El hallazgo le puso nervioso y con la misma rapidez intentó devolverlas de nuevo a su confinamiento, buscando luego entre sus ropas un lugar donde ocultar la bolsa.
¿Qué le impulsaba a robar en nuestra peculiar situación? Quizá pura codicia. Quizá buscaba apropiarse de dinero con el que comprar la ayuda de alguien distinto a aquellos elfos. Quizá pensaba ya en deshacerse de nuestra compañía y tratar de buscarse la vida por si solo. Lo cierto es que quedaremos sin saberlo. Lo único cierto es que debió ser durante esa tarea, en la que sus ojos iban de aquí para allá, cuando descubrió la fabulosa espada de Allwënn apoyada en el nudoso tronco de un árbol lejano. Aquello le sobresaltó. No había visto regresar al semielfo y si su arma estaba allí, él no podía andar muy lejos, después del celo demostrado. Aquella deducción debería haberle bastado para alejar de su cabeza la idea obsesiva que se acababa de colar. Sin embargo, Allwënn no parecía hallarse cerca. El claro continuaba tan tranquilo y solitario como hacía un instante.
Falo regresó la vista a la espada. Estaba allí, solitaria y muda custodiando a los pies de un viejo árbol otros enseres del temperamental mestizo, sin que nada ni nadie repararan en ella. Se sintió tentado, sin embargo, no era ese el motivo por el que se acercaba con una sonrisa dibujada en sus labios. Falo disfrutaba sólo con la idea de violar la intimidad de Allwënn. Sabía que iba a profanar algo de incalificable valor para el joven. Algo muy íntimo, sin que aquél pudiese evitarlo. Le parecía una dulce venganza aprovechar su ausencia para palpar cuanto le viniese en gana las prohibidas formas de la espada. Apenas hubo de inclinarse mucho ante ella. Sus extraordinarias dimensiones hacían que doblarse hasta su altura resultase una tarea más amable. Aún seguía vestida con el cuero de su vaina. Escondía a los ojos las formas del acero. En cualquier caso, no era eso lo que interesaba a Falo. Ni tan siquiera se había percatado del detalle de su empuñadura. Lo que se perfiló ante su incrédula mirada le dejó estupefacto ¡Era una mujer, ciertamente! Todo el mango era en realidad la talla de una mujer. De eso no podía tenerse duda. Un cuerpo, tan pulido que parecía húmedo, escasamente cubierto con unas gasas flotantes que le ondeaban en derredor, mostrando y ocultando entre ondas y pliegues, la belleza de una dama desnuda. Falo tragó saliva y un inexplicable calor ascendió por su cuerpo. Se diría que realmente se encontrara ante una mujer de carne y hueso.
Volvió a cerciorarse de que nadie le observaba. Esta vez con miedo, tornó la vista de nuevo a la figura. Un extraño poder, como una voz insinuante y cautivadora parecía animarle a tocar el desnudo cuerpo de aquella sensual talla. No logro contenerse y obedeciendo aquel irrefrenable impulso, posó las yemas de sus pulgares sobre los pies de la dama. Algo le recorrió la espalda de parte a parte. Parecía... hubiera jurado...
Tuvo la sensación de haber tocado la cálida y suave piel de una hembra viva, como si aquella mujer sin vida se hubiese estremecido al leve roce de sus dedos. Aquellos dedos ascendieron sobre sus piernas, acariciaron aquellos muslos suaves y redondos. Luego al talle y al plano vientre. El sudor había perlado su frente por alguna razón incomprensible, pero no se hubiese detenido. Fue la visión de esos ojos, de leve trazo oriental, profundos, vivos. Vivos por encima de todas las cosas. Eso fue lo último que retuvo su memoria cuando una violenta sacudida lo arrancó de allí.
—¡¡¿Qué crees que estás tocando, maldito vástago de perra?!!
