté que empuñaba su bastón de manera mucho más firme—. Aún así, os ayudaría de buen grado si me dijeseis qué cosa pretendéis recuperar a mi costa.
La demanda no se hizo esperar. Apenas sin concederse un tiempo para pensárselo, la siniestra figura me señaló.
—Quiero... al muchacho—. Y al señalarme el pliegue de su capa se escurrió revelando unas facciones, antaño hermosas, hoy marcadas por la huella de una herida profunda. Un rostro mutilado que yo conocía bien. Una mirada única, perdida, escondida tras la vergüenza de cuero de un parche.
—¡Akkôlom! —grite, preso de una súbita alegría. Pensé que jamás volvería a ver al enigmático lancero elfo.
—Jyäer, ven aquí —añadió él, sabiéndose delatado. Fue Tigre, en esta ocasión quien dejó patente su abierto rechazo a esa orden rugiendo con ferocidad. No me atrevería a mover un músculo ni por todo el oro del mundo.
—No lo hagas —ordenó el félido—. Mantente donde estás —añadió pronunciando mi nombre... mi verdadero nombre, lo cual me dejó sin habla. No recordaba haber confesado ese dato a nadie, exceptuando los mestizos Gharin y Allwënn y a mis compañeros humanos, por supuesto. Enseguida, el félido se dirigió al marcado elfo.