La joven pareja de músicos aún conservaban los pertrechos de batalla. La noticia de cenar caliente y en un breve espacio de tiempo hizo que apenas si dedicaran tiempo a desvestirse. Únicamente los escudos, las armas de asta y los molestos yelmos fueron abandonados en sus respectivas habitaciones. El resto de las piezas de la armadura continuaban en frío contacto con la piel y las espadas, quizá olvidadas, pendían de los cintos y vainas.
Sin poder disimular su temblor, el jovencito giró la llave que cerraba a cal y canto las compactas hojas de madera. La velada estancia se descubrió asolada por las sombras y por una pesada quietud. Un silencio profundo, como el que respiran las tumbas de los muertos. Era una sala amplia. Un salón dilatado cuajado de mesas y sillas, absolutamente despojado de vida. Gharin miró con desconfianza a su compañero de lides. Todos lo hicieron. Ya nos habíamos acostumbrado a buscar la referencia de sus pupilas y a leer las expresiones de su rostro. El mestizo de enanos tenía la mirada perdida en el interior de la estancia.
No movía un músculo, apenas si parpadeaba.
Nadie hizo nada. Nadie movería un músculo hasta que él lo moviera. Nadie diría una palabra hasta que él la pronunciase. Todos aguardábamos con impaciencia esa primera reacción del misterioso elfo. Si la tensión en su rostro disminuía, probablemente no hubiese nada que temer. Si su recelo aumentaba, entonces más nos valdría estar prevenidos. La experiencia demostraba que Allwënn podría parecer un tipo irritable y muy susceptible, pero lo cierto es que hasta el momento jamás se había equivocado con ninguna intuición.
El de larguísimos cabellos tornó sus pupilas fieras de nuevo hacia el pequeño. Aquél sintió el frío cortante de su ardiente mirada. Entonces Allwënn desenvainó su dentado acero con un crujido metálico y antes de que nadie pudiese contradecirle o detenerle, penetró con decisión en el salón de la taberna.
Se conocían demasiado bien. Habían compartido muchas experiencias desagradables. Gharin hace tiempo que dejó de cuestionar aquellos arranques de desconfianza de Allwënn. Él resultaba el primero en admitir que la diestra de su inseparable estaba siempre presta a empuñar el acero. Aunque no era menos cierto que su filo habitualmente regresaba a la vaina teñido de sangre. Así, cuando el dentado hierro de la Äriel saludó a los presentes con un brillo fantasmal, su brazo acudió diligente hasta su pesada espada. Ni siquiera dudó por un instante que pronto estaría trabado en pugna con otro acero. La certeza, la inminencia de una lucha parecía tan cercana que incluso Alex, contagiado quizá del ánimo rotundo desplegado por los elfos llevó su mano virgen hacia el cinto y desenvainó la espada.
Claudia le miró asombrada. No esperaba tal reacción de su amigo. Aquél sin duda resultó el primer sorprendido de su propio gesto, pero pronto devolvió a su ingenua compañera una mirada cargada de significado. Sus pupilas clamaban, quizá un pensamiento nacido de manera espontánea. Parecía querer preguntarle con sus iris... «Debo hacerlo, Claudia... ¿Hasta cuándo nos vamos a mantener al margen?» Ella creyó entender a medias tal significado e incluso estuvo tentada a hacer aflorar su pesada arma. No obstante, quizá un atisbo de sensatez -así lo definiría ella- le borró al acto esa pretensión. En lugar de eso, tomó de las manos la lámpara de aceite que sostenía Fabba y penetró tras ellos recelosa, aportando el arco de luz que proporcionaba la lucerna. Apenas si habían cruzado el umbral cuando el portón se cerró con un estruendo a sus espaldas.
—¡Maldición! —profirió Allwënn. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron. El sonido de las llaves hurgando en la cerradura y las voces nerviosas de los muchachos al otro lado, no dejaba espacio para la duda. Les habían tendido una trampa.
Claudia, impresionada por el sobresalto dejó escapar un grito, aunque, lamentablemente no fue lo único que escapó a su control. De sus dedos se escurrió también la lámpara de aceite, que rodó unos metros sobre el suelo maderado, por fortuna, sin quebrarse. Aquello, casi inevitablemente, distrajo por unos instantes la atención. Un despiste que suele pagarse caro, sobre todo, cuando hay alguien a la espera de aprovecharse de unos segundos regalados.
El sonido de muebles arrastrados, de botas duras que pisan la madera. Una garganta que se arranca en un gemido de esfuerzo. Alguien sale del celo de las sombras, de la protección del silencio y el velo impenetrable. Alguien que derriba a su paso las sillas, que exhala y gime de esfuerzo. Son indicios inequívocos. Es alguien que ataca.
—¡¡Allwënn, agáchate!!
También el bravo mestizo de enanos había aprendido, y muy bien aprendida, esa lección: cuatro ojos ven más que dos. Por mucho que le costara admitirlo la pupila celeste de su dorado amigo era más ágil y sagaz que la suya.