El impacto brutal de una pierna colisionó contra su abdomen, haciéndolo doblarse de dolor. Tan duro, que lo precipitó a bandazos varios metros atrás. Su cuerpo aún trataba de recobrar el perdido equilibrio cuando, en su interior sintió el efecto del despiadado golpe. Una punzada aguijoneó su estómago. Un dolor súbito. Una quemazón intensa se extendió por su vientre y ascendió abrasando su garganta. Su rostro se torció con violencia cruzado por un terrible puñetazo. Falo se precipitó al suelo. Ya estaba lo suficientemente aturdido como para no haberse podido levantar por sí mismo, sin embargo, Allwënn le aferró de la camisa y lo izó en el aire.
—¡¡Voy a arrancarte las manos, puerco miserable, y luego te haré comer tus propios dedos!! ¿Crees que no sé lo que estabas haciendo? —La voz quebrada de Allwënn penetraba en sus oídos con furia al tiempo que su puño se estrellaba de nuevo contra su cara. De los labios de Falo se escapaba un río escarlata de sangre que manchaba su rostro y parte de su camisa. Aquellos puños eran como rocas. Falo se jactaba a menudo de sus peleas callejeras y tenía de ellas más de una señal en el rostro, pero jamás había recibido golpes tan demoledores. Pensó que Allwënn sería capaz de arrancarle la cabeza. El cuerpo del muchacho se tambaleaba sin ton ni son para encontrarse directamente con otro poderoso golpe del medioenano. Pensó que se desvanecería en cualquier momento. Allwënn lo aferró lanzándolo para que se golpeara contra un árbol. Allí, Falo, quedó deshecho.
Alertado por el ruido, Gharin, dio un respingo que despertó a los demás. Como un rayo, sin comprobar siquiera de qué se trataba buscó y empuñó su espada. Con ella en la mano se alzó de un salto y descubrió la escena.
—¡Allwënn, ¿Qué está pasando aquí?! —El semielfo, al escuchar su nombre torció la cabeza lenta pero enérgicamente. Estaba allí, de pie, ante el retorcido cuerpo de Falo y entonces lo miró. De sus pupilas salían llamas de ira, tenía los ojos muy abiertos y los labios crispados. Gharin, sorprendido, se dirigió hacia su enfurecido camarada. Al tiempo, aquél volvió sobre sus pasos en dirección al arma, aún apoyada en el mismo lugar donde Falo la había profanado.
Alex y yo descansábamos cerca de Gharin y nos habíamos incorporado poco después de él. Aún no dábamos crédito a nuestros ojos.
—¡Por Yelm, Allwënn! ¿Qué ha ocurrido? ¡Casi matas al chico! —Decía mientras se aproximaba hacia él con su arma desenvainada pero laxa.
—Será que me siento benevolente —exclamó con sarcasmo sin volver la vista a su compañero.
—¿Estás loco? —Allwënn se giró hacia Gharin con violencia apuntándole con su dedo crispado.
—¡No vuelvas a cuestionar mis acciones o no distinguiré a mis amigos! Aún puedo matar a alguien esta tarde.
Gharin no pudo articularle una réplica. Una voz se cruzó en aquel momento. Era Claudia. Accedía en aquel instante a la escena y lanzó un grito horrorizada al comprobar el rostro ensangrentado de Falo.
—Deja este asunto, Allwënn, por favor —suplicó Gharin, pero antes de que el aludido pudiese dar una respuesta, alguien lo hizo antes llenando la tensa atmósfera de una larga lista de insultos. Todos los ojos se volvieron hacia él.
Falo, como si de una marioneta de hilos fláccidos se tratara había conseguido ponerse en pie sosteniendo con ambas manos la cimitarra que desde hacía unos días pendía de su cinto por consejo y orden de los propios elfos. Casi no la podía aguantar cuando se encontraba fresco. En aquel estado apenas la levantaba del suelo. Sin embargo, ello no impidió amenazar y retar a Allwënn entre imprudentes alaridos. Su rostro era una máscara de carne morada y abultada que manaba sangre por cada poro. Estaba tan desfigurado por los golpes del medioenano que resultaba difícil reconocerle.
Al escuchar aquella temeraria provocación, el semielfo volvió a encolerizar. Giró hacia atrás y alargó su brazo a Gharin mostrando la palma abierta hacia el ensombrecido cielo.
—Dame la Äriel, Gharin —ordenó con sequedad a su rubio compañero. Aquél quedó un tanto perplejo por la demanda. Allwënn entendía que Falo le retaba. Aquello significaba aceptar su reto. Allwënn estaba aceptando el desafío en toda regla con todo lo que ello implicaba. Si eso era así, Falo ya estaba muerto. Aquel muñeco deshecho y ensangrentado no era rival para el medioenano ni en su mejor momento. Allwënn era un guerrero bestial. Pocos estaban a su altura… y si llegaba a sostener la espada contra él en un desafio no iba a escatimar destrezas. Falo ya estaba muerto y aún no lo sabía.
—Sólo es un crío. Está destrozado, Allwënn, no creo que... —intentó disuadir su compañero.
—Maldita sea, Gharin ¡¡Dame mi espada!! —bramó aquél. Sería mejor no discutirle. La ofensa de Falo implicaba a Äriel. Allwënn no cedería. La suerte de aquel humano estaba sentenciada y su verdugo sería inmisericorde con él.
—¿Qué está pasando? Alex, Hans... ¿Qué va a ocurrir? —preguntaba la joven intentando vanamente que alguien le espantase el temor que comenzaba a cobrar forma en su cabeza. Quería que alguien le negara que fuera ocurrir lo que parecía evidente que sucedería. Sus ojos se cruzaron con los de sus amigos. Alex estaba especialmente lívido cuando su rostro buscó a Claudia sin poder ofrecerle la respuesta que buscaba. Nadie quería decir nada porque nadie tendría el valor para interponerse entre aquel guerrero y aquel que parecía haberle ofendido.
Cuando el semielfo de ojos azules tendió el arma a su dueño ofreciéndole la empuñadura, me di cuenta que mi pecho latía a ritmo acelerado y golpeaba mi carne con insistencia. Los dedos de Allwënn aferraron con una lentitud casi delicada el desnudo cuerpo que labraba el mango de su espada. Con la misma laxitud comenzó a desprender el acero del cuero labrado que lo vestía. Centímetro a centímetro, el frío metal comenzó a dejarse ver por primera vez, junto al prolongado y desagradable chirrido que hace la hoja al salir de su vaina. Allwënn se la estaba mostrando a su tembloroso e insignificante adversario. Mostraba el arma que había osado tocar y el mismo acero del que ahora habría de defenderse. Si lo que pretendía era atemorizar al pobre Falo había que decirse que aquella espada poseía unas dimensiones tan extraordinarias que inspiraba el respeto incluso dormida en su cuero.
El formidable acero se despojó por completo y respiró el opresivo ambiente de aquel cadavérico bosque. En ese instante creo que todos comprendimos, vimos y supimos por qué aquella brillante y afilada hoja nos había estado llamando desde su escondido refugio. Ni yo, ni Claudia, ni ninguno de nosotros, ni en un millón de años hubiéramos podido suponer la descarnada belleza de la imagen real.
—¡Dientes!
Aquella palabra irrumpió con fuerza en la mente de todos los espectadores cuando las formas de la Äriel lucieron limpias. Dientes mortales y salvajes. Dientes como las fauces abiertas de una fiera.
Todo el poderoso filo de la majestuosa espada eran temibles, terribles y brutales dientes. Su secreto. La doble hoja de la Äriel estaba aserrada con una maestría de artesano y no de herrero. Falo, para su fortuna, sólo veía una mancha borrosa.
Ahora lo pienso. Qué singular mezcla la suya. Sin duda digna de la doble naturaleza de su portador. De un puño de hueso con forma de mujer partía el metal de la hoja, como la ancha estela que deja un barco sobre el mar. Nada más surgir del abrazo óseo del mango, el acero se estrechaba ligeramente hasta unos quince o veinte centímetros del arranque de la guarda para volver a ensancharse poco después. Esos centímetros daban forma a una porción sin filo, inservible para la batalla pero de profusa decoración, grabado y relieve. Era el lugar escogido para ahuecar aquella silueta de Dragón de la que nos hablara Gharin. Un dragón que recordaba a la sierpe oriental, cuyo alargado cuerpo se retorcía en varias vueltas sobre sí. A partir de ahí, ascendía casi un metro de hoja dentada. Poderosa y letal, de fiero y majestuoso aspecto. Tal y como Gharin nos había dicho, las inscripciones decoraban la superficie plana de acero. Casi no dejaban en ella una pequeña porción sin ornar.