Gharin lo había visto. Había apreciado con claridad cómo surgía de su escondite y alzaba su espada contra la desprevenida cabeza de su compañero. Aquella silueta dirigía un corte horizontal hacia la base del cuello. La intención era separar la cabeza de los hombros de Allwënn. Gharin se permitió el lujo de reaccionar con frialdad. Estaba demasiado lejos como para apartar a su compañero pero el invisible enemigo ya había lanzado el golpe. No tendría tiempo de corregir la trayectoria, aún cuando escuchase el aviso.
No es que el rubio semielfo gozase de tiempo que invertir en razonamientos, es que a tal velocidad discurrían sus reflejos. Otro, apenas si hubiese tenido tiempo para abrir la boca antes de que su rostro se manchase de sangre amiga.
Allwënn se echó al suelo, tampoco aquel dudaba cuando Gharin lanzaba un aviso. El acero enemigo silbó enfurecido cuando rasgó el aire sin encontrar víctima. Pasó sobre él, y el dueño de la traicionera artimaña también. Resultó el hierro de Gharin quien frenó la acometida aunque eso era algo que el arquero ya había asumido desde un principio.
Era sólo cuestión de tiempo...
Allwënn afianzó la Äriel en su puño y hubiera descargado con rabia las fauces de su acero contra el desconocido adversario si no fuese porque su experiencia en combate le lanzó un nuevo mensaje por el flanco descubierto. ¡¡Había otro!! Se volvió rápidamente para trabarse al segundo. Únicamente acertó a percibir una silueta fugaz que se aproximaba con decisión resuelta y el acero desnudo. Apenas si cedió un segundo más. Las fauces de su legendaria espada buscaron hambrientas carne donde saciarse.
Allwënn era un combatiente ciego.
Uno tenía que recomponer por completo cualquier teoría aprendida al enfrentarse a él. Apenas si podía sospecharse cual sería su siguiente movimiento. No poseía técnica. No tenía disciplina. Ni tan siquiera podía esperarse lógica en sus ataques, sólo pasión, pasión honda, desgarrada y salvaje. Pasión profunda, inconsciente, ciega. Pasión y furia, furia sin control, sin barrera, sin límites. Era como pelear contra la galerna, impredecible, imparable.
Allwënn luchaba como un Tuhsêk. Si a alguien debía su formación como guerrero era a la estirpe de su padre. Para el Tuhsêk, toda justa es una guerra. Toda arena es un campo de batalla, donde no existe ley, donde no imperan reglas. Sólo el manantial de adrenalina que irrumpe en las venas alimentando los músculos.
Allwënn era un combatiente ciego.
Nunca pensaba en el lance del adversario. Poco le importaba el daño que pudiera recibir de la estocada enemiga. Únicamente en los golpes que salían de su propia mano. En la sangre que haría derramar y en las heridas que su espada dentada abriría en la piel de su presa. Por esta razón y no otra, lo que hasta unos brevísimos instantes sólo era un semielfo sorprendido por un flanco. Un adversario frágil, desorientado, sin preparar. Lo que hasta hacía unos segundos resultaba un objetivo certero. Se había revuelto sobre sí lanzando una ciega y dura estocada al cuerpo que le agredía. Su contrincante, que ya había efectuado su lance, nunca hubiese esperado tan contundente respuesta. Allwënn daba sobradas muestras de impresionarse muy poco ante el acero que se le venía encima. No hizo gesto alguno de intentar detenerlo o esquivarlo. Lo cual permitiría conservar la iniciativa a su enemigo y lo que sin duda aquel pretendía.
Contra toda regla, contra toda lógica, el elfo dirigió feroz su espada con nombre de mujer hacia el cuerpo turbado de su contrincante, sin pensar en nada más. Sólo unos reflejos prodigiosos salvaron a aquel atacante fantasma de ser partido en dos. Las formidables dimensiones de la Äriel hacían de ella un arma cuyo beso causaba la muerte al primer golpe en un porcentaje muy elevado. Nadie quería arriesgarse a probar su caricia. Su filo dilatado llegaba al adversario antes que otro acero menor. Su ancho talle convertían su hoja dentada en un huracán que todo lo arrastra a su paso.
Aquel inesperado atacante…
De haberse mantenido firme, de no haber dudado en el último momento...
Esquivar la furiosa acometida del mestizo de enanos…
Probablemente hubiese logrado herir a Allwënn, quizá incluso de muerte, pero hubiese encontrado en su abdomen el beso mortal de la Äriel con una certeza absoluta. Con todo, las fauces brillantes de la hermosa espada encontraron carne y el gemido de dolor que le acompaña aunque fuese sólo un rasguño.
Era esa seguridad férrea, casi auténtica soberbia. Era ese desdén, ese desprecio absoluto por el adversario lo que aterraba al enemigo y lo hacía dudar en el último y más preciado instante.
Allwënn era un combatiente ciego.
Sólo hacía unos segundos parecía un adversario postrado y en clara desventaja. Ahora, un poderoso enfurecido guerrero que proyectaba golpes con una violencia inusitada. A duras penas podía frenársele interponiendo ágilmente una espada.
El rival de Gharin era una mujer. Lo supo desde el principio, incluso antes de tener certeza absoluta, incluso antes de apreciar su rostro difuso.
Olía a mujer...
Era un aroma sutil. Su piel transmitía esa vaporosidad contagiosa. Esa dulce fragancia. Gharin había aprendido a distinguirla, a reconocerla en cualquier lugar, en cualquier situación. A fuerza de rutina, de aspirarlo y delectarse con él, el aroma de mujer se le había enquistado en el pensamiento. Formaba parte de ese cúmulo de elementos asimilados que jamás se olvidan y no poseen más que un solo sentido. Ella era mujer. Eso no le facilitaba la tarea. Nunca soportó bien acabar con la vida de una dama. Aunque ella fuese enemiga y no tuviese para él más caricias que las del dedo helado de la muerte.
Tenía un aspecto salvaje. A sus pupilas se mostraba clara y nítida, a pesar de la escasez de luz y la fugacidad del combate. Era una mestiza, como él. Como los cadáveres que encontraron antes de penetrar en las ciénagas del Nahûl. Podría ser una de ellos, otra cazadora de recompensas. Ahora se prodigaban mucho.
Era una mestiza... de humanos.
También él podía distinguirlo con la misma evidencia con la que un elfo de pura estirpe le delataría a él. Olía a mezcla.
Gharin iba deteniendo las embestidas de su acero con relativa comodidad. Ella peleaba duro, con cierta escuela, con cierta técnica. Aquella mestiza había aprendido a manejar la espada con un buen maestro. Sin embargo, le faltaba mundo. El semielfo podía casi predecir sus lances de antemano. Carecía de esa chispa de espontaneidad que proporciona la experiencia. Sus estocadas eran precisas, bien colocadas, pero exageradamente evidentes.
Sus ojos. La chica. Era muy bella. ¿Cómo dañarla?
Gharin era un bailarín. Su elegancia moviendo el acero resultaba abrumadora. Al contrario que Allwënn, Gharin poseía un carácter en combate eminentemente pasivo. Se sometía ferozmente al equilibrio y la forma, sin malgastar un gramo de esfuerzo en un movimiento vano que no fuese a proporcionarle una ventaja considerable. Evidenciaba su formación exquisita y jamás improvisaba un golpe. De hecho, cualquier erudito versado en las artes y formas de la verdadera esgrima de Gladia
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podría narrar, como quien narra una partida de ajedrez cualquier combate del semielfo atendiendo tan solo al nombre de las figuras o lances que el rubio mestizo utilizase en la justa.
Si podía contener la furia del adversario, Gharin prefería aguantar y observar pacientemente su técnica hasta hallar en ella una fisura. Detenía con estudiados y correctos movimientos llenos de elegancia las estocadas de su enemigo, fintaba con agilidad felina sus lances y bailaba a su alrededor hasta encontrar un error, una oportunidad. Entonces hendía el acero. Una vez, dos como mucho. Luego, su adversario moría.
El arma de la mestiza se estrellaba una y otra ven en la hoja de su espada haciéndole retroceder. Sus ojos controlaban los movimientos, sus pasos cedían sólo el terreno necesario. Gharin continuaba interponiendo sabiamente el arma mientras la estudiaba.
Era muy bella...
De un salto inesperado subió a una mesa cercana y esquivó desde la aventajada posición aquellos enérgicos y predecibles golpes. Él era un guerrero veterano. Quizá no lo evidenciaba con la misma claridad que su amigo, pero sin duda su nivel resultaba extraordinario. Su espada se movía de izquierda a derecha, de arriba a los flancos. Su cintura se quebraba en giros violentos perfectamente ejecutados. Mientras, sus pupilas azules como el hielo glacial buscaban el error.
Y acabó encontrando el hueco...
La espada buscó la víctima, se encaminó con decisión para asestar el golpe que habría de desequilibrar aquella injusta balanza. Los recuerdos, las imágenes golpearon su mente como el pico machaca la roca. Volvieron los ojos muertos de aquellas elfas mutiladas meciéndose de sus cabellos desde las inalterables ramas de roble. Aquellos hermanos empalados en sus lanzas. Y se mezclaron en un caldo espeso con un millar de visiones similares que sus ojos habían presenciado en los últimos tiempos.
Era hermosa. ¿Cómo matarla? ¿Cómo acabar con una vida? Quizá, en otro tiempo no hubiese tenido remordimientos al enfrentarse a un hombre, no así con una mujer. Pero últimamente, después de lo ocurrido, exceptuando a los sacerdotes y huestes del Culto o a las bestias, le parecía un horror sin nombre acabar con cualquier otra vida. Estaba cansado de derramar sangre sin un motivo.
Su cabeza fintó la estocada que aquella salvaje mestiza le dirigió. Cruzó su área de acción, entró en su guardia. De un golpe certero, preciso, el acero de Gharin rompió el asalto y ella quedó desarmada.