La Äriel era una conjunción magnífica entre el poder y la belleza, entre la brutalidad salvaje y la sublimación del arte. Como su portador, una extraña fusión entre la bella y la bestia. Si la mujer que inspiró esa espada fue tan sólo un millar de veces menos hermosa... ¡Cuánta mujer para un sólo hombre!
—¡Perro deslenguado! ¡Tuviste tu oportunidad! ¡Vamos a terminar con esto ahora mismo! —El brazo de Allwënn casi desploma a su amigo que en un vago intento de detenerlo había tratado de interponerse.
Todo sucedió demasiado rápido. Una corta carrera separaba a ambos contendientes. Allwënn salió en estampida, con el rostro rabioso y la espada en su mano. Falo observó impotente cómo el fornido elfo se le venía encima como un carro de batalla. Abrió los ojos desorbitados y a punto estuvo de lanzar la cimitarra al suelo y largarse corriendo. Pero no pudo. La Äriel trazó un arco mortal hacia su cuerpo con una furia incontenible a la que Falo acertó a interponer de puro milagro el oxidado acero de su arma. La cimitarra salió despedida hacia el interior del bosque, perdiéndose, arrancada con violencia de las manos de su dueño. Pero antes de que Falo pudiera comprender su desaventajada posición, la poderosa pierna de Allwënn le impactó en el abdomen y lo catapultó nuevamente contra el árbol del que se había levantado.
Aquel mestizo se acercó pesadamente hacia el maltrecho y jadeante cuerpo de su adversario. La Äriel miraba inofensiva al suelo. Al andar hacía tintinear las cadenas de su malla y su sonido mareaba aún más los sentidos del derrotado. El muchacho abrió los ojos y la borrosa estampa de Allwënn surgió ante él, ahora mucho más poderoso de lo que Falo nunca hubiera imaginado días antes. Como pudo, intentó reclinarse lo mejor posible tratando de llenar sus pulmones con el aliento casi perdido. Allwënn estaba ante él y le miraba sin sentimiento, con los mismos ojos con los que mira una bestia a su víctima vencida. Entonces, su rostro se crispó y sin dar opción a nada, alzó su formidable espada por encima de sus hombros y la hizo describir un arco letal hacia su cuello. Los ojos de Falo se salieron de sus órbitas y sólo tuvo tiempo de desgarrarse en un gruñido antes de que la fría hoja besase su carne contusa a punto de ser decapitado.
—¡¡Noooooo!!! —acertó a gritar Gharin, un segundo antes de que el filo de la Äriel alcanzase al muchacho. Alex buscó los ojos de Claudia, arropándole la cabeza entre su pecho al tiempo que él también desviaba su mirada. Yo quedé helado ante la visión. Odín también se mantuvo firme, aunque no llegué a saber en qué momento concreto se había incorporado.
Oímos un fuerte crujido. Después silencio y el frío soplo del viento agitando las hojas cercanas en un repicar arbóreo.
Falo aun temblaba compulsivamente cuando abrió los ojos con el miedo enraizado en sus huesos y vísceras. Tenía parte de él abultando el trasero de sus pantalones. Había visto pasar su vida ante sus ojos en fracciones de segundo. Continuaba vivo, a pesar de que aún dudaba. El dentado filo de la Äriel se había empotrado en la madera del árbol llegando a rozar el indefenso cuello de Falo al que consiguió morder y hacerle sangrar débilmente. Conservaba la cabeza, que era mucho más de lo que nadie hubiese apostado. Gharin suspiró tan sonoramente que no pudimos evitar dirigir las miradas hacia él.